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TURQUÍA

El sultán contra Europa

Detrás de los ataques a Holanda y otros países europeos está el deseo del presidente de Turquía de perpetuarse en el poder y de dar marcha atrás a la modernización de su país.

18 de marzo de 2017

En menos de cinco días, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, llamó “nazis” a los holandeses, dijo que ese país es “una república bananera” y, tras romper relaciones diplomáticas, echó de Ankara a su embajador. Cuando los líderes de la Unión Europea (UE), Alemania y otros países del Viejo Continente le pidieron moderar su tono, los acusó de “apoyar a los terroristas”, dijo que Europa estaba “muy enferma”, y amenazó con romper el pacto migratorio que firmó con Bruselas a principios de 2016 para detener el flujo de personas hacia suelo comunitario.

En principio, la explicación de esos ataques es sencilla y tiene que ver con que Erdogan está haciendo campaña para el plebiscito que convocó para el 16 de abril. Ese día, los turcos decidirán si cambian el sistema parlamentario vigente desde 1923 por uno presidencialista, lo que multiplicaría el poder del mandatario y le permitiría gobernar hasta 2029. Y como las encuestas muestran que en Turquía los votos están muy divididos, la verdadera puja se ha desplazado a esos países europeos, donde hay una diáspora muy numerosa que tiene doble nacionalidad y podría inclinar la balanza en una u otra dirección. En los Países Bajos viven cerca de medio millón de turcos y en Alemania, unos 4 millones.

De hecho, los comentarios antieuropeos de Erdogan tienen que ver con la decisión de esos y otros países europeos de prohibirles hacer proselitismo en su territorio a los miembros del gobierno de Ankara. El sábado, el primer ministro holandés, Mark Rutte, le impidió al canciller turco, Mevlut Cavusoglu, aterrizar en su país para participar en un mitin. Y el domingo, las autoridades le negaron la entrada a la ministra de la Familia, Fatma Kaya, que venía de hacer campaña en varias ciudades de Alemania. Eso llevó a Ankara a hablar de una grave violación de los derechos humanos de sus representantes diplomáticos.

Pero ahí no terminó la cosa. El lunes decenas de jóvenes turcos gritaron ¡Alá es grande! y protagonizaron manifestaciones violentas en el centro de Róterdam, que la Policía solo pudo dispersar con cañones de agua. Y durante toda la semana un escuadrón de hackers turcos atacó las cuentas de Twitter de organizaciones como el Parlamento Europeo, Amnistía Internacional (AI) y Unicef, y también de medios de comunicación como la BBC, Forbes, Reuters y Die Welt.

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La punta del iceberg

Los ataques, las mentiras –y ahora los ‘hackeos’– son moneda corriente en todas las campañas políticas y la experiencia enseña que, una vez superados los comicios, las cosas vuelven a la normalidad. Sin embargo, las palabras del presidente turco y las acciones de sus seguidores son de tal magnitud y sus implicaciones tan profundas, que hay varias razones para pensar que sus consecuencias irán más allá de la coyuntura electoral y que las tensiones no van a cesar tras los comicios.

En primer lugar, porque Erdogan se está jugando el todo por el todo en ese referendo, lo que en la práctica significa que tanto dentro como fuera de sus fronteras la consigna informal de su gobierno es recurrir a cualquier método para conservar el poder. Pues aunque sus seguidores afirman que el referendo es un paso necesario para estabilizar el país, sus detractores han denunciado que se trata de una movida para acabar con la oposición y darle un poder absoluto sobre Turquía. Y razones no les faltan, pues el fallido golpe de Estado de julio de 2016 disparó las tendencias autoritarias de Erdogan, que decretó el estado de emergencia, suspendió la Convención Europea de Derechos Humanos y desencadenó una campaña de represión que aún no ha cesado.

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Según el último informe de AI, desde entonces las autoridades han detenido a unas 10.000 personas, muchas de las cuales han sufrido palizas, violaciones y otras torturas. A su vez, el gobierno ha despedido a cerca de 90.000 empleados públicos en “una caza de brujas a escala nacional”, y ha perseguido a la prensa independiente en una forma sin precedentes, que incluye la censura de 20 portales web, el cierre de 25 medios de comunicación y la persecución judicial de medio centenar de periodistas.

En segundo lugar, los ataques a Europa no solo son una estrategia de supervivencia política, sino también la expresión más clara del carácter nacionalista y ultrarreligioso que de unos años para acá Erdogan le ha dado a su gobierno. Esa situación se ha expresado en una creciente polarización de la sociedad turca, en la participación de elementos islamistas es su gobierno, en la exclusión de las mujeres de la vida pública, y más recientemente en un alejamiento de la UE.

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Y eso significa dos cosas trascendentes. Por un lado, que el actual gobierno de Ankara no solo está abandonando, sino que le está metiendo la reversa a l proceso emprendido hace casi un siglo por el fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk, que incluyó abolir el califato del Imperio Otomano, poner al islam bajo el control del Estado (que quedó secularizado), adoptar los usos y costumbres de Occidente (entre ellos el alfabeto y la vestimenta), y garantizar la igualdad de los sexos.

Por el otro, que ha llegado a su fin el proceso por el cual Turquía buscaba integrarse a la Unión Europea. Pues aunque su candidatura sigue oficialmente en pie, tanto en ese país como en el resto de Europa han crecido barreras que han puesto en el retrovisor esa posibilidad. Como dijo a SEMANA Soner Çagaptay, director de los estudios sobre Turquía del Washington Institute, “los islamistas antieuropeos y los europeos antimusulmanes creen que hay un choque de civilizaciones entre el islam y los valores europeos, y que ambos deben vivir en órbitas separadas”.

Y eso explica que Erdogan haya concentrado sus ataques en Holanda, pues en ese país las elecciones del miércoles estuvieron marcadas por los comentarios del populista Geert Wilders (ver recuadro), que comparó el Corán con Mi lucha de Adolf Hitler, propuso un veto antimusulmán como el de Trump, y envió por YouTube un mensaje para advertir a todos los turcos que “no son bienvenidos en Europa” y que su país “nunca hará parte de la UE”. En buena medida, Erdogan sabía que los más excluidos de la comunidad turca en el continente son un terreno fértil para su discurso.

En el pasado, esa estrategia polarizadora le ha dado excelentes resultados, y muchos de sus seguidores piensan que solo un hombre fuerte y con todo el poder puede sacar a Turquía de su crisis económica y social. Aunque las elecciones de Holanda no salieron como los extremistas querían y muchos se ilusionan con un ocaso del populismo de derecha, existe una gran diferencia entre los países europeos y Turquía. Mientras que en los primeros los principios democráticos siguen en pie, en el segundo todo el aparato estatal está organizado para perpetuar a Erdogan en el poder.

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“Jesse we can!”

La cara de la victoria en las elecciones de Holanda es un joven con ideas progresistas que viene de una familia de origen marroquí.
El miércoles en la noche un suspiro de alivio recorrió las principales ciudades europeas. El populista eurófobo Geert Wilders no solo sacó muchos menos votos de los previstos, sino que el Partido Verde triplicó el número de escaños. Y eso es muy relevante porque su líder, Jesse Klaver, de 30 años, hizo una campaña en la que rechazó las ideas populistas del ‘Trump holandés’ (como se conoce a Wilders) al tiempo que insistió en que las fortalezas de su país son su carácter abierto y tolerante. “Mi mensaje para todos mis amigos de la izquierda: no traten de engañar a la gente. Defiendan sus principios. Sean honestos. Ayuden a los refugiados. Defiendan a Europa. Estamos ganando fuerza. Podemos detener el populismo”. En buena medida, su mensaje de esperanza y de reconciliación recuerda al de Barack Obama en 2008. Pero por su edad y su aspecto físico, la prensa lo ha comparado con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau. Y por lo visto, a Klaver le agrada la comparación.