Home

Mundo

Artículo

Los detenidos en las prisiones dirigidas por la CIA fueron sometidos a abusos físicos y psicológicos que tenían como fin acabar con su voluntad. Algunos, sin embargo, murieron durante las torturas. | Foto: archivo SEMANA

MUNDO

El escándalo de las torturas de la CIA

El informe que reveló las torturas perpetradas por la agencia creó una tormenta política de consecuencias insospechadas.

13 de diciembre de 2014

Prisioneros con las piernas rotas obligados a permanecer de pie por horas y días. Amenazas de ataques sexuales contra la madre de los detenidos para obligarlos a hablar. Sesiones de ahogamiento controlado (waterboarding) repetidas una y otra vez. Reos privados del sueño por más de una semana o aislados en cajas diminutas durante casi dos meses. Sospechosos muertos de frío tras dormir a la intemperie o debido a los golpes que les asestaron sus verdugos...

Los anteriores son algunos de los hechos registrados en el informe de la Comisión de Inteligencia del Senado de Estados Unidos sobre las torturas de la CIA, publicado el martes. El documento muestra que el catálogo de abusos cometido por esa agencia es mucho peor de lo que reveló Amnistía Internacional en 2003, cuando se conocieron las fotos infames de las vejaciones cometidos en la prisión de Abu Ghraib. En su momento, el gobierno del entonces presidente George W. Bush expresó un tímido mea culpa por los horrores cometidos, pero le achacó la responsabilidad a manzanas podridas dentro de la institución y evitó explícitamente utilizar la palabra ‘tortura’, describiendo las vejaciones como ‘abusos’.

El informe muestra, sin embargo, que las torturas continuaron durante seis años más y pone en evidencia que su aplicación fue caótica. A su vez, critica su secretismo extremo, pues pone en evidencia que los exdirectores de la CIA George J. Tenet, Porter J. Goss y Michael V. Hayden le mintieron sistemáticamente al Congreso, la Casa Blanca y los medios de comunicación sobre la dinámica de las detenciones y sobre los resultados de las ‘técnicas de interrogatorio reforzadas’ (el eufemismo empleado para hablar de las torturas). De hecho, en el prólogo del informe señala que el documento –elaborado por la senadora demócrata Dianne Feinstein y sus colaboradores– “se origina en una investigación sobre la destrucción de la CIA de videos de interrogatorios de detenidos, que se inició en 2007”.

El documento –que consta de 6.700 páginas y cuya elaboración tomó cerca de cinco años– comienza por señalar que el programa de la CIA se puso en práctica cuando aún humeaban los restos de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y se extendió hasta principios de 2009, cuando concluyó por una orden ejecutiva del presidente Barack Obama. También concede en las primeras páginas de su resumen ejecutivo –la única sección desclasificada y accesible a los medios y al público general– que tras los atentados de las Torres Gemelas “los estadounidenses estaban traumatizados por la noticias de nuevos planes terroristas y (...) esperábamos nuevos ataques contra la nación”.

Sin embargo, el documento es enfático al subrayar que el programa que la CIA desarrolló en esos momentos cruciales “violaba la ley estadounidense, las obligaciones contenidas en los tratados internacionales y nuestros valores”. El retrato que hace de esa agencia es en efecto el de una entidad por fuera del control político, que le ocultó a todo el mundo datos claves de su funcionamiento como el número real de detenidos en las cárceles donde se torturaba, la cantidad de personas sometidas a vejaciones o la eficacia de los interrogatorios para prevenir otros ataques terroristas o atrapar a la cúpula de Al Qaeda. Al respecto, el texto niega que la información recabada mediante torturas haya servido para atrapar a Osama bin Laden, uno de los argumentos esgrimidos con mayor frecuencia para justificar los abusos de la CIA.

A su vez, el informe muestra que esa agencia estadounidense descartó las señales de alarma que lanzaron varios de sus agentes, perturbados “hasta el punto de romper en llanto y de tener un nudo en la garganta”. Por el contrario, los directivos de la entidad emitieron una orden que conminaba a sus subalternos a no poner por escrito sus reticencias sobre la legalidad del programa. “Ese lenguaje no es útil”, escribió en un correo en 2002 el jefe del Centro Antiterrorista (CTC, por su sigla en inglés) de la CIA de ese entonces, José Rodríguez. Y al respecto, es relevante que –junto con unos pocos agentes que participaron en las torturas de Abu Ghraib– el único estadounidense que está tras las rejas por este asunto es John Kiriakou, el agente que en 2007 denunció la brutalidad con la que se estaba tratando a los prisioneros.

En cambio, el informe de la senadora Feinstein revela que para su programa de torturas la agencia confió en oficiales con graves manchas en su hoja de vida, y llegó a contratar hasta el 85 por ciento de los servicios. Y entre la multitud de subcontratistas, se destacan James E. Mitchell y John B. Jessen, dos psicólogos expertos en coerción física y mental, que diseñaron el esquema de interrogatorios y torturas con base en la idea de llevar a los reos a la “indefensión adquirida”.

“Nuestro objetivo era alcanzar el estado en el que se quiebra cualquier voluntad o habilidad del sujeto de resistirse o negarse a suministrarnos información (de inteligencia) a la cual ha tenido acceso”, dicen Mitchell y Jessen en un cable reproducido en el informe, que precisa además que la agencia les dejó a ellos mismos la responsabilidad de autoevaluarse (se pusieron notas sobresalientes). Y pese a no contar con ningún tipo de experiencia cultural o lingüística relevantes, su empresa Mitchell, Jessen & Associates recibió cerca de 80 millones por sus polémicos servicios. Todo lo cual contrasta con el hecho de que hasta comienzos de la década pasada la CIA rechazaba oficialmente la tortura física y psicológica con base en la tesis ampliamente aceptada según la cual estas “no producen inteligencia”, pues es muy probable que los torturados digan lo que su verdugo quiera escuchar para que el dolor cese. Consecuentemente, el documento detalla operaciones basadas en datos extraídos con esas técnicas que terminaron en fracaso.

Previendo la avalancha de críticas, el expresidente George W. Bush se desmarcó de cualquier crítica hacia la agencia y dijo el sábado pasado en una entrevista con CNN que los agentes implicados “son patriotas, y diga lo que diga el informe, si disminuye sus contribuciones a nuestro país, estará muy fuera de lugar”. Dick Cheney, el vicepresidente de Bush durante sus dos mandatos y uno de los más fervientes defensores del programa de torturas fue más directo y afirmó el miércoles en una entrevista con Fox News que había hecho lo necesario para que el país siguiera siendo seguro y, con su usual tono confrontador, afirmó que “el informe está lleno de mierda”. Una conclusión que comparten muchos republicanos, para quienes el informe de la senadora Feinstein tiene como fin enlodar tanto a la CIA como al legado de la administración de George W. Bush.

En un contexto de fuerte división partidista, ese texto podría alimentar las llamas de la discordia y politizar cualquier reflexión sobre sus conclusiones. Como dijo a SEMANA Loch K. Johnson, profesor de ciencias políticas y autor del libro Secret Agencies: U.S. Intelligence in a Hostile World, “los republicanos necesitan reconsiderar su apoyo irracional a cualquier medida que tenga que ver con la seguridad nacional y darse cuenta de que la imagen internacional de los Estados Unidos es lo que en última instancia va a determinar si Washington es un líder o un paria en el ámbito mundial”.

En ese sentido, el reporte sobre las torturas ejecutadas por la CIA contiene una conclusión que puede ser de provecho para los políticos dispuestos a superar sus barreras ideológicas. “La mayor lección de este informe es que independientemente de las presiones y de la necesidad de actuar (ante las amenazas), las acciones de las agencias de inteligencia siempre deben reflejar lo que somos como nación, y adherir a nuestras leyes y estándares”.