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Solo en Pensilvania un informe del Tribunal Supremo documentó más de 1.000 casos de de abuso y violación cometidos por miembros de la Iglesia católica de ese estado. El informe indica que todo ocurrió con complicidad del obispo Donald Wuerl, quien encubrió varios episodios.

ESCÁNDALO

Pederastia en la iglesia: la Iglesia católica toca fondo

Con el escándalo de abusos, la Iglesia católica vive uno de sus momentos más difíciles de la edad moderna. ¿Qué pasa? ¿No será mejor que se casen los curas?

25 de agosto de 2018

No creo que allá (en el Vaticano) ellos entiendan que no es solo una continuación de la crisis de los abusos sexuales en Estados Unidos. Este (el de Pensilvania) es un capítulo diferente. Debería haber gente en Roma contándole al papa esta información; pero no hay, y este es uno de los grandes problemas en este pontificado… y está empeorando”. Habla un hombre de la casa, de la Iglesia: Massimo Faggioli.

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Profesor de teología en la Universidad Villanova y fundador de un instituto para el catolicismo y la ciudadanía, está sobrecogido, como millones de católicos de a pie en el mundo. Este no es un caso cualquiera, a juzgar por las dramáticas revelaciones sobre los alcances de la pederastia más otras conductas punibles cometidas en esa diócesis por unos 300 religiosos (aunque pueden ser más) que dejan más de 1.000 víctimas. Menos, cuando durante casi 70 años allí reinó el encubrimiento bajo códigos de complicidad y silencio al más alto nivel. Faggioli exige más que simples respuestas de Roma.

Josh Shapiro, fiscal de Pensilvania, contó el 14 de agosto en rueda de prensa lo que su equipo de investigación encontró tras dos años de trabajo. Las víctimas se estremecieron ante el testimonio.

Y es que cuando el fiscal de Pensilvania Josh Shapiro salió el 14 de agosto a contar en una rueda de prensa lo que él y su equipo de investigación han encontrado tras dos años de trabajo, comenzaron unos efectos en cadena que aún no terminan.

Los fieles solo piden “transparencia y rendición de cuentas, lo único que salvará a la Iglesia".

El primero de ellos, el repudio. Las confesiones demuestran el grado de perversidad de los autores y cómo aprovecharon en forma mayúscula la indefensión de los abusados. Por ejemplo, un sacerdote enfrenta acusaciones según las cuales violó a una niña de 7 años mientras la visitaba en un hospital por una operación de las amígdalas. Otro obligó a un niño de 9 años a que le hiciera sexo oral “y después lavó la boca del menor con agua bendita para purificarlo”. A otro religioso –señalado una y otra vez por la comunidad de perseguir a menores y de abusar de ellos– lo trasladaron nada menos que a una iglesia de Disney World.

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La Iglesia ha recurrido con frecuencia a ese tipo de ‘soluciones’ internas en Pensilvania y en otros lugares. E, incluso, los compañeros de oficio ofrecen a los culpables un extraño grado de ‘comprensión’. En especial impactó a los investigadores el caso de una niña embarazada tras la violación de la que fue objeto. El autor, un sacerdote, se puso al frente de la tarea de que ella abortara. “Este es un momento muy difícil en tu vida y me doy cuenta de lo mal que te sientes. Yo también comparto tu pesar”, le escribió un obispo no a la víctima, sino al responsable.

Si eso puede interpretarse como una imperdonable solidaridad de cuerpo, el hecho de que algunos miembros de una comunidad religiosa crearan una especie de cofradía de abusadores alarma aún más. Así pasó, como lo confesó uno de los testigos, cuando varios niños de parroquias de Pensilvania comenzaron a portar cadenas idénticas con cruces en oro. Simbolizaban que ya habían sufrido abusos.

Por todo esto, Pensilvania debería convertirse en un punto de quiebre para la Iglesia católica tras los penosos hechos de Boston, Chile o Canadá, entre otros. Allí, en esos lugares, las denuncias de medios y de organizaciones civiles dejaron en evidencia a abusadores y sus eventuales protectores, pero las medidas internas de la Iglesia no fueron las más ejemplares.

Está el caso del cardenal Bernard Law quien estuvo durante 18 años al frente de la arquidiócesis de Boston. Una y otra vez, Law hizo oídos sordos a las denuncias de la comunidad y de los medios sobre las prácticas pederastas de cerca de 100 religiosos a su cargo. Ya con el agua al cuello por las evidencias aportadas por Spotlight, la célebre investigación del Boston Globe que ganó el Pulitzer y que dio pie a la película ganadora del Óscar en 2016, Law renunció a su cargo ante el papa Juan Pablo II en diciembre de 2002. Pese a los llamados de la justicia de Estados Unidos, donde vivió algún tiempo en un monasterio, el cardenal eligió guardar silencio, protegido por su investidura. Tampoco habló en Roma, donde ejerció como arcipreste de Santa María La Mayor. Y en 2005 participó en el cónclave que eligió a Benedicto XVI. Law murió en diciembre del año pasado y el entonces decano del colegio cardenalicio, Angelo Sodano, celebró sus exequias en la basílica de San Pedro con asistencia del papa Francisco y la plana mayor del Vaticano.

A Francisco lo han acusado de no hacer lo suficiente para acabar el problema. En enero, los chilenos lo abuchearon.

En Chile, la situación también fue de mal en peor. De hecho, la gira de Francisco por ese país terminó en desastre en enero. Las multitudes brillaron por su ausencia y el ambiente estuvo cargado de señalamientos. Un nombre, Juan Barros, empañó lo que bien hubiera podido ser una victoria en términos apostólicos. Barros apareció al lado del papa en la gira, pese a que era pública su condición de encubridor del violador y pederasta Fernando Karadima, aquel cura emblemático que durante años estuvo al frente de la parroquia El Bosque de Santiago. Francisco ofreció las excusas en Roma a los denunciantes de Karadima y de Barros, a la par que pedía la renuncia en masa de los obispos chilenos.

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El costo de los escándalos no es menor en términos de desprestigio y de confianza, menos en una sociedad que, a diferencia del pasado, tiene mayor información a la mano. Y los 300 religiosos (o más) de Pensilvania, o el centenar de Boston, o la cofradía identificada en Chile (que se hacían llamar entre sí “la abuela”, “las tías”, “las hijas y “las sobrinas”) resultan pocos frente a los no menos de 5.000 obispos y los casi 450.000 sacerdotes que ejercen en los cinco continentes. Por eso el papa Francisco enfrenta un reto inmenso: ¿qué hará para detener, de verdad, un fenómeno del que ni siquiera se conoce la dimensión?

Porque ¿es acaso solo un accidente la presencia en templos y centros de formación de tantos delincuentes? Posiblemente no. Los expertos dicen que los pederastas no se hacen en el curso de su ejercicio profesional o, en este caso, sacerdotal. “Es un hecho que personas con ese tipo de inclinaciones busquen actividades que les faciliten tener a chicos y chicas cerca. Es muy difícil dar con un pedófilo que trabaje en un hogar geriátrico”, dice un especialista.

Los casos de pederastia son de larga data, y la mayoría de las víctimas son personas mayores que hasta ahora la Iglesia les pidió perdón. 

Y hay otro punto de eterno debate, sobre el que la Iglesia católica y sectores de la sociedad actual siguen dando vueltas: ¿hay alguna relación entre la condición de célibe y la posibilidad de que esa restricción desemboque en pedofilia? La ciencia niega tal vínculo. Pero está claro en cambio que a los pedófilos les interesa ser sacerdotes para tener más cerca a sus presas.

Aunque también hay teorías acerca de que una necesidad básica no satisfecha como es la sexualidad dispare en célibes alguna inclinación por la pederastia. ¿Sería más sano entonces un ejercicio sacerdotal con familia, es decir, esposa, hijos, como otras religiones? Probablemente no evitaría que suceda lo que está pasando, pero quizás sí reduciría el número de casos.

Esa será solo una hipótesis mientras la Iglesia católica mantenga vigente ese principio que se remonta al Concilio de Elvira del año 306 y ratificado en el Concilio de Nicea, año 325. Por ahora, el debate se concentra en una Iglesia demasiado indulgente consigo misma; o mejor, con sus representantes. Indulgencias que en el pasado, cuando cualquiera podía limpiar los pecados con dinero, llevaron a Martín Lutero en el siglo XVI a hacer cama aparte.

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Está claro que tras los hechos de Pensilvania los días por venir no serán fáciles para Francisco, quien hasta el momento de escribir esta nota solo se ha pronunciado por medio de un comunicado. Más aún, como dice Terry Mckiernan, fundador de Bishopaccountability.org (una ONG que tiene catalogados los abusos), los fieles solo piden “transparencia y rendición de cuentas, lo único que salvará a la Iglesia”. Porque, como dijo alguien, poco cambiará mientras los incriminados en pederastia, y otras violaciones, consideren mejor caer en manos del señor obispo que en las del señor fiscal.