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Este año el gobierno federal finalmente decidió atacar el tabú al lanzar un programa de prevención y lucha contra la pobreza | Foto: SEMANA.

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¿Cómo es ser pobre en Suiza?

En Suiza, uno de los países más ricos del mundo, al 10 % no le alcanza para vivir. Así viven los pobres en la tierra de los bancos.

Nathan Jaccard, periodista de SEMANA
30 de septiembre de 2013

Comer mal, lo que sea. No enfermarse nunca. Dormir en un par de metros cuadrados. Nunca ir al cine, tampoco comer por fuera y olvidarse de las vacaciones. Vivir con unas monedas en el bolsillo. Marie siempre está al límite: “Nos contentamos de poco, con lo que tenemos, pagamos lo esencial, nada de lujos, nada”.

Marie no vive en una barriada de Dakar, en una favela brasileña o en un edificio decrépito de Bucarest. Marie vive en Suiza, un país que muchos se imaginan cubierto de oro y de cajas fuertes, lleno de Heidis millonarias que manejan convertibles. Aunque muchos no lo sepan, e incluso no lo crean, detrás de los clichés hay pobreza en Suiza. Según la asociación católica Caritas, en el país entre 700.000 y 900.000 personas viven como Marie, es decir, casi 10 % de la población.

Pequeña, orgullosa y llena de energía, Marie se rebela. Detrás de la postal “hay muchos pobres, pobres de verdad”. Miles de madres solteras, de jubilados, de desempleados, de extranjeros e incluso trabajadores viven con menos de 2.350 francos suizos por mes. En Colombia son 4 millones y medio de pesos, una fortuna. Pero en Suiza, uno de los países más caros del mundo, eso apenas alcanza para salir adelante. En el corazón del primer mundo la mayoría tiene que aprender a arreglárselas.

Al acecho

En el Espacio de las Solidaridades en Neuchâtel, una ciudad de 31.000 habitantes, Louis Droz, un  cincuentón calvo y de barba trenzada, cuenta que “mucha gente va a los mercados, para recuperar las frutas, las verduras dañadas”. Corinne Saurant va aún más lejos.

Dice que “ser pobre es casi un trabajo, por la noche la gente gasta horas escrutando los cupones, buscando las promociones de último minuto en el supermercado. Siempre están al acecho”. Es responsable de la tienda Caritas de Neuchâtel, un espacio donde, gracias a acuerdos con productores, distribuidores y supermercados, la canasta familiar es 50 % más barata. Un milagro en un país donde la alimentación cuesta 32 por ciento más que en la Unión Europea.

Más allá de sus precios, el establecimiento se parece a cualquier tienda de barrio: buena iluminación, muchos productos e incluso música de supermercado. “Todo está hecho para que la gente venza la vergüenza de venir. Escogemos con mucho cuidado el sitio donde ponemos el local, tiene que ser accesible, pero no en una calle principal o frente a la estación de tren. Hay que proteger esta gente de la mirada de los demás. Pero ojo, no regalamos nada. Vendemos, aunque sea a bajo precio. La gente paga, son clientes, no es la misma relación” explica Saurant.

Un centenar de personas vienen a diario a la tienda Caritas, en la que la facturación aumenta 10 a 15 % cada año, una prueba de que las necesidades son reales.

La pobreza psíquica

Patrick Bersot también conoce el problema. En 2000 fundó el Espacio de las Solidaridades y recuerda: “Cuando empecé me preguntaron lo que esperaba. Contesté que quería que el espacio cerrara pronto. Un sitio como este no debería existir”. Su deseo no se cumplió. Al contrario, en 2008 el Espacio se instaló en una casa grande de Neuchâtel y cada día más de cincuenta personas vienen a almorzar comidas calientes y equilibradas por solo cinco francos.

El sitio tienen dos funciones: la reinserción social a través del trabajo y ofrecer un espacio de socialización, pues según Patrick, la pobreza también es “psíquica, depresiva, solitaria”. Después de 13 años en el frente de la batalla, aún le sorprende encontrar tanta gente “destruida por la vida”. Pierre Alain es uno de ellos. Por años fue técnico relojero en empresas tan prestigiosas como Rolex o Montega. Pero de pronto su vida naufragó. Empezó a ver mal, subió de peso, sintió un cosquilleo en sus miembros.

El diagnóstico fue brutal: sufría de una polineuropatía, una enfermedad que ataca los nervios y acabó con su principal herramienta de trabajo: la sensibilidad de sus manos. Cobró unos meses el seguro de desempleo y poco a poco terminó relegado al rol de inválido. “Pensé que no tenía ningún futuro, no tenía nada, estaba en el fondo de una cama de hospital, veía todo negro. Tuve mucho miedo, mi vida se derrumbó de repente”.

Cuando iba a llegar a los 50 años, le tocó reinventar una nueva vida. “Pagué caro por algunos errores, pero se volvió un combate personal. Es fácil bajar los brazos, pero decidí avanzar”. Pierre Alain volvió a trabajar en el Espacio de las Solidaridades, y descubrió su pasión por la cocina. Acaba de matricularse para ser cocinero profesional y dice con emoción: “Acabo de salir del sistema social, soy pasante. No me molesta estar en esta posición con 52 años, uno necesita valor. Todo lo que pueda agarrar, lo agarro. Pero soy de nuevo libre, y eso es una motivación increíble”.  

Los pobres no se pueden enfermar


Con facturas promedio de 680 francos por persona por mes (1,4 millones de pesos), Suiza el tercer país de la OCDE donde la salud es más costosa. Una suma enorme cuando los hogares están al límite. Angela Oriti, que lidera los programas nacionales de la Ong Médicos del Mundo, dice que el problema golpea sobre todo los inmigrantes sin papeles, que les da miedo ser denunciados, pero también hay suizos y cada vez más españoles y portugueses que huyen la crisis en sus países que tienen que buscan ayuda para curarse.

Para Felipe Monroy, joven colombiano que estudia cine en Ginebra y quien estuvo sin papeles tres años, la ecuación es sencilla: “cuando uno está en mi situación, uno no se enferma. Eso no es posible. Tuve una úlcera, vomitaba sangre. Solo me la cuidaba con agüitas aromáticas, omeoprazol y bobadas. Después de una semana fui al hospital. Todavía no he pagado la factura de 700 francos, no puedo”.

Su experiencia es amarga. Si la pobreza que golpea los suizos es dura, para los extranjeros es dramática. Cuando llegó, acumulaba todos los obstáculos: no sabía francés, no tenía visa, no tenía dinero, estaba a la merced de todos los atropellos: salarios por debajo de 10 francos por hora, meses que nunca le cancelaron con la amenaza de “si no le gusta quéjese con la policía” e incluso tentativas de abuso sexual.

Dice nunca haber tenido tanta hambre como en Ginebra, una de las ciudades más prósperas del mundo. “En Colombia mi familia no tenía mucha plata, pero siempre no las arreglábamos para tener un plato de arroz”. Y es que muchos piensan que en el país del chocolate y de los relojes todo es idílico. Según Oriti, “en Suiza pocos son conscientes del problema, nadie reacciona, hay un problema de visibilidad, es más fácil negar el problema y afirmar que no existe”. A tal punto que su organización consigue con más facilidad fondos para sus proyectos en Haití que para combatir la pobreza en Suiza.

Un tabú todavía invisible

Este año el gobierno federal finalmente decidió atacar el tabú  al lanzar un programa de prevención y lucha contra la pobreza. Está dotado de un presupuesto de nueve millones de francos (19.000 millones de pesos), pero según Caritas “es poco frente al tamaño del problema”. Tal vez deberían escuchar a Marie: “Me costó mucho aceptar ser pobre. Pero a uno no le puede dar pena, ni que hubiera robado. Si no decimos nada, si no nos quejamos, si hacemos como si el problema no existiera, si le decimos amén a todo y dejamos que nos impongan todo, nunca vamos a conseguir nada”.

Este reportaje fue realizado gracias a una invitación de la asociación EQDA. En una mirada cruzada de norte a sur, nueve parejas de periodistas de Suiza y del resto del mundo exploraron el tema “el planeta humanitario” para celebrar los 150 años del CICR. Para saber más: www.eqda.ch.