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Helen Mirren en el papel de Isabel de Inglaterra en 'Elizabeth I' (2005, HBO)

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'Juego de reinas': las mujeres que dominaron el mundo

Isabel de Castilla, Margarita de Austria, Ana Bolena e Isabel de Inglaterra fueron solo algunas de las mujeres que mandaron tronos, países y ejércitos en el siglo XVI. Sarah Gristwood presenta una biografía de un grupo fascinante de lideresas que cambió la historia del mundo.

Revistaarcadia.com
12 de febrero de 2018

Prefacio

Singular, soberbia y rápida,
la reina a su antojo se desplaza
y de cuajo arranca
a quienes a perpetrar su traición aguardan.
Tal es su fuerza frente a sus contendientes
que derroca a quienquiera que encuentre enfrente.
The Chesse Play, Nicholas Breton, 1593*

En las tierras orientales donde se jugó al ajedrez por primera vez, todas las figuras humanas eran masculinas, con el rey flanqueado por su general o consejero principal, el visir. A medida que el juego se difundió por Europa, después de la invasión árabe del siglo VIII, apareció la reina, que, no obstante, seguía siendo una figura comparativamente poco poderosa, capaz sólo de avanzar un escaque en diagonal en cada jugada. Fue en la España gobernada por Isabel I la Católica donde la reina del ajedrez adquirió el poder de movimiento casi ilimitado que se le otorga en la actualidad.

Dos libros escritos en España en los años postreros del siglo XV describen estos nuevos poderes, al aludir al «ajedrez de las damas» o «ajedrez de la reina». Ciertamente, en 1493, el traductor italiano del libro de Jacobo de Cessolis El juego del ajedrez se preguntaba si la reina podía asumir realmente los poderes del rey, «pues es poco acostumbrado en las mujeres el portar armas, a causa de su fragilidad». Dos décadas antes, la traducción al inglés de William Caxton había recalcado, por encima de todo, el «pudor» y la castidad de la reina.

Pero esos traductores nunca conocieron a Isabel, la «reina guerrera», una jugadora de ajedrez apasionada. Es probable que fuera en gran medida el ejemplo de Isabel y de las mujeres gobernantes del mundo real que la precedieron lo que finalmente se reflejó a modo de eco en el tablero.

El significado alegórico del juego resultaba evidente a sus coetáneos: fue esto, según atestiguan muchas ilustraciones, lo que lo convirtió en un elemento básico del juego del amor cortés. Pero dicho cambio de movimientos no estaría exento de polémica. El nuevo juego pasó a conocerse como el ajedrez de la reina rabiosa, scacchi de la donna o alla rabiosa en italiano y esches de la dame o de la dame enragée en francés. Pese a ello, se mantuvo.

Entre el momento en el que Isabel la Católica ascendió al trono, en 1474, y la Matanza de San Bartolomé, acaecida en Francia casi un siglo más tarde (un espanto que cercenó lealtades en todo el continente) se vivió una Edad de Reinas. Este período estuvo protagonizado por un estallido de dominio femenino rara vez igualado, ni siquiera en el siglo XX. En aquellos años nació la nueva religión reformada y tuvo lugar el amanecer del mundo tal como lo conocemos hoy, y, durante gran parte de ellos, vastas extensiones de Europa se hallaron bajo la mano firme de una reina o de una regente. La camaradería entre las gobernantes no sólo reconocía sus vínculos como mujeres, sino también su capacidad para ejercer el poder de un modo específicamente femenino.

Este libro analiza el traspaso de poder de madre a hija, de mentora a protegida, de Isabel I de Castilla a su hija, Catalina de Aragón, y de ésta a su hija, María Tudor; de la reina francesa viuda Luisa de Saboya a su hija, la escritora y reformista Margarita de Angulema, y de Margarita no sólo a su propia hija, Juana de Albret, sino también a su admiradora, Ana Bolena, y, a través de ésta, a Isabel Tudor.

A medida que progresó el siglo, las hijas de las primeras mujeres poderosas se hallaron a la vanguardia de las grandes divisiones teológicas que zarandearon el siglo XVI. La mayoría de ellas, aunque no todas, intentaron demostrar una cierta tolerancia religiosa antes de que sus esperanzas zozobraran frente a otras opiniones más extremas.

La religión ayudó a muchas de ellas a ocupar una posición prominente; y, al final, también la religión las separaría y pondría fin a la Edad de las Reinas. Con todo, la magnitud del poder que ejercieron las mujeres del siglo XVI (así como los desafíos que afrontaron) sigue siendo tanto un espectáculo como una advertencia para nuestros tiempos.

A lo largo de todo el siglo, los Habsburgo demostrarían ser unos impulsores valientes (si bien inesperados) de la autoridad femenina. Con notables excepciones, el Imperio de los Habsburgo, que en el transcurso del siglo llegó a extenderse desde el Mediterráneo hasta el canal de la Mancha y desde la magnificencia de la Alhambra hasta los cielos grises de Amberes, contó con mujeres como regentes, más que como reinas reinantes. Los Países Bajos pasaron de las manos de una duquesa gobernante a una sucesión casi ininterrumpida de gobernadoras autoritarias, cada una de ellas sobrina de su predecesora, que se prolongó durante sesenta años. La gran rival de los Habsburgo en Europa, Francia, suscribió la ley sálica, que impedía a las mujeres heredar el trono. Sin embargo, el país contaba con una formidable tradición de mujeres que ejercían el poder en nombre de un esposo ausente o de un hijo menor de edad.

Al principio de esta época, podría decirse que Inglaterra era la potencia europea menos proclive a situar a mujeres en el poder. No existía en el país una ley sálica, pero, cuando Enrique Tudor se convirtió en Enrique VII de Inglaterra, subsumió en su reclamación del trono los derechos de sangre de dos mujeres: su madre, Margarita Beaufort, y su esposa, Isabel de York. Nadie, ni siquiera esas mujeres, pareció encontrar nada extraordinario en aquel gesto. No obstante, como es bien sabido, fue en Inglaterra donde una mujer, Ana Bolena, lanzó a un país a una revolución religiosa. Y fue también en Inglaterra donde la hija de Ana se convertiría en la que quizá sea la gobernante femenina más admirada de todos los tiempos.

En cierto sentido, tal hecho da ímpetu a este libro. He escrito acerca de dos reinas Isabel, Isabel de York e Isabel I de Inglaterra, y ahora quiero unir los puntos y descubrir qué lecciones había aprendido Inglaterra en esos setenta años que le permitieron aceptar a una reina. (Y, a modo de colofón, ¿por qué luego dejó de hacerlo?) La respuesta puede radicar en Europa.

Las dirigentes femeninas de Europa extendían sus lazos de solidaridad allende las fronteras y, en ocasiones, incluso gobernaban en contra de los intereses de sus propios países. Invocaban de manera consciente su estatus como mujeres para proceder de forma diferente. En 1529, Margarita de Austria, la tía del emperador Habsburgo y regente, y Luisa de Saboya, madre del monarca francés, firmaron la célebre Paz de Cambray o Paz de las Damas, que supuso un alto en la dilatada guerra entre España y Francia. Los príncipes temían quedar deshonrados al proponer términos de paz, pero, tal como escribió Margarita, «las damas podían dar un paso al frente» en tal empresa.

Tal ideal hallaría eco durante todo el siglo. En décadas posteriores hubo varios intentos malogrados de revivir la idea de una paz de las damas. Dieciséis años antes de Cambray, de hecho en la víspera de la batalla de Flodden Field que costó la vida a su marido, la reina escocesa Margarita Tudor había manifestado su deseo de reunirse con su cuñada, Catalina de Aragón, que a la sazón gobernaba Inglaterra en ausencia de su esposo, Enrique VIII: «De habernos reunido, ¿quién sabe lo que Dios nos habría deparado?». María Estuardo siempre albergó la esperanza de lograr una paz duradera para Inglaterra y Escocia si tenía ocasión de reunirse con Isabel Tudor.

La línea de descendencia de madre a hija, tanto física como espiritual, recorre como una arteria la Europa del siglo XVI. Y las conexiones entre las mujeres forman un complejo entramado. Margarita de Austria, hija de la duquesa gobernante de Borgoña, fue enviada siendo aún una niña pequeña a la corte francesa, donde cayó bajo la influencia de la formidable Ana de Beaujeu (Ana de Francia) y, posteriormente, de adolescente, fue enviada a la corte de Castilla, donde se convirtió en la nuera de Isabel la Católica y en cuñada de Catalina de Aragón. Ya de adulta, fue instrumental en la educación de Ana Bolena.

Sin embargo, las mujeres poderosas de las últimas décadas del siglo XVI encontraron un clima muy distinto del que habían disfrutado sus predecesoras. Isabel I de Inglaterra, una de las últimas protagonistas de este relato, tiene muchas afinidades con la Margarita de Austria del principio, pero, mientras que Margarita había vivido en cuatro reinos con apenas veinte años, Isabel Tudor nunca puso el pie fuera de su tierra natal. Ninguna de ellas dio a luz a un hijo con vida, pero mientras que Margarita pasaría a los anales de la historia como «La Grande Mère de l’Europe», es sabido que Isabel prefirió que la identificaran con una virgen.

La Reforma provocó fracturas en todo el continente, al tiempo que, por otro lado, confirió a algunas de estas mujeres una fama mucho más duradera de la que de otro modo habrían conocido. Este libro nació, aunque yo no fuera consciente de ello, cuando, de adolescente, leí el clásico de Garrett Mattingly La Armada Invencible y anoté su comentario de pasada según el cual, en 1587, el año de la ejecución de María I de Escocia, habían transcurrido sesenta años desde que habían empezado a formarse los bandos religiosos, el viejo frente al nuevo, «e invariablemente, por algún quiebro del destino, había sido una mujer quien había movilizado o liderado a una facción u otra, normalmente a ambas».

En el llamado debate de la ginecocracia o del matriarcado, relativo a la adecuación de las mujeres como figuras de autoridad, dos escritores influyeron en el pensamiento político de los tiempos en una medida que requiere especial atención. Uno de ellos, obviamente, fue Nicolás Maquiavelo, cuyo El príncipe se distribuyó, al principio de manera privada, en 1513. La segunda es Cristina de Pizán, la autora francoitaliana que algunos consideran una feminista precursora: la primera mujer convertida en escritora profesional. Su obra de principios del siglo XV, La ciudad de las damas, no había perdido ni un ápice de su relevancia en el siglo XVI (y quizá pueda decirse lo mismo del XXI), tal como demuestra el interés que mostraron por ella varias de las mujeres de este relato. Ana de Beaujeu y Luisa de Saboya heredaron ejemplares de la obra de Cristina, mientras que los tres volúmenes de Margarita de Austria debieron de pasar a su sobrina, María de Hungría. Ana de Bretaña y Margarita de Austria también poseían conjuntos de tapices inspirados en La ciudad de las damas, e igual sucedía con Isabel Tudor. Perfectamente consciente del retrato que el clero hacía de las mujeres como hijas de Eva, débiles y poco fiables por naturaleza, Cristina impugna ante la justicia a «determinados autores que critican tanto a las mujeres» y señala que «escasas son las críticas a las mujeres en las leyendas sagradas y las parábolas de Jesucristo y sus apóstoles», a pesar de lo que pudieran decir los siervos de Cristo posteriores.

Maquiavelo, que retrató a la voluble Fortuna como una mujer, consideraba la guerra un primer deber de un príncipe, así como un placer. En cambio, el modelo de Cristina del gobernante virtuoso rebajaba el papel de éste como señor de la guerra (un problema práctico para una mujer, por no mencionar el tema de la tendencia pacifista innata) y recalcaba la «prudencia» que, en el concepto aristotélico, era la puerta de entrada de todas las demás virtudes. La prudencia fue una virtud que se atribuyó a la mayoría de estas mujeres, y La ciudad de las damas describía a una serie de mujeres, tanto de la historia francesa antigua como de la más reciente, que habían gobernado con éxito países o territorios.

La transmisión de la experiencia y la repetición de tropos y patrones a lo largo de todo el siglo figuran entre los temas más destacados a lo largo de este libro. La mayoría de ellos se manifiestan de manera reiterada en la narrativa, pero uno de ellos lo hace con tal insistencia que requiere mención aparte: la frecuencia con la que el debate acerca de estas mujeres poderosas se centra en sus cuerpos. Cada una de estas mujeres desempeñó un papel que excedía la función habitual de la reina consorte de ser una máquina de criar, y aun así la historia está repleta de preguntas y debates acerca de su fertilidad y su virginidad y de mujeres contra quienes se arremete simplemente poniendo en duda su castidad o atractivo. Se cuestiona incluso si no sería conveniente diferenciar entre el cuerpo natural y el cuerpo político del soberano para permitir el gobierno femenino. Tal vez ésta sea la idea subyacente al célebre discurso pronunciado por Isabel I de Inglaterra en Tilbury: «Sé que soy dueña de un débil y frágil cuerpo de mujer, pero tengo el corazón y el estómago de un rey...».

Aunque las mujeres poderosas de la Italia del siglo XV quedan tristemente más allá del ámbito de esta historia, tal vez Catalina Sforza sea la más fascinante de «quienes se salieron con la suya» (además de ser otra de las mujeres sugeridas como modelo para la nueva reina del ajedrez). Maquiavelo, que conoció a Catalina durante una visita como embajador, narró cómo, al verse asediada y con sus hijos hechos rehenes, Catalina se levantó las faldas y les mostró «sus partes genitales» a sus asediadores, al tiempo que les decía que tenía los medios para hacer más hijos si era necesario. Catalina quizá fuera única entre sus contemporáneas, pero la atención prestada al físico de las mujeres poderosas es un factor persistente.

Las comparaciones con tiempos contemporáneos son odiosas y se excluirán en la medida de lo posible de este libro. No obstante, de entre todos los momentos, en el presente no es posible ignorarlas por completo. Hace una década en el momento en el que escribo, el 19 de enero de 2006 para ser precisos, el New York Times lanzaba un cumplido de doble filo a un grupo internacional de mujeres. Se trataba, según el diario, «del grupo más interesante y consagrado de mujeres líderes» jamás reunido, «con la posible excepción de cuando la reina Isabel I de Inglaterra cenaba sola».

Mucho ha cambiado en los últimos diez años con respecto al papel de las mujeres en la esfera internacional. Pero también hay mucho que sigue sin cambiar, como la visibilidad de gran parte de la historia de las mujeres. Aparte de Isabel y sus parientes, el lector general de los países anglosajones no siempre está familiarizado con las gobernantes de la Europa del siglo XVI. En un intento por modificar eso, este libro debe contemplarse como una jugada de apertura. Pero al menos espero conseguir algo: demostrar que Isabel I de Inglaterra podía cenar en una extraordinaria compañía.

* Traducción al español de la traductora. El original dice así: «The Queene is queint and quick conceit, / Which makes hir walke which way she list, / And rootes them up, that lie in waite /To work hir treason, ere she wist / Hir force is such, against her foes, / That whom she meetes, she overthrows». (N. de la t.)

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