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El sepulturero del pueblo Campo Elías Moyano dice que en sus diez años de trabajo todos los finados que le han traído son muy viejitos. Toca está sobre la cordillera Oriental, a 20 kilómetros de Tunja.

CRÓNICA

“Aquí no matan” - El pueblo para morir de viejo

Hace 20 años que en Toca, Boyacá, no hay ningún homicidio. Los niveles de seguridad son tan envidiables que sus habitantes se mueren de viejos y, lo que faltaba, en 2011 redujeron a cero los robos.

Armando Neira
31 de marzo de 2012

El patrullero Héctor Armando Barrera pasó en vela las primeras noches en Toca, aferrado a su fusil, listo para repeler el que creía un devastador ataque. Era el sonido de la pólvora con la que los habitantes del pueblo agradecían a la Virgen La Milagrosa los favores recibidos. "Cuando me acuerdo de cómo me tiraba al suelo para la posición de combate, me da risa, dice el agente. No sabía cómo eran las cosas aquí".

No era el único. Pocos saben que en este municipio de Boyacá ya se olvidó el eco del último disparo. "Déjeme hacer memoria, creo que a la última persona que asesinaron aquí fue hace 20 años, aunque podrían ser 25", asegura el alcalde Segundo Crisanto Ochoa Díaz. "¿Entonces de qué se mueren?", "Pues de viejitos", responde. Toca está a 20 kilómetros de Tunja, sobre la cordillera Oriental y su arquitectura simboliza la armonía de sus gentes. En la plaza principal hay dos iglesias continuas, ambas de estilo gótico. Una es pequeña, la otra monumental. "Aquí a la gente le gusta conversar para resolver sus diferencias", explica el párroco José Rodríguez. Cuando se dieron cuenta de que cada vez era mayor el número de feligreses que quedaba por fuera, decidieron hacer otra. Al principio, unos dijeron que había que tumbar la pequeña, pero otros preguntaron: ¿Para qué? Sin perder tiempo en discusiones, hicieron una nueva en los terrenos del colegio y de paso aprovecharon para hacer una mejor institución educativa. Todos quedaron felices.

La construcción del templo es el más reciente acontecimiento que ha roto la quietud del pueblo. Por su plaza de jardines bien cuidados cruzan los estudiantes con carcajadas contenidas para no interrumpir el sueño de los más viejos, abrigados en sus ruanas, que suelen quedarse dormidos en las bancas. Desde el páramo de Cortadero descienden las ráfagas de viento frío, en las laderas las vacas pastan mansamente mientras en la distancia se ven las aguas plomizas de la laguna de La Copa. En este escenario de postal, la violencia es algo lejano.

"El último tropel serio que hubo aquí fue el 5 de agosto de 1810", ironiza un habitante del pueblo. Esa noche, llegó a Toca Simón Bolívar para permitir que las tropas tomaran el oxígeno necesario para dos días después derrotar a los españoles en la Batalla del Puente de Boyacá. Luego, durante la llamada Violencia, hubo un intento de la Policía chulavita de prender fuego al pueblo en represalia al degollamiento del alcalde conservador, pero la muchedumbre tumbó varios árboles para bloquear las carreteras de acceso. De resto, las esporádicas riñas, las peleas entre borrachos, hasta que alguien cayó en la cuenta de que no había homicidios, mientras que en el resto del país se contaban por miles.

En la última década el pueblo ha tenido que lamentar tres muertes intempestivas. La de don Josué Acosta, uno de los más ricos cultivadores de papa, que fue secuestrado por una banda en una carretera cercana al pueblo. Lo llevaron hasta Sogamoso, en donde al verse descubiertos por la Policía lo asesinaron. Todos los secuestradores fueron muertos. Ninguno era de Toca. Hace cinco años, también en los límites del pueblo, un grupo de personas que había venido del municipio vecino de Chivatá, protagonizó una gresca que terminó en la muerte por cuchillo de uno de ellos. En el hospital no hay registros de este caso porque los hechos sucedieron fuera de su jurisdicción. Por eso, nadie sabe su nombre. Y, finalmente, el terrible suceso ocurrido el pasado 14 de febrero cuando el agricultor Alfonso Reyes Larrota murió electrocutado por un rayo. Empezó a llover y los trabajadores corrieron a guarecerse. Él hizo lo mismo pero se devolvió a recoger sus instrumentos de labranza.

Ese día volvieron al pueblo agentes de la Sijín (Sección de investigación criminal) que tuvieron que ser llamados desde Tunja porque aquí no tienen nada que hacer. "El pueblo estuvo muy consternado, dice el párroco. Era un muchacho muy joven, de unos 24 años. Apenas empezaba a vivir". La edad fue el factor que más influyó en el desánimo general. Para los 12.902 habitantes de Toca la muerte es natural solo cuando ya se es muy viejo. Esto queda en evidencia al observar las fechas en las lápidas del cementerio: Baldomero Malaver Ochoa (6 de enero de 1910, 21 de enero de 2010), Salvador Guío Barreto (8 de enero de 1910, 11 de febrero de 2005), Buenaventura Guío Barreto (14 de junio de 1914, 22 de febrero de 2010). "Todos los finados que me traen son viejitos", dice el sepultero Campo Elías Moyano, que nunca en su trabajo ha enterrado a alguien que haya sido asesinado. "Dicen que aquí no matan y al menos así ha sido mientras yo he estado aquí, aunque solo llevo diez años".

Para los seis policías asignados a Toca la situación es sorprendente, en especial cuando están recién llegados. "Imagínese, yo estaba en la seccional de investigación criminal de Buenaventura", dice el agente Barrera, de 30 años de edad. Por eso, durante su primera semana de servicio solía arrojarse al suelo cada vez que escuchaba una explosión. En el puerto cada tres días le tocaba atender una masacre, cada semana había un hostigamiento, cada mes un bombazo. "No hay una parte del país igual", dice el patrullero Ferney Díaz Rincón, de 25, sobre la calma que se vive en Toca. Cuenta que él estaba en Tumaco, donde enfrentó los años duros de la violencia callejera. Del corregimiento de Llorente, donde las bandas se peleaban las rutas de la droga a gatillo fácil, entre música estridente, prostitución en cada esquina y pordioseros por cientos, pasó a Toca, donde apenas se escucha el tañir de las campanas. "A veces me siento como un pensionado, sin acción".

Los agentes distribuyen su tiempo en tres turnos de ocho horas. En pareja hacen ronda por el casco urbano y las siete veredas en donde pastan las 11.500 cabezas de ganado lechero y para engorde. Eso es muy importante porque el abigeato "se nos había convertido en un dolor de cabeza". En 2009 hubo 14 casos; en 2010, 12, y en 2011 lo redujeron a cero. "El robo de una cabeza de ganado impacta a todo el pueblo. Por eso teníamos que acabar con ese delito". A la hora del almuerzo los policías van a sus casas a almorzar y dejan la estación con llave.

El único día de bullicio es el sábado por ser el del mercado que empieza a las cuatro de la mañana. Llegan unas 5.000 personas de otros pueblos. Cada transacción -en especial la venta de una vaca- es celebrada con una cerveza. "Tomémonos un tronche", dicen. Beben hasta las once de la noche, cuando la Policía les recuerda a los dueños de los locales que es hora de cerrar. Algunos borrachitos son llevados por sus amigos y dejan en las aceras sus bicicletas. Los patrulleros las recogen y las deja en una esquina adonde llegan a buscarlas, al día siguiente, sus propietarios. "Ese es nuestro único problema, dice el alcalde Ochoa Díaz, beben mucho". El año pasado, en Toca se vendieron 8.000 millones de pesos por concepto de cerveza. Algunos de los consumidores disfrutan hasta caer dentro de los carros. Allí duermen entre sus ruanas con las puertas abiertas. Saben que nada les va a pasar. Luego la vuelta al trabajo.

La ganadería. la siembra de cebolla y de la papa de mejor calidad que hay en el país, la tocarreña, son las actividades diarias. Cuando la venta de cebada se vino al suelo por las importaciones, se migró hacia la floricultura. Hoy germinan por doquier las rosas, los claveles. "Esto es como el paraíso, dice el médico Esteban Sarmiento, quien se ha habituado a atender consultas pediátricas. Jamás un apuñalado ni un herido a bala. En broma dice que el día que le llegue un caso así, no sabrá qué hacer. Por falta de práctica se me olvidó", dice y sonríe.