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TIERRA HERIDA

El asesinato de José Raimundo Sojo Zambrano ensombrece aún más el panorama del campo colombiano.

6 de noviembre de 1995

ERA DE SU INDOLE NO SONREIR CASI NUNca, pero en cambio dejaba brotar a sus anchas ese romanticismo innato, que lo hizo famoso en su tierra, cantando hasta el amanecer boleros, incluso algunos de su propia cosecha. Sin embargo sus cualidades de intérprete y compositor, que habría podido explotar como todo un profesional -incluso alcanzó a grabar un disco-, quedarían reservadas para los ratos libres, ante un camino que tenía definido desde que era estudiante de derecho en la Universidad Nacional: la política.
Como buen barranquillero, a José Raimundo Sojo Zambrano le gustaba andar con la verdad prendida de los labios. Sin confundir la franqueza con el insulto, Sojo utilizaba con lucidez conceptual sus completos conocimientos en política, economía, agricultura y ganadería, bien para aplicar sus teorías reformadoras o bien para combatir las diversas caras de la injusticia rural, desde la violación flagrante de los derechos campesinos por parte de la guerrilla, hasta las que según él eran formas de injusticia más elaboradas, muchas de ellas camufladas bajo el manto de unas normas que Sojo consideraba más perjudiciales que benévolas para la situación agraria colombiana.
Y es que toda su vida estuvo dedicada a la defensa del campo ante los intereses particulares y al impulso del sector rural como mecanismo para el desarrollo de un país como Colombia, de profunda vocación agrícola. Tales convicciones se hicieron patentes cuando fue ministro de Desarrollo durante la administración del presidente Misael Pastrana, como presidente de la Federación de Ganaderos de Colombia -Fedegan- y como asesor de la Sociedad de Agricultores de Colombia -SAC-. Concejal y alcalde de Barranquilla, parlamentario de vieja data, su última incursión en la política ocurrió en 1994, cuando aceptó ser compañero de fórmula del entonces candidato presidencial Miguel Maza Márquez.
Durante todo este lapso, que ocupó más de la mitad de su vida, Sojo Zambrano no hizo otra cosa que defender a los campesinos colombianos hasta el punto de no tener reparos en reclamar a gritos una mayor presencia del Estado en las zonas rurales para contrarrestar las atrocidades de la guerrilla, la cual para Sojo había pasado a convertirse en una manada de indolentes criminales.
Estos indolentes criminales fueron precisamente quienes acabaron con su vida sin un ápice de verguenza, con la frialdad de los cobardes: disparándole por la espalda, justo cuando estaba haciendo un nuevo palomar en su finca de Anolaima. Un acto de barbarie que rebosó la copa de los dirigentes del gremio agrícola y ganadero, quienes ahora esperan que su asesinato no quede impune, como tantos otros que siguen proyectando gruesos nubarrones de plomo sobre el campo colombiano.