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El pobre viejecito

Megalómano, paranoico y autoritario, Nicolae Ceausescu vivió como un rey mientras su pueblo lo hacía como mendigo.

12 de febrero de 1990

Mientras las nuevas autoridades de Rumania siguen la cacería de una fortuna personal calculada en más de 1.000 millones de dólares y regada por todo el mundo, especialmente en países donde la recuperación es difícil, como en Irán siguen saliendo a la superficie nuevos datos, nuevas informaciones sobre la vida que llevaban Nicolae Ceausescu, su mujer Elena y su larga familia, toda ella enquistada en el poder.
Este hombre, que comenzó su carrera de verdugo como viceministro de Agricultura, en 1948, y luego viceministro de las Fuerzas Armadas, entre 1950 y 1954, encabezando la represión sangrienta contra los campesinos que se oponían a la colectivización forzada, desde temprano dio muestras de uno de sus peores defectos, la megalomanía, el afán incesante de figuración y, sobre todo, la convicción de ser la única salvación que tenían los rumanos ante la presión permanente por parte de los soviéticos .
Convencido de pertenecer a la familia de un príncipe que en 1600 logró la primera unificación de las casas reales rumanas, amigo de los gestos grandilocuentes, se convirtió en el mejor amigo de gobernantes como Charles De Gaulle, Richard Nixon, Willy Brandt y hasta de la reina de Inglaterra, para quienes este hombre era un auténtico ídolo a quien colmaban de invitaciones y regalos.
Esa misma megalomanía lo empujaba a ocupar las pantallas de los televisores rumanos todos los días, con programas tediosos sobre sus hazañas, mientras la radio y los periódicos repetían constantemente alabanzas al régimen. Aparentemente, ningún sistema de oposición podía ser eficaz en medio de lo que algunos calificaron como delirio colectivo, especialmente entre los campesinos y los obreros.
Además de megalómano, Ceausescu sentía miedo de todo. Temía que lo asesinaran o secuestraran, no confiaba en ninguno de los funcionarios del Partido, y por eso colocó a un centenar de sus familiares, cercanos y lejanos, en puestos claves del gobierno. Temía que lo traicionaran y ninguna decisión importante era tomada sin consultar previamente a su mujer.
Para evitar que lo envenenaran, hacía que un empleado probara todos los alimentos que consumía y en los banquetes oficiales en el exterior provocaba situaciones embarazosas cuando, delante de otros jefes de gobierno, uno de sus secretarios metía la cuchara en la sopa o probaba la carne o el pescado que estaban servidos sobre lujosos manteles.
Para no contraer ninguna enfermedad, dentro y fuera de Rumania, hacía que los lugares que debía recorrer fueran desinfectados totalmente, las puertas bien cerradas para evitar corrientes de aire y en sus apariciones públicas siempre era precedido de grupos de niños vestidos como en la antiguedad o como pioneros de la nueva generación a la sombra del dictador. Al final, él los abrazaba y besaba pero, por supuesto, antes los pequeños habían sido examinados para determinar si estaban totalmente sanos y merecían ese contacto físico con el ídolo.
De todos modos, con el fin de evitar cualquier riesgo, todas las noches los vestidos y zapatos usados por la pareja eran quemados. A su caída cuando los nuevos revolucionarios entraron en una de las mansiones en Bucarest, encontraron centenares de trajes y zapatos, algunos de estos con piedras preciosas en punteras y tacones. En una de sus habitaciones se encontró una pequeña cómoda en oro con valiosos objetos en su interior, como un calendario empastado en oro.
Durante su mandato recibió y entregó costosos regalos. De los que dio, muchos provenían de tesoros históricos y nacionales. Cuando estaba en el extranjero se las ingeniaba para que le regalaran lo que quería de cada país. Esos regalos (incluyendo pinturas costosas, tapetes, grifos de oro en los baños, aparatos electrónicos, etc.) desaparecerían con la huída de la pareja.
A pesar de la fama que adquirió como destructor y reformador de la zona histórica de Bucarest y otras ciudades rumanas, el dictador se complacía en construír numerosas y gigantescas residencias dentro y fuera de la capital: castillos, cabañas de caza, apartamentos que reproducían, a su manera, lo que había visto en otros países, pero echando mano del peor gusto.
Además, poseía dos yates, uno anclado en el mar Negro y listo a facilitarle una posible fuga de Turquía y el otro, sobre el lago Snagow, a 30 kilómetros de Bucarest. Contaba también con un avión para uso personal, un Boeing 737 avaluado inicialmente en más de 30 millones de dólares, un helicóptero, un tren presidencial y una estación particular no lejos de una de sus casas en Bucarest. Todo esto en un país en el que el pueblo no goza de comodidades y donde la calefacción para el invierno es un sueño inalcanzable.
Un último detalle sobre la personalidad de Ceausescu: nunca recibió salario por su trabajo. La verdad es que contaba con un crédito ilimitado en todos los almacenes y fábricas de Rumania. Podía llevarse cuanto quisiera. Ahora, tras su muerte, los rumanos no cesan de buscar tesoros en joyas y dinero que de la noche a la mañana desaparecieron, sin contar con las valiosas obras de arte que adornaban las paredes de su Palacio en Bucarest y que la odiada pareja hizo desaparecer a último momento. En fin, con Ceausescu murió el único rumano que vivió en la opulencia en los últimos 30 años.