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César Rodríguez Garavito, autor del libro ‘Adiós río’. | Foto: Erick Morales

ENTREVISTA

‘Adiós río’, la crónica de un desarraigo

El libro narra cómo una comunidad embera fue desarraigada por la construcción de la represa de Urrá y la violencia.

César Paredes, periodista de SEMANA
5 de marzo de 2013

El día en que el río se convirtió en represa comenzaron a desaparecer las costumbres, los mitos, el amor por la naturaleza, la cultura, la vida misma del pueblo embera. Hace 20 años comenzó la tragedia, cuando el río Urrá, en Córdoba, dejó de ser la fuente de subsistencia de los pobladores de la región y se convirtió en una represa. De esa historia se ocuparon César Rodríguez Garavito y Natalia Orduz, cofundador e investigadora de DeJusticia, respectivamente, en el libro recién publicado 'Adiós río'.


Con tono de reportaje, la investigación da cuenta de cómo desconocer la consulta previa, derecho de las comunidades indígenas, tiene consecuencias nefastas no sólo para los grupos étnicos, sino también para el medio ambiente. El libro habla del origen, las causas y las consecuencias del proyecto hidroeléctrico que arruinó la vida de una comunidad. Es la muestra de una historia repetida en varias regiones de Colombia en donde se conjugaron intereses económicos, el proyecto paramilitar y la connivencia de los políticos locales.

Semana.com habló con Rodríguez, quien explicó cuál es la moraleja de esta historia.

Semana.com: ¿Por qué escogieron el caso de la represa de Urrá para examinar lo que ha pasado con la consulta previa?

César Rodríguez Garavito:
La importancia de este caso es doble. Hace ya 20 años que se construyó la represa, lo cual nos permitió observar lo que pasa en un período de tiempo cuando no se hace la consulta. El Estado no consultó, a pesar de que tenía la obligación de hacerlo, y los indígenas embera katíos fueron golpeados duramente. Esa ventana de dos décadas permite sacar conclusiones contundentes sobre los impactos ambientales, culturales y sociales que tiene la violación de ese derecho. Además, Urrá es un ícono de los conflictos socioambientales que se han multiplicado a medida que los países han optado por un modelo económico minero-energético, y en los que ha aumentado la presión sobre territorios. Es como un grano de arena de una playa.

Semana.com: ¿Les sorprendió que 50 años después de que comenzaron los estudios para crear la represa, la situación de los pobladores de esa región siga igual?

C. R. G.:
No, la situación del pueblo indígena no es igual, ha empeorado dramáticamente, al punto de dividirlos, reducir su población y provocar su desplazamiento masivo a distintos lugares. Lo que encontramos es que Córdoba tiene índices de concentración de tierras iguales a los de la mitad de siglo pasado, que fue cuando se comenzó a hablar de la construcción de la represa y que la ganadería extensiva y de monocultivo ha profundizado ese patrón de desigualdad e ineficiencia del aprovechamiento de los recursos.

Semana.com: ¿Qué intereses confluyeron en la construcción de la represa?

C. R. G.:
Confluyeron varios intereses: la clase política de Córdoba estuvo históricamente interesada en la construcción de Urrá; terratenientes y ganaderos veían en el proyecto la solución a las inundaciones periódicas (que se debían en parte a la destrucción masiva de humedales, manglares y ciénagas por cuenta de campesinos y colonos) y la expectativa de los habitantes de la región, que consideraban la represa fuente de energía eléctrica estable. Y por último, en entrevistas algunos jefes paramilitares reconocieron que la represa se convirtió en el símbolo del modelo de desarrollo que querían sacar adelante.

Semana.com: ¿Qué se perdió?

C. R. G.:
La cohesión, la viabilidad política y física del pueblo embera que habitaba los ríos Sinú, Esmeralda, Verde, donde se construyó la represa. Se perdió la oportunidad de mantener la biodiversidad. Durante el lanzamiento del libro una comentarista recordaba lo que Kimy Pernía, uno de los líderes asesinados por haberse opuesto a la represa, decía: “Los embera no son ciegos ni se oponen al desarrollo, pero sí se oponen al desarrollo ciego”.

Semana.com: ¿Qué pasó cuando la Corte Constitucional ordenó indemnizar a los embera porque el Estado no consultó el proyecto?

C. R. G.:
Cuando la Corte intervino en el año 98 ya el daño estaba hecho. No tuvo otro remedio que reparar, de la manera imperfecta como lo hace el derecho, que es con dinero, para tratar de reparar el daño hecho. Sin embargo, la reparación individual que ordenó fue contraproducente porque no fue para proyectos comunitarios. El golpe cultural que ya habían recibido fue magnificado por el efecto disolvente del dinero que fue malgastado y acabó por meter a los indígenas en la economía convencional de la región y los alejó de su tradición.

Semana.com: ¿Hablaron con indígenas que estuvieron en la zona antes de la construcción de la represa?

C. R. G.:
Si, claro. En la presentación del libro, un líder recordaba cómo los peces trataban de cruzar el río y no podían porque estaban atrapados en la pared. También recordaron una marcha que se llamó Adiós Rio, que le da título al libro, en la que lo navegaron por última vez como para despedirse de él, eso quedó marcado en su memoria.

Semana.com: ¿La consulta previa es un mecanismo para que una etnia avale un proyecto de desarrollo, o es un derecho?

C. R. G.:
Es un mecanismo para entablar un diálogo horizontal, genuino, entre las empresas, el Estado y los grupos étnicos cuando se van a realizar proyectos económicos o leyes en territorios titulados a esas comunidades. La consulta, según las leyes, debe ser previa, libre e informada. Parece sencillo, pero es exigente: Previa quiere decir que se debe hacer antes de que se construya el proyecto, no como ocurrió en Urrá. Libre, que no debe ser coaccionada, ni por intereses económicos ni por la fuerza. E informada, que, entre todo el lenguaje técnico que debe ser veraz, las comunidades entiendan.

Semana.com: Para algunos sectores, la consulta previa se convirtió en un obstáculo para el desarrollo del país y una forma aprovechada de algunos líderes de tener reconocimiento. ¿Hasta dónde es eso cierto?

C. R. G.:
No es cierto. No es un palo en la rueda del desarrollo. Es un requisito que impide abusos y formas desaconsejables de desarrollo predatorio. Si por desarrollo entendemos que la Sierra Nevada de Santa Marta esté atravesada por líneas férreas que la conviertan en otra bahía de carbón esparcido en el territorio, entonces la consulta previa es una garantía de control democrático a los daños. Pero no es una piedra en el zapato para proyectos económicos o para una legislación consultada que concilia los intereses ambientales y la supervivencia de pueblos golpeados históricamente.

Semana.com: ¿Qué ha pasado con las consultas?

C. R. G.:
La de la ley de víctimas para los pueblos fue un ejemplo de una consulta bien hecha, de una buena práctica. Lo que no sabe la gente es que se han hecho cientos de consultas, pero lo que ha pasado es que cada una se ha hecho de manera distinta. Usualmente ha sido una negociación directa, uno a uno, entre las empresas interesadas en explotar los recursos y las comunidades representadas en un conjunto arbitrario de miembros. El Estado no ha jugado un papel de garante que permita equilibrar las diferencias de poder evidente entre una empresa y una comunidad golpeada. Ante esa ausencia total o parcial del Estado, los resultados han sido negativos en el cumplimiento de la ley y en contra de estas comunidades.

Semana.com: ¿Cómo se puede garantizar el derecho de los grupos étnicos y a la vez permitir la explotación de recursos en los territorios indígenas?

C. R. G.:
La solución consiste en fortalecer la capacidad del Estado para coordinar y dirigir las consultas. ¿Cómo se hace? A través de reglas claras, con equipos técnicos del Gobierno que sepan cómo hacer las consultas, y a través de unas reformas que le den al Estado la capacidad de garantizar este derecho como actor imparcial que equilibre la participación de los grupos étnicos.

Semana.com: Finalmente, ¿cuál es la moraleja que deja este capítulo de la historia?

C. R. G.:
Es mucho más costoso en términos económicos, ambientales y culturales no hacer la consulta, o hacerla mal, que no garantizar este derecho. Una consulta puede costar –no necesariamente lo que dicen algunos ministros–, pero eso es incomparable con el costo que sufren no sólo los indígenas, sino los campesinos y los pobladores cuando se les vulnera su derecho al agua o al medio ambiente sano.