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Soldados estadounidenses requisan a un hombre cerca de Kandahar, en el sur, donde arrecia la violencia

AFGANISTÁN

Prueba de fuego

Cuando la guerra con los talibanes anda de mal en peor, las elecciones afganas se convierten en peligroso examen para los planes de Barack Obama en la región.

15 de agosto de 2009

El ataque que le costó un pie al fotógrafo español Emilio Morenatti recordó una vez más los peligros que acechan en las carreteras de Afganistán, ese país que después de ocho años en guerra se prepara para ir a las urnas el 20 de agosto. Morenatti, que acompañaba a una unidad del Ejército estadounidense, viajaba el pasado miércoles en un vehículo blindado Striker en la sureña provincia de Kandahar, cuando una bomba casera estalló al paso de su convoy. Todos los ocupantes resultaron heridos, pero el español llevó la peor parte.

La noticia impactó a la colonia de periodistas en Kabul que se preparan para cubrir los comicios. “Estas cosas siempre son un desagradable recordatorio, como cuando se hunde un pesquero o se produce la explosión de una mina. Cada profesión tiene sus miedos y sus fantasmas”, escribió Ramón Lobo, el enviado especial del diario El País de España en la capital afgana. Pero la violencia no se limita a los comunicadores o los militares extranjeros. Las principales víctimas son miles de afganos en un momento en que los ataques de la insurgencia talibán, decidida a boicotear las elecciones, golpean cada vez más zonas del país.

Se calcula que cada día muere un soldado occidental, cuatro policías afganos y ocho civiles. Y el parte de guerra de los estadounidenses, que aportan más de 60.000 de los casi 100.000 soldados extranjeros en Afganistán, no es prometedor. El lunes, The Wall Street Journal publicó en su primera página un reportaje titulado ‘Taliban now Winning’ (algo así como ‘los talibanes están ganando’) donde el general Stanley McCrystal, el comandante de las fuerzas en Afganistán, admitía que “es un enemigo muy agresivo en este momento. Tenemos que detener su impulso, parar su iniciativa. Es un trabajo duro”.

La guerra se libra en condiciones extremas, con una temperatura sofocante que alcanza los 50 grados. Los analistas ya se refieren a la primavera y el verano afgano como la “temporada de combates”, y la de este año ha sido especialmente sangrienta. Con 43 bajas norteamericanas, julio ha sido el peor mes desde cuando Estados Unidos invadió el país en octubre de 2001.

Afganistán, un país fraccionado en etnias y tribus, nunca tuvo un verdadero poder central y es conocido como la “tumba de los imperios”. En su historia reciente, la resistencia armada a la invasión de la Urss duró 10 años, dejó un millón de muertos y fue, para algunos, el comienzo del fin soviético. Después vino una sangrienta guerra civil que se saldó con el ascenso de los talibanes. Bajo ese régimen, Al Qaeda encontró refugio en ese paisaje montañoso. Y así llegaron los ataques del 11 de septiembre de 2001, que provocaron la contundente reacción del gobierno de George W. Bush, que derrocó a los talibanes en menos de tres meses. Por años, la guerra en Afganistán fue casi invisible para la opinión pública estadounidense desde cuando esa fase inicial concluyó en 2002. Ya no.

El presidente Barack Obama se juega gran parte de su prestigio en ese montañoso país. Después de la aparente victoria en aquel entonces, Bush puso en su mira a Irak y retiró buena parte de las tropas y recursos de Afganistán. Obama prometió hacer precisamente lo contrario: iniciar la retirada de Irak para volver a concentrarse en lo que considera el frente central de la guerra que heredó de su antecesor. Hoy ese frente no es sólo Afganistán sino también la frontera con Pakistán, un ‘paquete’ que los analistas ya abrevian como Af-Pak. Y aunque Obama no provocó el desastre, ya es un lugar común hablar en los medios estadounidenses de “la guerra de Obama” e incluso los más pesimistas la etiquetan como “el Vietnam de Obama”. Muchos expertos creen que, en el largo plazo, el costo de la campaña en Afganistán eclipsará por mucho el de la guerra en Irak.

En todo caso, la nueva estrategia de Washington, además de aumentar el número de soldados, le apunta a que surja un gobierno afgano capaz de liderar la reconstrucción. Y el curso de la guerra depende de la credibilidad de estas elecciones.
Aunque el actual gobierno afgano es débil, impopular y corrupto, el presidente Hamid Karzai parte como favorito en los comicios. En 2002, Karzai fue nombrado a dedo por Washington para liderar el gobierno interino. Se dice que hablaba por teléfono dos veces a la semana con Bush. Después, prácticamente sin oposición, ganó las elecciones de 2004 con el 54 por ciento de los votos.

Miembro de la mayoritaria etnia Pastún, Karzai ha sobrevivido a varios intentos para asesinarlo y por momentos pareció convertirse en un símbolo de unidad. Pero su balance no es prometedor. Los talibanes han recuperado el control de grandes porciones de territorio, la producción de amapola se ha incrementado y la corrupción campea. Según el escalafón de Transparencia Internacional, Afganistán pasó del puesto 117, en 2005, al 176, lo que lo convierte en el quinto país más corrupto del mundo. Además Karzai tiene dudosos lazos con varios ‘señores de la guerra’.

El apoyo estadounidense al Presidente ya no parece tan sólido. En su audiencia de confirmación, la secretaria de Estado Hillary Clinton habló de un “narcoestado” con un gobierno  “apestado por su limitada capacidad y extendida corrupción”.

Su principal rival es el ex canciller Abdulá Abdulá, quien ha hecho una intensa campaña. Aunque su padre es pastún, es considerado de la minoría tajik, lo que se podría convertir en un obstáculo. Para varios observadores, el descontento podría impulsarlo a forzar una segunda vuelta si Karzai no consigue más de la mitad de los votos.

El tercero en disputa es el ex ministro de finanzas Ashraf Ghani, también pastún, quien goza de buena reputación y diplomas en prestigiosas universidades estadounidenses, pero escaso apoyo popular. Aunque sus posibilidades son mínimas, su apoyo podría ser clave, pues tiene contactos de alto nivel y eventualmente podría inclinar la balanza.

El resultado de las elecciones tardará varios días y sus consecuencias son imprevisibles. Muchos temen que, en medio de la ofensiva talibán, una abstención alta facilite un fraude masivo. La campaña de Abdulá ha advertido que sus seguidores no reconocerán una victoria de Karzai en primera vuelta, lo que ha recordado la reciente experiencia del vecino Irán, donde la percepción de una elección fraudulenta desató rabiosas protestas y una peligrosa inestabilidad.

Washington tiene la esperanza de que las elecciones sean un hito que represente un giro en la situación. Parte de la estrategia es entrenar a las fuerzas armadas locales para garantizar los comicios y eventualmente sostener un ejército afgano de 250.000 soldados. No todos comparten esa idea. Para Ann Jones, autora de Kabul en invierno, “Estados Unidos  ha tomado los comicios como la oportunidad y la excusa para una expansión sin precedentes del Ejército afgano y las fuerzas paramilitares, sin mencionar la afluencia de más y más tropas norteamericanas. No estamos democratizando Afganistán. Lo estamos militarizando”.

Elizabeth Gould, autora de documentales y libros sobre Afganistán, también expresó a SEMANA sus temores: “Van a terminar por convertir a Afganistán en otro Estado militar, que es uno de los problemas que ya existe en Pakistán, donde los intereses están regidos por los militares”. Hay un consenso en que la guerra no se puede ganar exclusivamente en el terreno militar. Se necesita construir un Estado. Las elecciones pueden dar pistas de qué tan empantanado está ese propósito.