Cultura
De Cartago a Nueva York: tejidos del Valle que cruzan fronteras
Las bordadoras de Cartago reivindican un oficio ancestral que viste la identidad de una región. Su legado hoy se exhibe en el mundo de la mano del diseñador Miguel Becerra, quien encontró en ellas el alma de la moda colombiana.
Siga las noticias de SEMANA en Google Discover y manténgase informado

El sonido del hilo atravesando la tela es casi un susurro. En cada puntada hay una historia, un gesto de amor y resistencia que se repite desde hace generaciones en Cartago, un rincón del Valle del Cauca donde las manos de las mujeres parecen bordar la memoria del país. Entre agujas, calados y tejidos, el tiempo se detiene para rendir homenaje a un arte que no solo viste cuerpos, sino también sueños.
Entre el murmullo del taller y el brillo de los hilos de colores, nació la Asociación de Mujeres Bordadoras de Cartago, un colectivo que convirtió la herencia de las abuelas en una fuente de vida, dignidad y orgullo. La maestra Mercedes López, una de sus fundadoras, ha dedicado décadas a enseñar el arte de las puntadas tradicionales. Para López bordar es un acto de felicidad y plenitud: una forma de vivir el presente, de dar forma a las emociones y de contar historias del territorio. En sus manos, cada diseño refleja el paisaje vallecaucano, los samanes que bordean los caminos, los colores del atardecer o las aves que sobrevuelan el parque lineal de su ciudad.
Su voz, pausada y firme, tiene la misma cadencia que sus puntadas. En su taller, donde los bastidores reposan junto a madejas de hilo y cajas de agujas, cada tela guarda el inicio de una historia. Hay flores, alas, corazones, paisajes y figuras que parecen cobrar vida con la luz de la tarde. “El bordado es emoción”, suele decir, “una manera de mirar el mundo con paciencia”.
Blanca Fonseca, líder de la Asociación de Mujeres Bordadoras del Valle, comparte ese mismo sentido del oficio como un acto de resistencia. Su historia está marcada por la perseverancia. Aprendió el arte de su madre y de su abuela, quienes bordaban por encargo cuando Cartago aún era un pequeño pueblo de calles empedradas y costumbres quietas. Con los años, entendió que ese talento debía trascender los muros del hogar. “Ha sido un reto enorme”, admitió, “pero el amor al trabajo manual ha sido suficiente para continuar este legado y compartirlo con quienes desean aprenderlo”.
Gracias a su liderazgo, la asociación ha crecido y formado nuevas generaciones de artesanas, logrando reconocimiento en universidades y escuelas de diseño. En su casa-taller, las risas se mezclan con el sonido de las agujas. Las mujeres llegan con sus hijos, preparan café, conversan y bordan. Ese espacio se ha convertido en un refugio y también en una trinchera desde donde se preserva un legado cultural que, de otro modo, estaría condenado a desaparecer.
Bordados para el mundo
Durante mucho tiempo, el bordado fue un arte silencioso, relegado a la intimidad. Las bordadoras trabajaban a la sombra, sin firmar sus piezas ni recibir crédito por su destreza. Fue necesario que alguien lo mirara con otros ojos para que se reconociera su verdadero valor. Ese alguien fue el diseñador Miguel Becerra, quien llegó al norte del Valle en busca de inspiración para un traje artesanal y encontró mucho más que una técnica: una comunidad.
Conocer a Fonseca y a las bordadoras lo llevó a entender que en esas telas caladas y bordadas a mano se escondía una parte del alma del país. Desde entonces, su trabajo se entrelazó con el de ellas en una relación que transformó tanto su visión creativa como la historia de la asociación.

“Con ellas comprendí que la moda no solo se diseña con tela, sino con identidad y memoria”, recordó Becerra. A partir de ese momento comenzó un movimiento que combina la tradición con la innovación, haciendo visible el talento artesanal del Valle en pasarelas internacionales.
De esa unión nació ‘Chingona’, una colección que fusionó la fuerza de la mujer latinoamericana con la delicadeza de las puntadas vallecaucanas. En cada prenda, el bordado de Cartago se une con la estética mexicana y andaluza, creando un lenguaje universal que celebra la resiliencia y la belleza femenina. Para Becerra esas piezas son “un homenaje a las mujeres que cruzan fronteras sin moverse, a las que se reconstruyen desde el dolor y, aun así, se ven divinas”.
Las bordadoras no solo aportaron su técnica; también su historia, fuerza y manera de mirar el mundo. Por eso, cada vestido lleva algo más que hilo y aguja, lleva horas de conversación, de silencios compartidos, de aprendizajes transmitidos entre generaciones.
En los talleres de Cartago el oficio se vive como una ceremonia. Las mujeres se sientan frente a la tela, preparan los hilos con paciencia y repiten los movimientos con precisión casi musical. La luz natural entra por las ventanas y se refleja en los hilos dorados, lilas y esmeraldas. En el aire hay calma, pero también concentración.
Puntadas que sanan
El bordado, más que una técnica, es una meditación colectiva. “Nos enseña paciencia, nos conecta con otras personas, reduce la ansiedad y el estrés”, dijo López, quien lo ha enseñado como terapia ocupacional, ayudando a mujeres mayores, jóvenes y hasta personas privadas de la libertad. Durante siete años impartió clases en la cárcel Nuestra Señora de las Mercedes, donde el hilo se convirtió en símbolo de esperanza. “El bordado reconstruye tejido social”, dijo con orgullo. “Ver a alguien aprender una puntada y hacerlo mejor que uno mismo es el mayor logro”, añadió.
El impacto del trabajo de estas mujeres ha trascendido los límites del taller. Gracias a la alianza con Miguel Becerra sus creaciones han llegado a ferias de Miami, Houston y Nueva York. Pronto se exhibirán en una tienda en los Hamptons. No se trata solo de exportar piezas, sino de compartir una manera de entender el mundo. Afuera, los vestidos con calado cartagüeño son admirados como obras de arte; adentro, cada prenda es un símbolo de resistencia y orgullo.
“Afuera se valora enormemente lo artesanal”, dijo Becerra. “Es tiempo de que en Colombia también entendamos su verdadero valor.” Para Fonseca, el mayor desafío sigue siendo que el oficio sea reconocido no solo como arte, sino como un trabajo digno y sostenible. “Queremos que las nuevas generaciones se enamoren del bordado, que lo vean como una profesión bien remunerada y no como un pasatiempo”, afirmó.
Esa renovación ya está ocurriendo. En Cartago, las jóvenes reinterpretan las técnicas tradicionales: el calado, el encaje de renacimiento, el bordado brasileño con nuevos colores y materiales. En lugar de flores y hojas, algunas bordan paisajes urbanos, rostros, animales o mensajes sociales. El bordado se vuelve un lenguaje contemporáneo que conversa con la moda, el arte y la identidad. “Con las puntadas básicas de siempre, las jóvenes reinterpretan lo actual”, explicó López. “Ellas traen frescura, color, nuevas ideas. El bordado evoluciona, pero no pierde su alma”.

El arte del bordado, como la vida misma, está hecho de constancia, de horas en silencio y de la fe en el resultado final. En ese proceso, las bordadoras también aprenden a sanar. Muchas de ellas han encontrado en la aguja una forma de sobrellevar duelos, dificultades económicas o pérdidas familiares. Cada puntada es un acto de amor propio, una manera de afirmarse frente al mundo. Por eso, en cada tela terminada hay algo de milagro: una historia que venció el olvido.
Las bordadoras de Cartago han demostrado que la tradición puede ser vanguardia. Sus piezas no solo adornan, sino que narran la historia de un territorio diverso, resiliente y profundamente femenino. Miguel Becerra lo resumió con una frase que parece también una declaración de gratitud: “Ellas bordan el alma del Valle”.
Hoy, en el corazón del Valle del Cauca la tradición sigue viva entre flores, samanes y risas. Las bordadoras trabajan en grupo, se acompañan, se inspiran. Sus hilos son como raíces que entrelazan generaciones. “De nosotras depende que esto no se pierda”, dijo Fonseca. Y tiene razón: mientras haya alguien que borde, el Valle seguirá hablando.
En cada puntada hay un acto de fe. En cada hilo, una historia que resiste el olvido. Y en cada prenda que viaja por el mundo, la huella de las mujeres que un día tomaron una aguja para transformar su destino. Cartago no solo borda telas sino el futuro. Y en ese tejido infinito, se escribe también la historia de un país que aún se cose a sí mismo.
