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Bernardo Jaramillo Ossa, asesinado el 22 de marzo de 1990, era candidato a la Presidencia por la Unión Patriótica. Tenía 35 años. | Foto: ARCHIVO PARTICULAR

ANIVERSARIO

25 años después de la muerte de Jaramillo y Pizarro

Hace un cuarto de siglo fueron asesinados los líderes: Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. ¿Algún día gobernará la izquierda?

4 de abril de 2015

Eran jóvenes, carismáticos, y como candidatos a la Presidencia, representaban la posibilidad de ponerle fin al bipartidismo y darle paso a una democracia pluralista. Pero fueron asesinados en el camino por las fuerzas oscuras que cada tanto emergen en Colombia. Hace 25 años cayeron Bernardo Jaramillo Ossa, el 22 de marzo de 1990, y Carlos Pizarro Leongómez, el 26 de abril. El primero baleado en el aeropuerto; el segundo, en pleno vuelo, bajo los tiros de un sicario suicida.

Jaramillo, de 35 años, lideraba a la Unión Patriótica, un movimiento amplio que había surgido del proceso de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc a mediados de los ochenta. Para 1988, cuando hubo las primeras elecciones populares de alcaldes, la UP emergió por primera vez, como un verdadero tercero en la disputa. Se llevó 19 alcaldías directamente y 95 en coalición con otros movimientos, 18 diputados y 368 concejales; y era una amenaza para los gamonales tradicionales de muchas regiones.

Pero también había quedado en una situación incómoda y fatal, pues el proceso de paz se había roto dos años atrás, las FARC se habían duplicado en tamaño y la guerra insurgente iba en ascenso. La UP quedó en la mitad de la nefasta combinación de las formas de lucha para llegar al poder y que combinaba la guerra y la política. Una combinación a la que Jaramillo, paradójicamente, venía oponiéndose desde las entrañas mismas de su movimiento, pues había criticado abiertamente a la guerrilla, y entendía que esta era un lastre para que la UP pudiera llegar al poder. Además, esa peligrosa relación equivalía a ponerle un ‘Inri’ a quienes como él, asumieron candidaturas. No en vano, dos años atrás había sido asesinado Jaime Pardo Leal, el primer candidato a la Presidencia que tuvo la UP.

Pizarro, de 38 años, por su parte, representaba la esperanza de la paz. Hacía apenas 48 días había dejado las armas, y se había lanzado a la contienda política, primero en una simbólica campaña a la Alcaldía de Bogotá que lo puso en un increíble tercer lugar, y luego marcando como candidato presidencial con una tendencia ascendente.

Si la UP se había hecho fuerte en regiones afectadas por el conflicto social, donde empezaban a correr ríos de sangre por el enfrentamiento entre guerrillas y los nacientes paramilitares, la AD-M19, movimiento que surgió de los acuerdos de paz con el M-19, despertaba cierta simpatía de sectores urbanos y de clase media. Ambos estaban lejos aún de ganar unas elecciones, pues juntos apenas sumaban el 10 por ciento de la intención de voto ese año, pero sus carreras apenas estaban empezando, y brillaban como líderes renovadores en medio de la peor crisis institucional que ha vivido Colombia, del narcoterrorismo de Pablo Escobar, y del fracaso del primer intento serio de paz.

A ambos los mataron, se sabe hoy, una alianza macabra de sectores del narcotráfico de raigambre reaccionaria; organismos de seguridad del Estado obtusos en su anticomunismo; gamonales de pueblo que vieron amenazados sus feudos; y paramilitares al servicio de todos los anteriores. Esta alianza los veía como un peligro real, por ser de izquierda, y porque la sombra guerrillera gravitaba sobre ellos; en el uno como trasescena; en el otro, como pasado reciente.

Con estos crímenes se le ponía fin al experimento de la apertura política en la que se habían empeñado los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco. Pero al frustrarse esta apertura democrática cambió el rumbo de la izquierda en la política.

El asesinato de Jaramillo fue el clímax del exterminio de su movimiento, que alcanzó en los años noventa a tener más de 3.000 miembros asesinados, hasta que languideció sin remedio. Las FARC nunca admitieron su gran cuota de responsabilidad en este trágico episodio, pues pusieron de carne de cañón a su influencia política, mientras arremetían con las balas contra medio país. Tomaron el exterminio de la UP como el leiv motiv de su declaratoria de guerra prolongada.

Cuando la UP agonizaba, las FARC rompieron lazos con los movimientos políticos que históricamente la habían rodeado, como el Partido Comunista, y se lanzaron a construir un movimiento clandestino, el PC3, y el movimiento bolivariano, ambos en función de la guerra, de ganar el poder, ya no en las urnas, sino por las armas.

La AD-M19 también fue muriendo aunque por razones menos sangrientas. En las elecciones para la Constituyente alcanzó una tercera parte de la votación, lo cual mostraba su potencial de crecimiento. En las siguientes elecciones tuvo relativo éxito en el Congreso, y luego vino una dispersión que fue reduciendo su presencia nacional hasta que desapareció del todo.

Algunos de los líderes más representativos del M-19 se volcaron a alcaldías y gobernaciones, bajo programas socialdemócratas, y tuvieron notable éxito. Tal fue el caso de Antonio Navarro, quien fue primero alcalde de Pasto, luego senador y gobernador de Nariño, y quien se ha mantenido a lo largo de este cuarto de siglo como la figura más importante de la centro-izquierda. Pero la falta de una verdadera organización política y de un proyecto político de envergadura nacional los llevó a la mínima expresión. Hasta que llegó Uribe.

Apertura, pero de la guerra


A mediados de los noventa, sin UP y sin AD-M19, la guerra tomó el lugar de la política, y se convirtió en el mayor sabotaje al espíritu participativo que encarnaba la nueva Constitución. Las FARC arreciaron con tomas de pueblos, el secuestro, los ataques a bases militares, y el asesinato de todos aquellos que representaran al Estado. Solo en Caquetá, la guerrilla exterminó a todo un clan del liberalismo, los Turbay; y a principios de la década pasada masacraron concejales, mataron alcaldes, secuestraron congresistas y gobernadores, y prohibieron y constriñeron elecciones en todos sus territorios, para destruir el Estado.

Mientras tanto Carlos Castaño, y las AUC hacían lo propio, matando a los líderes ya no solo de izquierda, sino incluso a los de centro, y a los movimientos cívicos e independientes de las regiones. A finales de los noventa consolidaron su propia estrategia de control político, con pactos regionales que les garantizaron el control férreo de las instituciones locales.

El fracaso de los diálogos del Caguán dio el retoque final a ese mapa político que fue moldeando una guerra sucia y bárbara. En 2002, cuando ya la esperanza de la paz estaba destrozada por las acciones violentas de la guerrilla y la tenaza paramilitar, ya la opinión pública del país había virado hacia la derecha. Una mayoría aplastante quería mano dura, y eso era lo que ofrecía Álvaro Uribe Vélez, quien ese año resultó electo con el 56 por ciento de los votos, en primera vuelta.

Colombia resultó ser, en ese momento, una excepción en un continente que estaba girando, casi todo, hacia la izquierda. Uribe movió el péndulo ideológico en Colombia, y la izquierda tuvo que asumir posiciones mucho más de centro, para seguir vigente.

Sin embargo, fue también en ese lapso que resurgieron algunas figuras de la izquierda tradicional: Luis Eduardo Garzón, curtido sindicalista, logró un impensable triunfo en la Alcaldía de Bogotá en 2003, y Angelino Garzón, también sindicalista, la Gobernación del Valle. Ambos habían crecido en la órbita comunista, y sobre todo Lucho representaba un partido que se posicionaba como una tercera fuerza, e incluso, como una verdadera opción de poder, el Polo Democrático Alternativo.

Desde entonces el Polo se ha mantenido en el poder en Bogotá, con un balance muy pobre y su crecimiento ha sido limitado en el resto del país. Desmovilizados los paramilitares, se suponía que la izquierda podría tener un mayor éxito en las elecciones locales. No ha sido así, en buena medida, por el conflicto, y sus secuelas. Y en parte por las propias luchas intestinas de la izquierda, sobre las que gravitan, aún hoy, las ambiguas posiciones en torno a la lucha armada de las guerrillas.

En 2006, cuando Uribe se hizo reelegir, el Polo estaba en la cresta de la ola, con Carlos Gaviria –fallecido esta semana– como figura rutilante, que obtuvo un segundo lugar con 2.600.000 votos. Pero luego vino la debacle de Bogotá, en cabeza de Samuel Moreno, también del Polo y con Gustavo Petro, cuya deficiente gestión ha desgastado el entusiasmo que suscitaba la izquierda años atrás.

Una realidad se ha hecho incontrovertible en la última década: aunque la izquierda sigue siendo hostigada, sus líderes más representativos no han sido asesinados. Gaviria, que fue sin duda quien más lejos llegó como candidato opositor, murió a los 77 años en un hospital, y no a tiros, como Jaramillo y Pizarro. Algo ha cambiado en Colombia en este cuarto de siglo.

¿Una nueva apertura?


La huella de la violencia en la democracia es devastadora. Así parecen entenderlo tanto las FARC como el gobierno en La Habana, y le han dedicado todo un capítulo de los acuerdos a una nueva ‘apertura democrática’. El fin de la guerra, si se firma, debería desatar, según el libreto de la transición que se está escribiendo en Cuba, una nueva ola de participación y un escenario privilegiado para que crezca una izquierda democrática, desarmada, y para que la ‘izquierda social’ hoy en auge, tenga espacios políticos. Pues la negociación se trata justamente de eso, de cambiar las armas por los votos.

Que esa apertura democrática se haga realidad depende de varias condiciones. Primero, de que la guerrilla juegue limpio y vaya, sin armas, y sin las viejas mañas del autoritarismo, a una competencia donde tenga garantías, pero en la que la tendrá dura por los rencores y antipatías que cultivaron en las últimas décadas de violencia.

Segundo, de que no vuelvan a la acción ni el paramilitarismo, ni las difusas fuerzas oscuras. Este es un interrogante que seguirá abierto mientras no se esclarezca cómo fue la guerra sucia y sobre todo, qué tanto participaron sectores del Establecimiento y del Estado en ella.

Tercero, de que el sistema político se libere de los lastres de corrupción y clientelismo. Y que la derecha radical opte también por las vías civilistas. Este es el punto más difícil de todos, pues la guerra sucia en Colombia está hecha no solo de ideología sino de intereses criminales.

No deja de ser paradójico que en un momento en el que la paz se avizora por primera vez en estas tres décadas como una opción real, la izquierda esté en un mal momento. El Polo Democrático está más entretenido en disputas internas, y acaba de perder a su gran referente ético y político, Carlos Gaviria.

La idea de que en el mediano plazo Colombia pueda tener un presidente de izquierda no es descabellada pero hoy no se vislumbra: no hay movimiento a la vista, ni líderes con el encanto de Pizarro y Jaramillo. Ni los atributos intelectuales y políticos de un Carlos Gaviria.