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El carnaval de la muerte

Detalles desconocidos de la escalofriante matanza de indigentes en los predios de la Universidad libre de Barranquilla.

6 de abril de 1992

A LA 1:30 DE LA MADRUGADA DEL SABADO 29 de febrero, cuando los barranquilleros estaban metidos en las casetas y los clubes sociales gozando de las fiestas del carnaval, los indigentes de esta ciudad recorrían las desiertas calles en busca de desechos para vender a la mañana siguiente en las bodegas de Barlovento, donde operan las empresas de reciclaje de cartón y lata. Uno de ellos era Oscar Hernández, un joven de 24 años que desde hace dos es cartonero. Esa madrugada pasaba frente a las instalaciones de la universidad cuando fue abordado por un hombre que vestía camisa roja y que se encontraba en la puerta del plantel educativo.
"Me gritó: -Negro, ¿tú recoges cartón? Allá atrás, en uno de los patios hay una montaña de cajas, entra y llévatelas. El hombre me abrió la puerta y me indicó con la mano hasta dónde tenía que ir. Con él estaban otras cuatro personas que me dijeron que me llevara todo lo que me sirviera. Cuando me agaché para recoger las cajas me descargaron un garrotazo en la cabeza. Me fui de cara al piso y quedé aturdido. Me seguían pegando. Otro me dio un garrotazo en un brazo y grité del dolor. Así continuaron golpeándome por unos minutos. Luego uno de ellos dijo: ahora peguémosle un tiro, y oí cuando disparó el arma. Quedé tirado en el piso, pero sentí que todavía estaba vivo. Entonces pensé que si me quería salvar me tenía que hacer el muerto.
Me arrastraron por el piso y me llevaron a un cuarto frío, me subieron a una mesa de aluminio y uno de ellos dijo: este ya huele a cartón. Nos falta uno para completar la cuota. Luego salieron y cerraron la puerta. Yo permanecí quieto, sin moverme,pensé que alguien me estaba cuidando. De pronto comencé a oír gritos, quejidos y muchos golpes. Unos minutos después abrieron otra vez la puerta y vi cuando arrastraban a otra persona. La subieron en otra mesa donde había un enorme cuchillo. Uno de ellos dijo: ahora sí estamos listos, hay que empezar ya. Manos a la obra. Pero otro de ellos contestó: aguantemos. Ya están aquí, podemos dejar el resto del trabajo para toda la noche de mañana. Siguieron discutiendo y por fin decidieron irse. Cerraron las puertas, apagaron las luces y se marcharon.
Yo continué sin moverme, esperando que todos se fueran. Cuando vi que no había peligro traté de pararme y quedé horrorizado con lo que vi a mi alrededor. En la siguiente mesa de alumino estaba otro cartonero muy golpeado. El no se movía, pensé que estaba muerto. En el piso había como tres baldes con partes del cuerpo humano. Las paredes y el piso estaban manchadas de sangre. Me dio mucho miedo, a un lado estaban unas cubetas llenas de formol y hacía mucho frío. Como pude me levanté y vi en otra mesa un cuchillo de esos con que matan el ganado y un enorme garrote lleno de sangre y con partes de piel.
Cogí el palo y el cuchillo y me subí en otra mesa que estaba cerca de una ventana. Me asomé y eran como las seis de la mañana. Traté de abrir la ventana pero no pude. No quería hacer mucho ruido. Pensé que había gente afuera. Entonces me bajé de la mesa y fuí hasta la puerta. Moví la cerradura y logré abrir. Salí corriendo y me escapé por el patio de atrás. Corrí como un loco en busca del CAI que queda a media cuadra de la universidad. Me encontré con un policía y le dije: oye, me trataron de matar en la universidad. Me pegaron un tiro y mire cómo tengo la cabeza y el brazo izquierdo. El policía estaba asustado. Qué le iba a creer a un cartonero, y me gritó: Negro, tú estás loco. Cuando a uno le pegan un tiro se muere. Esa vaina no te la creo. Yo le contesté: mira, vamos a la universidad. Allá dentro hay otra persona que tiene dos tiros y tampoco está muerta. El policía por fin decidió acompañarme, pero cuando llegamos a la puerta de la Libre los celadores que estaban en turno del día no lo dejaron entrar. El policía se comunicó por radio con la central y pidió refuerzos.
Entramos como a las siete de la mañana a la universidad y yo les mostré dónde me habían pegado. Había rastros de sangre y las huellas de mi cuerpo cuando lo arrastraron hasta la sala donde me metieron. Cuando ellos abrieron la puerta todo era terrible. Había vísceras humanas por todas partes. Mucha sangre y olía muy maluco. A mi compañero lo encontramos muy mal. Entonces decidieron llamar a una ambulancia y nos llevaron al hospital".
Nadie se explica cómo se salvó Oscar Hernández. El tiro de gracia que le hizo a quemarropa uno de los celadores de la universidad, apenas rozó su oreja derecha y los garrotazos que recibió en la cabeza, suficientes para acabar con su vida, sólo le ocasionaron una conmoción cerebral. El relato que entregó el basuriego a las autoridades puso al descubierto el macabro negocio que se había montado en el interior de la universidad. Ese día los investigadores descubrieron en el anfiteatro los cadáveres de 10 personas, todas ellas indigentes, y partes de cuerpos de por lo menos 40 más.
Lo ocurrido a Oscar Hernández era parte de esa macabra historia. Cuatro días antes -25 de febrero- un taxi amarillo ingresó a la media noche a los predios de la universidad. En su interior iban los cuerpos, maniatados, de dos basuriegos que minutos antes habían sido atacados y muertos a punta de garrote en el cementerio central, donde pasaban la noche. Los dos cadáveres fueron llevados al interior del anfiteatro por los cuatro celadores que se encontraban esa noche de turno y que habían participado en la cacería de los indigentes. Allí los estaba esperando Santander Sabalza Estrada, un hombre analfabeta que llevaba 17 años de servicios en la universidad y que desde hace dos años era el encargado de "arreglar" los cadáveres que ingresaban a la morgue. En las siguientes cuatro horas, antes del amanecer, Sabalza y sus cómplices tenían que descuartizar los cuerpos, seleccionar los órganos y colocarlos en recipientes especiales para conservarlos en cuartos fríos. Y, por último, debían dejar la mesa de "cirugía" en orden, como si alli no hubiera pasado nada. Pero en la noche del martes 25 las cosas no salieron bien. Todo se complicó porque uno de los ayudantes se desmayó ante la macabra escena. Cuando se disponían a continuar su tarea, se dieron cuenta de que estaba amaneciendo y que todavía les faltaba más de la mitad del trabajo. Entonces decidieron cubrir con pintura los rastros de sangre que había en el piso y en las paredes, y echar la ropa de los "desechables" en las canecas de la basura a las que posteriormente les prendieron fuego. Lo que quedaba de los cuerpos lo trasladaron a las cubetas de formol, los cubrieron con sábanas y acordaron que terminarían el trabajo en la noche del miércoles 26. Luego se cercioraron de que nadie estuviera en la universidad para abandonar sus instalaciones.
A las siete de la mañana del 26, una de las aseadoras comenzó su labor de limpieza en uno de los patios aledaños al anfiteatro. Cuando se disponía a desocupar las canecas de la basura encontró trozos de ropa chamuzcados y con huellas de sangre. También descubrió manchas más notorias en los pasillos, cuyo rastro termibaba en la entrada del anfiteatro. La mujer, que lleva varios años como empleada de la universidad, quedó petrificada al descubrir detrás de una de las puertas de acceso a la morgue, dos baldes repletos de sangre con restos de órganos humanos. Aún horrorizada por lo que habia visto, se dirigió a las oficinas de la administración de la universidad donde se encontró con el síndicogerente, Eugenio Castro Ariza, a quien informó del macabro hallazgo.
"Ella no podía ni hablar. Estaba aterrorizada. Lentamente se recuperó y le contó al síndico lo que acababa de descubrir. Lo que a mí me impresionó fue que ese señor se quedó tranquilo, sin darle importancia al asunto, y se limitó a decir que iba a investigar con la facultad de medicina qué era lo que estaba ocurriendo. Esa vaina no me gustó, había algo raro en todo esto y decidí seguir de cerca los pasos del directivo. Hasta donde pude establecer él nunca aclaró nada y le pidió a la aseadora que no se volviera a referir al tema", señaló a SEMANA uno de los testigos que pidió reserva de su nombre por temor a represalias.

En un país que ha sido sacudido por masacres, bombas, asesinatos y terrorismo, donde la violencia parecía haber tocado fondo, la forma fría, premeditada y brutal de estos crímenes ha causado conmoción nacional. La muerte a garrote de por los menos 50 indigentes a manos de empleados de una universidad, quienes recibían pagos, como hasta ahora se desprende de las investigaciones, por parte de un miembro de la administración de la universidad, no tiene antecedentes en la historia del país. Y mucho menos cuando los cuerpos eran utilizados paradójicamente para que los estudiantes de medicina aprendieran a salvar vidas. Por eso, lo ocurrido en Barranquilla ha sido comparado con el exterminio de judíos en los campos de concentración nazis.
La pesadilla de horror apenas comenzaba cuando las autoridades vincularon a 14 empleados de la Universidad Libre de Barranquilla de ser los responsables de una diabólica red de tráfico de cadáveres y de órganos humanos. El síndicogerente de la Universidad Libre, Eugenio Castro Ariza, era quien entregaba el dinero para comprar los cadáveres. Santander Sabalza Estrada, encargado del anfiteatro, era quien descuartizaba los cuerpos. El grupo de vigilantes tenía a su cargo seleccionar a las víctimas, ejecutarlas y buscar a los compradores de órganos.
EL MACABRO NEGOCIO
La investigación que adelanta un grupo de jueces, apoyados por el DAS, la Policía, la Dijin y el F-2, sobre lo ocurrido en la Universidad Libre, ha dejado al descubierto una monstruosidad de proporciones inimaginables. En primer lugar, los investigadores han podido determinar que las desapariciones sistemáticas de indigentes, ocurridas en los últimos cuatro meses, están relacionadas con el tráfico de cadáveres que se realizaba desde la morgue de la universidad. Una teoría que está cimentada en el reconocimiento de los cuerpos que se encontraron el primero de marzo. Todos ellos desaparecieron en circunstancias muy similares. La "Chupe-chupe", "Doña María", "La Chicholina", "El Pájaro", "El Loco", que vivían de reciclar cartón o de la prostitución, desaparecieron en las horas de la madrugada de su lugar de descanso, que son el cementerio central o los puentes de la ciudad. Hombres armados con garrotes y revólveres los sacaron de sus improvisadas camas y cargaron con ellos. Nunca más volvieron a aparecer. Es el caso de "El Loco". Hace dos semanas tres hombres armados llegaron a los predios del cementerio, rondaron por entre las bóvedas desocupadas y en una de ellas encontraron a tres "desechables". Los encañonaron y comenzaron a golpearlos con bates. Dos de ellos escaparon, pero "El Loco" perdió el conocimiento y lo arrastraron hasta el interior de un taxi y se lo llevaron. El martes en la mañana sus amigos identificaron su cuerpo en el anfiteatro del hospital universitario. El hacía parte del grupo de 10 mendigos que habían sido descuartizados y que a cambio de sus órganos fueron rellenados con bolsas de plástico.
"La Erótica", una muchacha de 27 años, con dos hijos, visitó a su madre el lunes 17 de febrero. Le entregó tres mil pesos para el mercado y le dijo que el sábado de carnaval pasaría por ella para llevarla a la "Batalla de las flores". Nunca apareció. El martes pasado doña Flor Pacheco de Escobar, identificó a su hija como otra de las víctimas de la universidad. Pero no sólo fueron los indigentes que desaparecieron en las últimas semanas los que cayeron en manos de los traficantes del anfiteatro de la Libre. De acuerdo con un informe de la Procuraduría Regional del Atlántico, hasta hace cuatro meses uno de los mayores problemas que enfrentaba Barranquilla era la cantidad de N.N. que eran reportados por la Policía. A diario se encontraban cuerpos de hombres y mujeres botados en los basureros y en la circunvalar. Pero desde octubre del año pasado, misteriosamente, no se volvió a reportar ningún caso de N.N. "Esto es muy grave. Estamos sobre pistas que nos conducen a relacionar estas desapariciones, sin reportes, dentro del tráfico de cadáveres que había en el anfiteatro de la universidad. Estamos casi seguros de que existe una red conectada con los funcionarios implicados de la Libre en el negocio de los cadáveres", señaló a SEMANA un funcionario del Ministerio Público.
Una teoría que ha tomado fuerza y consistencia a raíz de la declaración que rindió el jefe de vigilancia de la Universidad Libre, Pedro Viloria, horas después de que se trató de quitar la vida ingiriendo un frasco de creolina, porque según sus propias declaraciones "me encontraba deprimido y horrorizado con lo que pasó en la universidad". En su declaración juramentada, Viloria señaló que tenía información sobre quiénes eran las personas que suministraban los cadáveres al anfiteatro de la universidad. Según su declaración, por cada cuerpo sin vida que llegaba sin la previa reseña de Medicina Legal, se pagaban 170 mil pesos.
Pero no sólo se negociaba con los cadáveres. El otro gran negocio que se tenía montado desde el anfiteatro de la Libre era el tráfico de órganos humanos. Investigaciones adelantadas por los cuerpos de seguridad han permitido establecer que una vez las víctimas llegaban a la morgue, Santander Sabalza Estrada no sólo tenía la misión de preparar los cadáveres sino que debía conservar sus órganos para luego venderlos en el mercado negro. Según testimonios de estudiantes, les fueron ofrecidos estos órganos por parte de empleados de la universidad y señalan que este tráfico no es nuevo dentro de la facultad de medicina. Sus declaraciones harán parte fundamental del proceso que se adelanta por el grupo de jueces que tienen a su cargo este caso.
Los IMPLICADOS
A pesar de las evidencias que existen sobre lo ocurrido dentro de la Universidad Libre, sus directivos niegan cualquier participación y califican el hecho, considerado monstruoso por la opinión pública, como algo aislado en que están implicados funcionarios de bajo perfil.
Lo cierto es que las investigaciones demuestran todo lo contrario. El síndico-gerente de la Universidad Libre, Eugenio Castro Ariza, ha sido señalado como la cabeza del macabro negocio. De acuerdo con las declaraciones rendidas por los guardianes, Castro Ariza suministraba la plata para pagar los cadáveres que llegaban a la universidad. Uno de ellos señaló ante el juzgado que el taxi en que se transportaba a las víctimas es de propiedad del síndico. "Castro trabaja desde hace varios años en la universidad. Comenzó su labor en uno de los laboratorios como lavador de tubos de ensayos. Luego hizo una carrera ascendente y estudió contaduría hasta llegar a convertirse en el síndico de la universidad desde hace aproximadamente dos años. El era quien cada seis meses autorizaba al encargado del anfiteatro, Santander Sabalza, de conseguir nuevos cadáveres para el semestre de anatomía. El era quien le entregaba la plata a los celadores para conseguir las víctimas. Y él era quien manejaba el negocio del tráfico de órganos", dijo a SEMANA un empleado de la universidad, quien también pidió reserva de su nombre por las amenazas que ha recibido.
En la declaración que rindió Castro Ariza ante el juzgado, negó cualquier participación en el delito y argumentó que él no tenía por qué conocer de estos hechos, pues sólo se limitaba a gerenciar una empresa que tiene jefes en cada sección, los cuales son los responsables de los gastos que requieren para su funcionamiento. Para los investigadores, las declaraciones del síndico tienen serios vacíos y muchas contradicciones.
La pregunta que hoy todos se hacen es qué tanta responsabilidad tienen las directivas de la universidad en este horrendo crimen. Por el momento ninguno de ellos ha sido vinculado a la investigación. La razón es que hasta ahora los jueces adelantan las primeras indagatorias. Lo cierto es que la Universidad Libre se ha visto involucrada en múltiples procesos que van desde intento de abuso sexual contra estudiantes hasta tráfico de notas y consecución de votos electorales a cambio de puestos.
Lo cierto es que lo ocurrido en Barranquilla demuestra una vez más el grado de descomposición social del país, y lo que es más grave aún, el menosprecio que se le da a la vida humana.
Los desechables
SUS OJOS ESTAN AGUADOS. TIEne rabia en el alma. Sus dos únicos amigos están allá tirados cn el anfiteatro de la Universidad Libre. Sus manos se aferran a un manojo de flores marchitas. Las mete en una lata de cerveza y se encarama sobre la barda de acero que protege los predios de la universidad. Desde la parte más alta, Mario, un indigente barranquillero soltó un Padrenuestro para despedir a sus amigos. Luego cogió su raído costal, cargado de cartón y partió sin destino. Sólo con el sello indeleble de desechable, una palabra que significa desprecio, pánico, rechazo y no futuro. Somos personas indeseables para una sociedad que prefiere vernos muertos antes de darnos la mano para salir adelante. Y aquí están las consecuencias. Mis amigos, mis colegas fueron asesinados para traficar con sus cuerpos. ¿Quién responde por eso?", manifestó Mario, mientras secaba las lágrimas que rodaban por su rostro tiznado. Lo hace todas las mañanas, como los demás que conforman su gremio, con un pedazo de carbón para que en la calle le tengan miedo y todos entiendan que es un paria rechazado por la sociedad.
Los "desechables" son producto de esa descomposición social que campea por todas las ciudades del país. Muchos de ellos han estado en clínicas de reposo y han perdido su memoria por los choques eléctricos a los que fueron sometidos para recuperarlos de sus ciclos de locura. Son andariegos que se rebuscan la vida con el reciclaje de desperdicios que encuentran en los basureros o en las canecas en los andenes de las calles. De ahí sacan su sustento. Unos se especializan en recoger cartones, otros en latas y hay quienes prefieren recolectar vidrio porque lo pagan mejor. Todos ellos escarban en los desechos para buscar su alimento. Son los sobrados de los comensales de restaurantes, de las casas de familia. No importa que estén en estado de descomposición. Lo único que les interesa es calmar el hambre.
Y en esa búsqueda muchas sorpresas se han llevado. Como "Caneca", un indigente que lleva siete años recolectando latas de cerveza porque el kilo lo pagan mejor que cualquier otro producto reciclable. En sus jornadas de trabajo. que empiezan a las cinco de la mañana y terminan a las 11 de la noche, han encontrado entre la basura vajillas, zapatos, planchas y hornos sin estrenar. "Eso lo vendo en el mercado de segundas y me gano mis pesos. No entiendo cómo la gente bota a la basura cosas como estas que son finas y que valen mucha plata. Son las ironías de la vida. Como cuando recorremos los barrios residenciales. En las canecas encontramos grandes cantidades de comida de primera que ni siquiera ha sido probada. Para nosotros es una bendición, pero esas familias son infames. Cómo es posible que prefieran arrojarla a la basura antes que salir a la calle y buscar a un indigente que se está muriendo de hambre".
Muchos de estos hombres y mujeres que andan por las calles de las ciudades, lo tuvieron todo en la vida. Pero el vicio a las drogas acabó con sus vidas. "La Chupe-Chupe", una de las víctimas de la matanza de la Libre, estuvo en una universidad. Hablaba inglés y todavía se acordaba de alguna de las leyes que aprendió en la facultad de derecho. Pero el basuco la llevó a convertirse en una "desechable" y terminó viviendo debajo de un puente o en una bóveda desocupada del cementerio.