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Alfonso López Pumarejo / Gustavo Rojas Pinilla / César Gaviria. | Foto: Revista Semana

TAUROMAQUIA

La apasionante historia de la plaza de toros

La Santamaría en Bogotá no ha solo servido para ver la fiesta brava, sino también para medir el pulso de la opinión pública en momentos claves de la vida nacional.

17 de diciembre de 2016

Cuando el domingo 22 de enero, en punto de las 3:30 de la tarde y al paso de las notas del pasodoble El gato montés, eche a andar el paseíllo, la plaza de toros La Santamaría no solo reabrirá sus puertas tras cuatro años de veda, sino que iniciará la conmemoración de 85 años de vida, entre arena y escenario político y social de Bogotá.

La Santamaría se mantiene incólume, contra el paso de los años y de las diferencias, las (viejas) partidistas y las (recientes) animalistas. La plaza, también genérico de los taurófilos, es uno de los más ricos vestigios arquitectónicos de la primera mitad del siglo XX.

Para comenzar, sobrevivió La Santamaría a su propio y complejo parto. Cada día queda más claro que Ignacio Sanz de Santamaría moría por la fiesta de los toros hasta el punto, real, de poner en riesgo su integridad, no de protagonista en el ruedo, pero sí de empresario. De hecho, levantar un anfiteatro con capacidad cercana a los 15.000 espectadores en una ciudad que en esos años apenas rondaba los 300.000 habitantes era ya de por sí suicida. Más aún cuando los ecos de la depresión del 29 se sentían con intensidad en el mundo entero.

Mejor dicho, La Santamaría pudo morir antes de nacer. El terreno, que antes eran chircales, costó 70.000 pesos de entonces, poca cosa frente a los 400.000 dólares (casi lo mismo en pesos de la época) que le costó levantarla a Ignacio.

El 8 de febrero de 1931, con el presidente Enrique Olaya Herrera como simbólica autoridad, tres toreros españoles del montón (Manolo Martínez, el Exquisito y Gallito de Zafra) cruzaron el ruedo seguidos de sus picadores, hombres desconocidos hasta entonces para la afición de los notables que vestían de paño negro y sombrero Barbisio (sus localidades costaban entre 3,30 y 2,50 pesos), o el pueblo de dril y alpargatas que buscaba puesto en los altos de sol por 50 centavos. No fue extraño que la boletería se agotara. Aparte del cine y alguna retreta, eran los toros el espectáculo popular de más arraigo, cuando el fútbol se jugaba en los clubes sociales.

En barrera, al lado del Olaya Herrera que reconquistaba el poder para el liberalismo, se sentó el expresidente conservador Carlos E. Restrepo (1910-1914), un presagio de lo que sería La Santamaría como foro político. Y a su lado tomó lugar esa obsesión con nombre propio, Ignacio Sanz de Santamaría. Su creación, aún en obra gris, ya era carne.

Solo que le duró poco. Antes de tres años, la empresa había quebrado por la debacle económica mundial y por los cálculos del propio Sanz de Santamaría sobre la supuesta existencia en Bogotá de una afición del tamaño de las de Madrid, Sevilla o Valencia, en donde lo había picado el bicho del toro bravo. Es decir, quizás sí había sed por la fiesta brava, pero no fondos para saciarla. Al final, tuvo que declararse en quiebra y no tardó mucho para que su salud se deteriorara hasta llevarlo a la tumba a finales del 33. Se confirmaba: moría por los toros.

En medio de la efervescencia de ideas que caracterizó a Colombia en esa década de los cuarenta, y con el advenimiento de la guerra civil española, La Santamaría se mantuvo como epicentro del ocio bogotano. Así, mientras fracasaban intentos de empresarios por hacer rentable el negocio, los bogotanos se convertían en conocedores de la tauromaquia, casi a nivel de mexicanos y españoles. Cosa que no ha cambiado. Desde ese momento, se formó una dinastía de aristócratas taurófilos de la cual el mayor exponente fue el recientemente fallecido Fermín Sanz de Santamaría, nieto del fundador de la plaza.

Asomaron las primeras figuras y por primera vez en la historia La Santamaría pareció buen negocio. Algunas llegaron cuando ya anunciaban su buen retiro (caso Domingo Ortega) y otras, en pleno ejercicio de sus facultades. Uno de ellos, el legendario Manolete, vino en 1946, un año antes de caer herido mortalmente en la plaza de Linares.

Desde entonces, no hay torero importante que no haya pasado por Bogotá. Desde Luis Miguel Dominguín (hoy más célebre por ser el padre de Miguel Bosé), hasta José Tomás, el más mediático de los matadores recientes, pasando por Manuel Benítez, el Cordobés, quien en la segunda mitad de los sesenta y comienzos de los setenta se dio el lujo de ser tapa de diarios y revistas en el inmenso mundo no afecto a la lidia del toro bravo.

Capítulo aparte es el de César Rincón, quien nació como novillero en La Santamaría en los ochenta y creció allí como torero, hasta adquirir el oficio que le permitió más tarde ser considerado en España como una, si no la más grande, figura del toreo de comienzos de los noventa, tras sus célebres actuaciones en la plaza de Las Ventas.

Pero mientras esa arena servía para faenas inolvidables, la política también se medía en el mismo escenario a la opinión pública, o a ese “monstruo de mil cabezas”, como lo definió Guillermo León Valencia en una célebre conferencia en la Universidad de Salamanca, en la que hizo un paralelo entre espectadores de una y otra actividad; al fin y al cabo, los mismos.

Ahí, entre manifestaciones y discursos; entre ovaciones y condenas públicas, La Santamaría ha presenciado un largo capítulo que liga esas dos actividades. Jorge Eliécer Gaitán hizo suya la plaza en su campaña para el 46. A su muerte, en la noche del 9 de abril de 1948, muchos de sus seguidores se concentraron allí a la espera de la orden que nunca llegó de marchar sobre Palacio. Una fotografía de Laureano Gómez y su esposa María Hurtado, puestos en barrera, con Gaitán dos filas atrás, resume esos momentos de la historia.

Ocho años después, el 5 de febrero de 1956, la policía política de la dictadura de Rojas Pinilla cobró a los espectadores la protesta de ocho días atrás por el brindis que un torero nacional –Joselillo de Colombia– había hecho a María Eugenia Rojas y, aún más, por las ovaciones al nombre de Alberto Lleras Camargo.

A partir de ahí, La Santamaría se convirtió durante mucho tiempo en el termómetro de la clase política. La validez de esas encuestas (cuando no había encuestas), con que la gente aclamaba o chiflaba a cuanto líder se atreviera a dejarse ver por los tendidos, jamás admitió discusión. Por ella pasaron hombres en el poder y candidatos. E Incluso, víctimas de efectos colaterales, como sucedió en febrero de 1995, cuando un ofrecimiento de la lidia de un toro por parte de César Rincón se convirtió en tubo de escape del debate al presidente Ernesto Samper Pizano y el proceso 8.000.

Entre tantas idas y vueltas, La Santamaría mantuvo su actividad sin mayores pausas, a excepción de comienzos de 2.000, cuando estuvo a punto de naufragar la temporada y la Corporación Taurina de Bogotá echar un capote. Con él, estuvo lidiando hasta 2012, cuando el alcalde Gustavo Petro abrió lo que parecía ser un espacio de discusión sobre los toros. Eso terminó siendo una flagrante violación a los derechos consignados en la Constitución. Petro, en supuesta representación de una minoría, la de los antitaurinos, atentó contra otra minoría, la de los taurinos.

Desde entonces hasta hoy, el debate ha alcanzado una gran polarización. Con dos grandes diferencias respecto al pasado. Una, la plaza, cerrada a cal y canto, ha pagado con inactividad los platos rotos. Dos, nadie es indiferente al tema y prevalece la animadversión a la fiesta brava, ya sea por convicción o por simpatía con la causa antitaurina.

Sin embargo, no es a la luz de las mayorías que este tema se ha resuelto, sino en donde debe ser, en los tribunales. Allí, en la Corte Constitucional, por acción de Felipe Negret Mosquera, la fiesta de los toros se ganó el derecho a existir en Bogotá. Y eso, un hecho político, precisamente comenzará a pasar el 22 de enero. Con un invitado insospechado, el antitaurinismo, dispuesto a lo que le garantiza la misma Constitución: a protestar, más no a impedir. Entonces, una vez más, La Santamaría volverá a ser ese epicentro de pasiones que jamás ha dejado de ser durante 85 años y quién sabe cuántos más.