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‘La batalla de Waterloo’ por William Sadler y ‘Napo-león cruzando los Alpes’ por Jacques-Louis David.

ANIVERSARIO

La batalla decisiva

Hace 200 años se libró la batalla de Waterloo. SEMANA recuerda las causas de la derrota que envió a Napoleón al exilio definitivo y analiza su legado.

13 de junio de 2015

Esta semana, en la llanura de Waterloo, unas 250.000 personas asistirán a partir del martes a la reconstrucción de la batalla más importante del siglo XIX. Con un presupuesto cercano a 7 millones de euros y 5.000 actores uniformados, 300 caballos y 100 cañones, los organizadores no han escatimado esfuerzos. Las familias reales del Reino Unido, Holanda y Bélgica confirmaron su asistencia. Francia, sin embargo, no ha mostrado el más mínimo interés en el evento y a menos de una semana del bicentenario su único representante será el embajador en Bélgica. La derrota de Napoleón el 18 de junio de 1815 sigue siendo un tema de fricción para los europeos.

La historia del siglo XIX no puede entenderse sin la figura de Napoleón Bonaparte, ese militar corso que no solo se autoproclamó emperador de los franceses, sino que se convirtió en la bestia negra que amenazaba a Europa. Tras varios éxitos iniciales como las batallas de Ulm y Austerlitz, la fallida invasión de Rusia y una serie de derrotas habían frustrado su ambición de unificar el continente bajo la tutela gala. Caída París ante la alianza conformada por sus enemigos, se había visto obligado a abdicar el 6 de abril de 1814 y a recluirse en la isla de Elba. Pero su prisión sería fugaz. El 26 de febrero de 1815 se evadió con un puñado de hombres y se lanzó a recuperar la gloria perdida. Su ejército crecería en el camino a la capital, pues era tal su popularidad que hasta los hombres que enviaba el rey Luis XVIII para atacarlo terminaban inclinándose ante él con gritos de “Viva el emperador”.

Su pueblo lo recibió enardecido y mientras Luis XVIII emprendía la huida, el corso volvió a subir al trono. En el afán de recuperar su proyecto militar y calculando el impacto político de una victoria inmediata, decidió optar por una estrategia ofensiva. Sería el principio de la campaña de los ‘Cien días’.

Al enterarse de su fuga, las potencias europeas convocaron el Congreso de Viena, decretaron a Napoleón fuera de la ley y le declararon la guerra. Nació entonces la Séptima Coalición por la cual los imperios británico, ruso y austriaco, y los reinos de Prusia, Suecia, Países Bajos, España y los Estados alemanes armaron una poderosa alianza de 186.500 hombres. Cada uno de sus miembros cumplía un rol fundamental pero la estrategia era sencilla: el duque de Wellington esperaba afianzarse sobre el terreno y desangrar al ejército francés. Así, Wellington debía acercarse a París desde Bruselas, el mariscal Blücher y sus tropas prusianas protegerían el flanco izquierdo, el primer ejército austriaco comandado por el general Schwarzenberg atacaría desde la Selva Negra, el general Frimont avanzaría con sus austriacos e italianos por la Riviera para amenazar Lyon y el conde Barcláy de Tolly al mando de las tropas rusas debía penetrar el territorio francés por vía fluvial, a través del Rhin. Tenían previsto reunirse en París tras la victoria.

La estrategia de Napoleón, por su parte, consistía en derrotar a Wellington y a Blücher por separado antes de que los demás ejércitos pudiesen llegar a reunirse, pues de no ser así su inferioridad numérica sería catastrófica. Pretendía marchar sobre Bruselas y retomar el control de la región con su ejército de veteranos. Sin embargo, una combinación de mala suerte y un gran error del genio militar le costaría su imperio y decidirían el destino de Europa.

La batalla

Aunque los franceses ganaron los primeros enfrentamientos del 16 de junio en Ligny y Quatre Bras, tanto los prusianos como los británicos lograron retirarse a tiempo aunque la red de espionaje de Napoleón quedó destruida. Esto sería crucial para el desenlace de la batalla.

Wellington sabía que las tropas prusianas estaban a solo 13 kilómetros, en Wavre, y que acudirían en su ayuda en cualquier momento. Decidió permanecer en Waterloo y librar la batalla al día siguiente con su ejército de 68.000 británicos, holandeses, belgas y alemanes. Y aprovechó para ubicarse en una posición defensiva ideal situando a sus hombres fuera de la vista y del alcance de las balas enemigas mientras que Napoleón, desde su cuartel general en la Belle Alliance, no tendría ninguna visibilidad. Efectivamente, el emperador no tuvo ninguna información sobre los movimientos de sus enemigos hasta la noche del 17 y estaba convencido de que el ejército prusiano estaba batiéndose en retirada perseguido por las tropas de Emmanuel de Grouchy. Sin embargo, el 18 de junio de 1815 Napoleón lo arriesgaría todo en una peligrosa apuesta final.

La lluvia arreció durante la madrugada del 18 de junio y al amanecer los campos de Waterloo estaban inundados. El arma letal de los franceses, la artillería, ya no tendría el mismo efecto pues sus pesados cañones se hundían en el lodo y era imposible desplazarlos. A pesar de la desventaja táctica, el emperador no tenía más remedio que atacar con sus 72.000 hombres. Pero en vez de lanzarse al alba, Napoleón optó por esperar a que se secara el suelo. A las once y media de la mañana, el emperador atacó el castillo de Hougoumont. Él no lo sabía, pero los 30.000 hombres de Grouchy, que hubieran sido fundamentales en Waterloo, marchaban sin sentido en pos del ejército prusiano. Durante todo el día se libraría una feroz batalla sin tregua, y entre demostraciones de audacia de ambos bandos, el paso de las horas solo trajo muerte y zozobra.

El desenlace

La victoria parecía indecisa hasta que llegó el ejército de Blücher y le dio un giro a la historia europea. Los aliados atacarían entonces a la Guardia Invencible, el comodín del emperador. Y entre nubes de pólvora sucedería algo insólito: los 1.500 británicos que estaban cuerpo a tierra se desplegaron en un santiamén y la Gu ardia Invencible retrocedió por primera vez. Cuenta la leyenda que entonces el general Cambronne habría exclamado: “La guardia muere pero no se rinde”.

A partir de ese momento el frente francés comenzó a desarticularse. Y la batalla se le salió de las manos al caer la noche. Los últimos en retirarse fueron los veteranos de la guardia personal de Napoleón y los aliados persiguieron a los franceses hasta sus tierras. Los vencedores forzarían entonces al emperador a abdicar por última vez el 22 de junio de 1815. Seis años después moriría en el exilio en la lejana isla de Santa Helena, envuelto en la desesperanza. Sus restos fueron repatriados y hoy reposan en un enorme monumento especialmente construido al efecto en París.

El legado

Tanto sus detractores como sus admiradores reconocen que el gobierno del ‘Pequeño Cabo’ dejó un legado duradero. Por ejemplo, con su Código Civil, que se convirtió en uno de los más influyentes de la historia. También con sus reformas educativas, que constituyen hoy la base del bachillerato francés. Sin embargo, el mayor impacto de su gobierno fue político y se puede leer a través de las consecuencias de Waterloo.

Esa batalla definió el destino de Europa y cambió el curso de la historia. Primero, porque la destrucción del ejército napoleónico significó que ya nadie podría oponerse a la dominación británica de los mares. Como le dijo a SEMANA Peter Hicks, autor de El imperio napoleónico y la nueva cultura europea, “la superioridad física, moral, geográfica y financiera que le dejó la victoria al Reino Unido convirtió a su Imperio en la primera potencia mundial hasta bien entrado el siglo XX”.

A su vez, la batalla favoreció el control ruso de buena parte de Asia, y le permitió a Moscú convertirse en un protagonista de los asuntos europeos. De hecho, la derrota de Napoleón supuso el surgimiento de una estructura dominada por la Santa Alianza, que además de consolidar los imperios de Rusia, Austria y Prusia, trajo un periodo de paz inédito en el Viejo Continente.

Waterloo también desencadenó el proceso que llevaría a las unificaciones de Alemania e Italia. Allí, durante todo el siglo XIX se gestó una reacción popular a esos poderes imperiales, alimentada por los ideales revolucionarios que los franceses llevaron a toda Europa. Y como si lo anterior fuera poco, el resultado de la batalla fue determinante para la monarquía española, pues impidió que la Reconquista progresara en tierras americanas. “Si Napoleón hubiera ganado, la historia moderna de Europa y América Latina podría haber sido bastante diferente”, le dijo a esta revista Alexander M. Martin, especialista en el siglo XIX, de la Universidad de Notre Dame en Indiana.

Pero tal vez el mayor legado del 18 de junio de 1815 fue demostrar que la cooperación europea puede lograr mucho más que un líder carismático. Y hasta la fecha esa lección no ha sido olvidada.