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Dustin Hoffman: el gigante discreto

En los años setenta Dustin Hoffman quebró el molde cuando demostró que no había que ser alto y buen mozo para conquistar Hollywood. En su cumpleaños 80, SEMANA cuenta su historia.

12 de agosto de 2017

Lo ha mencionado en todas sus entrevistas y aún lo mantiene: Dustin Hoffman se siente fuera de lugar. Y no es difícil entender por qué. Nació en Los Ángeles en 1937, pero sus compañeros de clase le preguntaban si era neoyorquino. Treinta años después, en 1967, consiguió el papel protagónico de El graduado que muchos creían debía ir a un anglosajón bien parecido como Robert Redford. Tras el éxito arrollador de la cinta, el judío de baja estatura y figura peculiar se dio el lujo de rechazar papeles importantes. Y cuando los tomaba, su obsesión por el detalle y ‘el método’ exasperaba a sus colegas y a los directores. Sydney Pollack lo dirigió en Tootsie en 1982, y aseguró sin pestañear que, en retrospectiva, si pudiera escoger no haría la película y recuperaría los tortuosos nueve meses de rodaje junto a Hoffman. La industria lo tildó de difícil, pero por sus interpretaciones también lo consideró uno de los actores más versátiles de la generación de Robert De Niro, Al Pacino y Jack Nicholson. Bicho raro, sin duda, pues además ha logrado mantener su matrimonio a flote por casi cuatro décadas en Hollywood.

A sus 80 años, Hoffman ha recorrido el amplio espectro de su arte: ha pasado por el teatro –su escuela–, por el cine –su plataforma–, y más recientemente por la televisión –su experimento–. Nunca escogió roles por necesidad, y los que asumió validan su camino. En su recorrido suma además clásicos como Midnight Cowboy, Straw Dogs, Papillon, All the President’s Men, Marathon Man, Kramer vs. Kramer, Tootsie, Hook, entre otros. Y si bien nunca actuó por el reconocimiento, comparte con su ídolo Marlon Brando el honor de ganar el premio Óscar a mejor actor en dos cintas que también ganaron la estatuilla a mejor película: Kramer vs. Kramer en 1980 y Rain Man en 1989. Los Premios Óscar le parecen la ceremonia más aburrida del planeta, a diferencia de los Bafta en los que se puede beber y reír, y no asiste a menos que esté nominado. Es peculiar, pero no le huye a los aplausos.

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Las generaciones más jóvenes lo asocian con su etapa reciente, que incluye éxitos humorísticos de taquilla como Meet the Fockers, cintas que pasaron con más pena que gloria, y sus incursiones en la pantalla chica en series como Luck y Los Medici. Pero al mirar su carrera de cinco décadas no se debe perder de vista que se trata de un artista que rompió paradigmas. Lejos del estereotipo reservado para los leading men clásicos de Hollywood, Hoffman forjó desde los años sesenta un nuevo rubro para lo que la industria llamaba entonces actor de carácter. Desde ese lugar conectó con las audiencias y con la academia, y cambió el panorama al probar que se podía trascender en Hollywood más allá de la apariencia. Eso sí, más allá de la famosa señora Robinson de su debut, sus roles en pantalla no le representaron romances ni glamour.

Las notas y el destino

Sus padres lo bautizaron en honor a una figura de la época muda de los wésterns, pero Hoffman recuerda que entró en contacto con la actuación por facilismo. De joven adoraba el piano y la música, pero su desempeño en el bachillerato era mediocre. Como sus padres querían que fuera a la universidad, lo sacaron del colegio y lo inscribieron en el Santa Barbara City College, una institución más laxa. Aun así, “era de esos estudiantes que no pasaba en nada, repetía todo y aun así tenía que rogarle al profesor para que le pusiera una C”, confesó hace meses en el programa radial In Treatment. Apretado en las notas, un amigo le aconsejó tomar la clase de actuación, pues, como la de gimnasia, era imposible de perder y le daría tres créditos. Aceptó, acudió, y esas lecciones tempranas dictaron el resto de su vida.

A los 20 años, Hoffman empacó maletas y fue a la Gran Manzana a buscar su suerte. Se sintió en casa apenas se bajó del bus y vio alguien orinando en la calle: “Ya no estoy en un ambiente plástico”, pensó. En Nueva York forjó su arte, pero, tal como se lo habían advertido varios maestros, le costó resistencia, talento, suerte y diez años de lucha. En ese lapso alternó las audiciones para entrar al reputado Actors Studio de Lee Strasberg (le tomó cinco intentos) con oficios como limpiar baños en hospitales psiquiátricos, cargar paquetes en tiendas de juguetes y tejer. Todo mientras compartía apartamento y sueños con dos extraordinarios puristas de la actuación, Gene Hackman y Robert Duvall. En el techo de su edificio en la West 109th Street de Manhattan, Hoffman y Hackman tocaban bongos y congas en honor a su venerado Marlon Brando.

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Cuando el director Mike Nichols lo escogió en 1967 para interpretar a Benjamin Braddock en El graduado, su vida cambió, pero su fama no lo moduló, y discutió abiertamente el racismo y el sexismo rampantes en la industria cinematográfica. Para su segundo largometraje, que tomó casi dos años en escoger, fue en contra de muchas voces que no entendían por qué aceptaría un papel de reparto. El rol de Rico ‘Ratso’ Rizzo en Midnight Cowboy confirmó su escogencia, pues si bien Jon Voight era el protagonista, Hoffman se llevó los aplausos con un personaje rastrero que le permitió echar mano a los diez años de experiencias en las rudas calles de Nueva York.

Aun así, no está libre de reproches. Mirando hacia atrás confesó al diario The Times sus muchos desaciertos: “Pude trabajar con Fellini y dije no. Dos veces pude rodar con Ingmar Bergman. Spielberg me envió tres o cuatro guiones que rechacé, entre estos ‘Encuentros cercanos del tercer tipo’, ‘Amistad’ y ‘La lista de Schindler’. Es increíble lo mucho que me complicaba pensando en razones para no hacerlo, pero estoy trabajando en entenderlo”.

El texto y el subtexto. El método. En eso hace énfasis Hoffman cuando le preguntan sobre actuación. Es producto de la escuela de Lee Strasberg, pero también del influjo que recibió de íconos como James Dean. Este le probó que un joven buen mozo era capaz de transmitir tormentos. “Pensé que ese dolor estaba reservado a nosotros, los feos”. En ese saco de influencia vuelve a incluir a Brando, pues en sus discusiones con Duvall y Hackman coincidían en que Brando, un hombre supremamente bien parecido, “logró evitar que sus personajes fueran bidimensionales. Mostraba su médula e iba más allá de una mera vulnerabilidad”.

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Precisamente su vida privada, el aspecto más reservado de su existencia, ha sido el más vulnerable. Hoffman se casó dos veces, primero con la actriz Jane Byrne, con la que duró 11 años, y luego, en 1980, con Lisa Gottsegen, la mujer que 37 años después sigue a su lado. Suma en total seis hijos y la mayor tiene 47 años. Hace cinco combatió un cáncer, y solo lo mencionó cuando lo superó. La vida y su carrera siguen, y en Cannes presentó The Meyerowitz Stories, su más reciente producción. Tal y como en 1967, en su pico de fama, a este convencido de su arte no le disgusta ser un actor de reparto siempre y cuando el papel lo convenza. Como siempre.