Cien años del natalicio de la pintora antioqueña

Las calles secretas de Débora

Débora Arango ya tiene cien años. Por fin su obra alcanza un reconocimiento que le fue esquivo cuando vivía. Arcadia visitó su casa y recorrió los parajes de la transgresora más famosa del arte en el país.

Mauricio Builes
22 de enero de 2008

Desde hace tres meses, detrás del Jardín Botánico de Medellín, se exhibe la cabeza de Débora Arango. Esculpida en bronce reposa sobre una superficie lisa e inclinada al lado de otras doce mujeres. A un concejal le pareció correcto rendirles un homenaje por su aporte a la ciudad y expidió un acuerdo para crear “La esquina de las mujeres”. Los historiadores lo apoyaron y los curadores lo único que lamentan es que la cabeza de la pintora no sobresalga sobre las demás.
Ellos insisten, tres años después de su muerte, en que no ha habido nadie en la pintura de Colombia que se haya adelantado tanto a su tiempo y que por eso debe ser reconocida. Pero la gente que pasa por el norte de la ciudad curiosea los nombres, se detiene a observar el gran crucifijo que pende del cuello de Débora y pasan de largo. Pocos saben de quién se trata.
Por momentos, da la impresión de que el único gran artista de Medellín fuera Fernando Botero. El resto, incluida Débora, no existe. En los colegios es poco estudiada, solo un museo concentra casi la totalidad de su obra y dentro del mundillo artístico local, solo hasta ahora, comienza a resucitar.
A finales de 2007, por ejemplo, a propósito de la celebración de los cien años de su natalicio, hubo una exposición itinerante de reproducciones de la obra de la artista en los parques biblioteca y espacios públicos de la ciudad. Además de un buen montón de afiches de reproducciones de sus pinturas que la Gobernación repartió en las casas de la cultura del departamento y de la exitosa exposición –a propósito de la Feria de Libro en Guadalajara–: Débora: una revolución inédita del arte colombiano” en el Instituto Cultural Cabañas de Guadalajara, México.
Las personas que han asistido –va hasta el 3 de febrero– y que son ajenas a su obra, no solo comparan la fuerza de sus cuadros con los de Frida Kahlo sino que han dejado una pregunta a los organizadores: “¿Dónde tenían a Débora escondida todos estos años?”.
Hasta el día de su muerte, el 4 de diciembre de 2005, Débora estuvo en Casablanca, una finca en la entrada del municipio de Envigado decorada por ella desde los escoberos hasta las vajillas y los baúles. Allí recibió clases particulares de pintura con los maestros Eladio Vélez y Pedro Nel Gómez, allí vio morir a su padre y a sus cinco hermanos, allí recibió las noticias que su cuadros fueron desmontados en Colombia y en España por escandalosos e inmorales, allí tomó la decisión de llevar una vida familiar, silenciosa y discreta y de donar toda su obra al Museo de Arte Moderno de Medellín (Mamm).
Pero aún hoy Casablanca parece habitada por Débora. Los cuadros están intactos, a su cuarto no se la ha movido una sola porcelana y Óscar, el jardinero que la acompañó durante treinta años, sigue abonando las orquídeas preferidas de su patrona. Él cuenta las últimas salidas que hizo con su patrona y se echa a llorar. Recuerda, en especial, que cada cincuenta días la llevaba a donde Jairo, el peluquero, y que una –pocos años antes de morir– le tocó cargarla dos cuadras porque Débora simplemente “se cansó de caminar”. Su sobrina, Cecilia Londoño, también se ha encargado de mantener viva su memoria y mandó restaurar uno de los pocos murales que hizo la tía. “Esa fue su única frustración”, cuenta Cecilia, quien hoy vive en la casona, “desde que estudió en México pintura al fresco en 1946 al lado de grandes maestros, la señorita Débora siempre quiso pintar un gran mural en Medellín”. Pero no pudo. Nunca le dieron el espacio. Medellín, la pacata y montañera, siempre consideró a Débora Arango una hereje y una desvergonzada.
Entonces ella –que siempre sostuvo que el arte no tiene nada que ver con la moral– decidió pintar uno grande en el garaje de su casa. Con el paso del tiempo se fue ocultando entre chécheres y estantes de la familia y solo hasta hace un año, cuando una hermana de Cecilia le recordó aquella pintura, fue que la familia decidió contratar a un experto mexicano para su restauración.
Hoy Casablanca parece un museo y el mural es la primera obra que uno se encuentra en la entrada. A partir de ahí no hay esquina ni zaguán que se haya salvado de las manos de Débora. Más de 45 cuadros decoran las paredes de una casa construida en 1870. Y junto a los cuadros están las esculturas, las cerámicas y los cuadernos de notas de la primera mujer que se atrevió a pintar desnudos en Colombia. Todo se exhibe como si estuvieran prestos a hacer una subasta. Todo está impecable y a la vista. “No lo pienso vender todo, pero sí considero que para que una artista perdure es necesario comercializar parte de la obra. O si no, pregúntele a Botero”, dice la sobrina y agrega que ya ha vendido doce cuadros en la Galería El Museo de Bogotá. Está convencida de que la obra de su tía merece un mejor destino que el encierro en Medellín.
Para ello también gestionó con el anterior gobernador una edición conmemorativa con anotaciones y dibujos inéditos de la artista. Es un libro de lujo y delicado en el que llaman la atención los apuntes que Débora hizo en un cuaderno argollado con alambre en espiral. Aunque carece de fechas exactas (parece que fueron escritas entre 1950 y 1954), hay poesía, apuntes sobre música y un listado de lugares para visitar en España: “Ópera en el Palacio Real de Oriente, Toledo, El Escorial, Zaragoza –tren Hospedería de Pilar 60 pesetas–...”. La mayor parte de estas anotaciones las hizo en Europa pero su familia recuerda cómo Débora hacía anotaciones en cualquier papel y en cualquier ciudad. Hasta los cartones que servían como empaques para las medias veladas eran utilizados por ella para trazar los bocetos de lo que serían grandes cuadros como Esquizofrenia en la cárcel o La lucha del destino.
Así lo hizo en la calle Maturín con Bolívar, un sector del centro de Medellín al que Débora debía ir cada mes cuando joven a cobrar la renta de cuatro locales. Para llegar hasta él, la artista debía pasar por cantinas y prostíbulos ante los cuales detenía su auto (fue de las primeras tres mujeres en tener licencia de conducción en Medellín) y dibujaba las escenas que más tarde escandalizarían a curas y a políticos. Hoy algunas cantinas permanecen y lo único que se ha ido renovando son los borrachos.
El cuaderno de notas también da pistas acerca de su personalidad católica y ordenada. Además de algunos dibujos religiosos a lápiz también escribió fórmulas para imprimir el lienzo que se parecen más a una receta de cocina: “100 g de harina mijo, 10 g de aceite, 400 g de agua, una cucharadita de miel...”. Un libro bien logrado que no merece la suerte de muchas de sus exposiciones en la ciudad que casi siempre se limitaron al mínimo.
Tal como lo recuerda Carlos Fernández, profesor de artes e investigador de la Universidad de Antioquia, Débora fue ignorada hasta en los textos especializados sobre el arte y los artistas colombianos. Los teóricos y los críticos desconocieron su obra prácticamente hasta inicios de los ochenta. Poco se sabe que la artista dejó de participar en el Salón Nacional durante cuarenta años, hasta 1987, cuando la edición xxxi del evento, organizada por el Mamm en las instalaciones del aeropuerto Olaya Herrera, expuso sus cuadros. A partir de ese momento, cuando Débora ya tenía ochenta años, Medellín se comenzó a restregar los ojos ante su obra.
No es casualidad, entonces, que apenas ahora, en plena celebración de su natalicio y tres años después de muerta, los gobernantes y las directivas culturales se pregunten por su legado. Acabaron de inaugurar un colegio en el barrio Altavista con su nombre. Con la escuela de artes de Envigado pasó lo mismo, fue incluida en “La esquina de las mujeres”; la Avenida Regional ahora se llama Débora Arango; reproducciones de sus cuadros pasearon varios meses por los barrios más pobres y para el tercer trimestre de este año el Mamm ha invitado toda clase personajes que van desde Juanes y Piedad Córdoba hasta Alberto Aguirre y Lina Moreno para hablar de su obra.
Pareciera que Medellín ha decidido desenterrar a su gran pintora. Se han dado cuenta de que sus cuadros, tan ignorados, resumen lo mórbido, lo macabro, la denuncia, la fragilidad y la bravura de la mujer, la ironía y la desmesura de la política, la hipocresía de la ciudad... se han dado cuenta de que sus cuadros son, a su vez, un espejo y un grito hondo de una mujer que utilizó el expresionismo en una época en la que eso ni se usaba.