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Cómo se va a ganar la guerra

Lo bueno, lo malo y lo feo de la nueva estrategia de defensa y seguridad del gobierno de Alvaro Uribe

Armando Borrero Mansilla *
23 de diciembre de 2002

No se habia extinguido todavía el impacto que produjeron los atentados del 7 de agosto, cuando el gobierno recién inaugurado tomó la primera decisión de fondo en el manejo del orden público. El 11 de agosto apeló a la figura del estado de conmoción interior para comenzar a desarrollar el programa de seguridad democrática, enunciado por el presidente Uribe durante su campaña electoral. La idea central del programa, el hilo conductor de las propuestas, lo ha resumido el propio Presidente como el rescate de la autoridad del Estado, erosionada por décadas de conflicto interno, narcotráfico y desborde delicuencial.

La medida no provocó sorpresa alguna: si por algo se puede explicar la elección de Alvaro Uribe Vélez, es precisamente por haber tocado con firmeza la angustia de los colombianos en materia de seguridad.

Durante la campaña electoral se presentaron los 100 puntos del programa vencedor. Allí se proponía el aumento y el mejoramiento de la Fuerza Pública, la profesionalización de las tropas y la eliminación, en un futuro próximo, del servicio militar obligatorio. La creación de redes de informantes, recompensas por información y medidas para fomentar la convivencia, tales como llevar a las comunidades el entrenamiento en técnicas de negociación y afrontar el problema de la violencia intrafamiliar. Más adelante, cuando de la paz se trata, se establece, como condición para negociar con la insurgencia armada, el abandono del terrorismo y el cese de hostilidades.

Los 100 puntos son una agenda que se cumple. Si de algo no se puede acusar a este gobierno, es de desvirtuar sus promesas de campaña: se le "pueden leer los labios". De manera metódica -¿obsesiva?- se les exige a los funcionarios mantenerse dentro de los límites del 'hectálogo'. De tal manera que la conmoción interior es la consecuencia lógica de una propuesta. Mediante esta disposición constitucional, se busca dotar al Estado de recursos económicos y jurídicos para afrontar las violencias diversas que afligen a la sociedad. La creación del impuesto nuevo al patrimonio y la creación de las zonas de rehabilitación son los primeros instrumentos de la política. Pero la utilización del estado de conmoción no logró despejar las inquietudes de los críticos del gobierno acerca de la eficacia de este mecanismo constitucional.



En conmoción

La política de seguridad remite, en este punto, a una cuestión de fondo, nada menos que a un debate sobre la propia Constitución. Los constituyentes de 1991 diseñaron los estados de excepción sobre la base del temor que inspiraba la utilización hecha del artículo 121 -estado de sitio- de la Constitución anterior, convertido por décadas en "la manera de gobernar a Colombia". Pero el optimismo de 1991 sobre la Constitución como un pacto social nuevo, propiciador de la paz, se ha desvanecido ya. Lo real es la desesperación que produce el conflicto interno en todos los sectores y clases sociales. Y, obviamente, el estado de conmoción interior limitado en el tiempo para afrontar un conflicto tan dilatado, provoca una disonancia muy notoria con un gobierno de mano fuerte.

Los debates se dan, el uno, alrededor de la conveniencia de aumentar la tributación cuando la economía no sale, en años, de la recesión y el otro, acerca de las consecuencias que pueden tener las disposiciones dictadas para el manejo de las zonas de rehabilitación, en materia de protección de las libertades públicas. Lo cierto, hasta ahora, es que los afectados por el impuesto al patrimonio lo han pagado con una actitud positiva y que la Corte Constitucional sólo le quitó al decreto de conmoción algunas de las facultades más controvertidas que éste le entregaba a las autoridades. Cierto es, también, que el gobierno acató con un talante mejor del esperado el fallo de la Corte.



Puntos que preocupan

Tres propuestas de la lista uribista generan otro tipo de inquietudes. Son las que no se controvierten como ideas generales, pero sí en cuanto a los medios para llevarlas a la práctica. La primera, la eliminación del servicio militar una vez alcanzado un nivel aceptable de profesionalización de los soldados, complementada con la propuesta de entrenar militarmente, de todas maneras, a todos los jóvenes aptos para el servicio -sin excepciones por clase social o nivel educativo-. La profesionalización de las tropas es una tendencia mundial: la complejidad de lo militar y la superación de los ejércitos de masas, típicos de la primera etapa del industrialismo, la exigen. Pero la pregunta que muchos expertos se hacen versa sobre si es aconsejable, en las circunstancias actuales, empeñarse en el entrenamiento de los jóvenes en edad de prestar servicio. Las Fuerzas Militares sufren de una escasez crónica de cuadros y este programa les absorbería una buena cantidad de los mismos, amén de todos los problemas logísticos y de infraestructura que tal entrenamiento demandaría en un momento crítico del conflicto interno.

La segunda es la de los soldados campesinos. Atiende, con buen juicio, a resolver un problema crónico en todos los conflictos irregulares. Se libran dos tipos de guerra: una, la del choque militar, la que busca destruir o paralizar la fuerza adversaria. Otra, la 'guerra oculta', aquella que se hace por el control del territorio, de la población, de los recursos económicos y por la erosión del Estado en las localidades. Esta segunda modalidad de la guerra hace que se pierdan, o se reduzcan al menos, los éxitos militares que puedan tener las fuerzas estatales.

El actuar militar no es compatible con la permanencia ininterrumpida en todas las localidades, porque un ejército disperso pierde capacidad operativa y contundencia: no cumple con el principio de la economía de fuerzas y por ende, tampoco con el de mantener la iniciativa. El Ejército puede obligar a la guerrilla a retirarse de un área, y sucede repetidamente, pero el Estado no consolida esas ganancias. El resultado es una cantidad de municipios con autoridades condicionadas o totalmente sometidas. Una fuerza territorial es el complemento de la función militar de combate y de la función policial de seguridad ciudadana.

¿Cuál es el problema entonces? El problema no es el qué sino el cómo. Hay en América dos experiencias para evaluar: la peruana, relativamente exitosa y sin mayores traumatismos posconflicto y la guatemalteca, evaluada como una verdadera tragedia para lo social y lo estatal. La primera se montó sobre una institución preexistente, tradicional, en un medio social sin mayor competencia por la tierra, dadas las características ancestrales de las comunidades campesinas, de la propiedad comunal y de los efectos de la política agraria del régimen militar que llegó al poder en 1968.

La otra, en cambio, la guatemalteca, lesionó gravemente la integración social en el campo, privatizó el ejercicio del poder y de la justicia, se convirtió en instrumento para el despojo de los campesinos, deslegitimó al Estado y en el posconflicto se ha convertido en obstáculo para su reconciliación y reconstrucción. Debe anotarse además, que ni la una, ni la otra, se enfrentaron a una guerrilla grande y fuerte como la colombiana.

El cómo de los soldados campesinos es bastante problemático si no van a contar con vivienda institucional (cuartelillos) y mandos permanentes. En Colombia no hay comunidad campesina (salvo casos marginales) ni poblamiento aldeano en la mayor parte del territorio, sino disperso en las zonas rurales. Los soldados dispersos estarían en peligro, no sólo ellos sino sus familias y no habría cómo organizarlos y llevarlos al combate ante un ataque, siempre sorpresivo de la subversión. La alternativa sería reducir el reclutamiento a los cascos urbanos, mantener organizada y junta una parte, por lo menos, de los efectivos, y afrontar el costo económico de instalaciones y formación de cuadros para tener bajo control institucional estas unidades, además de entrenarlos como a cualquier soldado, porque la perspectiva es enfrentar a un enemigo ducho, veterano y relativamente bien armado.



Informantes en marcha

La tercera de este grupo de propuestas, ya en marcha, es la de los informantes. La más debatida, quizá. Las inquietudes de los críticos se dan alrededor de dos aspectos: uno, cómo evitar que estas redes sean permeadas y hasta controladas por las autodefensas; dos, es necesario un tamaño tal --un millón- si en Colombia el problema no es vigilar a una oposición numerosa, organizada en torno a los rebeldes, sino a una subversión sin mayor apoyo social. Temen que se convierta en un instrumento de opresión por fuera del control del Estado. Nuevamente, el qué subyacente no se discute: es necesario integrar a la ciudadanía y motivarla para la colaboración con las autoridades. Las reservas se dan sobre la experiencia de las organizaciones de vigilancia en los mundos del socialismo staliniano, del fascismo y de las dictaduras militares. Si se opta por los informantes, la clave estará en los mecanismos de control que se diseñen, en la transparencia del manejo que se les dé y en la coordinación con la inteligencia especializada.

Otros aspectos de la política de seguridad generan menos aprensiones. El fortalecimiento militar y policial del Estado, la necesidad de normas prácticas y sensatas para el problema de los menores delincuentes y la necesidad de un estatuto antiterrorista. En Colombia el conflicto interno puede estar en una fase incipiente de urbanización y en las ciudades, la tentación del terrorismo es casi inevitable para los insurgentes. Ya se ha visto en las acciones urbanas con las cuales fue recibido el gobierno. La mayor parte de la opinión pública acepta, que en emergencia, pueda ser recortado el ejercicio de algunas libertades. Probablemente, también, estará de acuerdo en que se preserve lo fundamental en materia de derechos y libertades públicas. El equilibrio es delicado y la disyuntiva se alza sobre el valor relativo que puedan tener, por una parte, las facilidades para combatir el terrorismo y por otra, el efecto de largo plazo que puede ser negativo si no se preserva la superioridad moral del Estado de Derecho.

Para los afectos y para los opositores, está claro, sin embargo, que desde la estrategia contra la violencia del gobierno Gaviria, un intento de todas maneras más limitado, hay hoy una política en construcción de defensa y seguridad. De la capacidad que demuestre para combinar con sabiduría las demandas de la seguridad del Estado con las de la seguridad ciudadana y con las demandas de justicia social que hacen los colombianos, golpeados además por una crisis económica sin precedentes cercanos, dependerá el éxito de la política. Dudas no hay del empeño del gobierno para sacarla adelante.