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En estos días los guerrilleros del bloque Jorge Briceño pasan más tiempo en las aulas que en las trincheras. | Foto: León Darío Peláez

PAZ

Los últimos días de la guerra

SEMANA estuvo en el corazón del bloque Jorge Briceño, el más importante de las Farc. En varios días de diálogo sus integrantes manifestaron tanto sus temores como sus esperanzas.

Marta Ruiz. Fotografías de León Darío Peláez
16 de abril de 2016

La guerra agoniza en los Llanos del Yarí. A un lado de la polvorienta carretera que conduce de San Vicente del Caguán, en Caquetá, hasta la Macarena, en el Meta, se ven apenas un par de retenes militares, donde soldados jóvenes saludan sonrientes a los campesinos. Ya no hay requisas incómodas ni sospechas. Uno que otro helicóptero sobrevuela pero ya no causa temor. Se acabaron los bombardeos y las emboscadas. Allí donde desde hace 20 años se vivieron batallas campales, hay una tregua de facto. El último muerto en acción se produjo hace tres años, y en enero la última escaramuza. Los guerrilleros que otrora tenían la misión de buscar combate cada día, hoy están en campamentos estudiando, o en las veredas en tareas de “organización”.

Seis horas adentro, por una trocha por la que de vez en cuando transitan camiones atestados de guerrilleros, o motos en las que andan vestidos de civil y con la pistola en la pretina, nos esperan dos de los comandantes del bloque Jorge Briceño de las Farc. Kunta Kinte es un moreno fortachón, de 52 años, con el pecho cargado de cananas, que mantiene a su lado un fusil con mirilla de francotirador. Byron Yepes tiene 57 años, y a pesar de haber pasado la mitad de su vida en el monte, se le nota cierto aire urbano. Ambos estuvieron en la fundación del bloque Oriental (hoy Jorge Briceño) a finales de los años ochenta. Han vivido su génesis, desde los secuestros masivos, la destrucción de pueblos y el auge y declive de la coca. Y las batallas decisivas del Plan Patriota, “el que nos tiene sentados en La Habana porque ni el gobierno logró acabarnos ni nosotros obtener la victoria”, dice Byron. Ambos tienen la tarea de preparar a sus combatientes para ingresar, muy pronto, a la vida civil. Un escenario que apenas pueden dibujar con brocha gorda. Allí, en los Llanos del Yarí, nadie se imagina en detalle cómo será el futuro. La guerra está muriendo pero la paz no ha nacido.

Luego de otra hora de viaje en una camioneta sin placas en la que se escucha a todo dar la salsa de los Rebeldes del Sur, una de las tantas agrupaciones musicales de la guerrilla (y que por cierto no suena nada mal), llegamos a un campamento donde por lo menos 150 hombres y mujeres esperan el día de la firma del acuerdo final en La Habana.

El campamento es una mata de selva en medio de la llanura donde abundan las palmas de chonta y los insectos. Todo en él habla de lo que ha sido la guerra. Cada combatiente tiene una trinchera al lado de su ‘caleta’, para esconderse en caso de bombardeo. Hay túneles acondicionados para leer sin que haya que encender luces. Las linternas están prohibidas. Por eso aunque en las mañanas la diana se toca a las 4 y 50, todos deben dejar listos los equipajes en medio de las tinieblas. Contrario a otros tiempos, se cocina de día para que el humo no los delate y se conviertan en guía de la aviación. El menú es invariable: arroz con carne, algo de fríjoles, pastas, arepas fritas.

Esta vez los rancheros son Marta, de 33 años, y Sebastián, un paisa de 37, 14 de los cuales los ha pasado con un fusil al hombro. Ella confiesa que dejar el arma será difícil. “Ha sido un orgullo ser guerrillera”, dice con altivez.

Luego del café hay una extensa jornada de estudio. Al frente de un aula donde cada combatiente lleva su sillita, están Isabela San Roque – quien estuvo durante varios meses en La Habana como parte de la delegación de paz, y Laura –ingeniera química-. Ellas son las encargadas de la instrucción política y son las únicas de origen urbano en el campamento. Primero las noticias. Los guerrilleros hablan libremente sobre lo que han escuchado en la radio. El Clan Úsuga ha declarado un paro armado. Se hace un silencio inquietante que rompe otro guerrillero con el dato más importante del día: la Selección Colombia venció a Ecuador y va rumbo al Mundial de Rusia. Hay júbilo. Laura lee el último comunicado enviado desde La Habana en el que se explica por qué no se llegó a ningún acuerdo sobre cese del fuego y dejación de armas el 23 de marzo. Nadie se inmuta. No hay afán. El tiempo en los campamentos es lento y si ya han pasado décadas en el monte, podrán esperar unas cuantas semanas más.

Las huellas de la guerra se sienten en todos ellos. Han venido de todas las regiones, porque este no es un frente de novatos. No hay menores, aunque casi todos ellos llegaron siendo niños a las filas guerrilleras. El promedio entre la tropa es de 15 años de militancia, en los jefes más de 30. Muchos de ellos ni siquiera conocieron la vida civil antes de ingresar. La guerra ha sido su medioambiente natural.

Por ahora no hay entrenamiento militar. Las tareas más importantes son las de organización. Andrés González, del grupo Combatientes del Yarí, tiene 32 años. Ingresó a las Farc cuando tenía 14. Su tarea principal es resolver los conflictos que se presentan a diario entre los campesinos de la región. En las juntas de acción comunal de las 74 veredas donde tiene influencia su frente hay comités de conciliación. “Nosotros los orientamos”, dice. Cuenta que en días recientes un joven se robó un novillo y tuvo que reconocer su delito ante la comunidad, aunque no quiso pagarlo. “En otros tiempos a lo mejor lo habríamos amarrado. Pero ya no hacemos esas cosas”, dice. Después de que el gobierno impulsó en este territorio el Plan de Consolidación a las Farc les tocó cambiar muchos de sus métodos para mantener la lealtad de las comunidades. “En el futuro la seguridad la tendrán que asumir las autoridades competentes. Pero por ahora, la autoridad competente somos nosotros” dice. Su sueño para cuando termine la guerra es estudiar derecho. Ejercer la justicia con las comunidades pero sin armas.

La otra tarea que consume el tiempo de los guerrilleros es la educación. Luis David Celis es uno de los pocos en el campamento que logró terminar la educación secundaria y por ello es instructor. “Enseñamos geografía, historia y aritmética. El plan es erradicar el analfabetismo”. Admite que luego del desescalamiento del conflicto, y ante la perspectiva de una pronta concentración, sus vidas han cambiado mucho. “Estamos dedicados un 60 por ciento a la formación porque las tareas que nos esperan son grandes”.

Hace unos años, Luis David recibió la orientación de estudiar inglés durante cinco meses intensivos. Tanja, la guerillera holandesa, fue su maestra. Ahora él se considera traductor simultáneo. “Por ahí traduzco las películas” y su aspiración es “perfeccionar el idioma” cuando se termine la guerra. Para muchos guerrilleros, las Farc han sido una escuela más allá de lo político. Evelio Ramírez, de 33 años, se presenta como médico cirujano graduado en la escuela de las Farc. Este es el bloque que más desarrolló la medicina de guerra, dado que fueron casi diez años de combates sin tregua. “Aquí hay desde cirujanos, anestesiólogos, hasta bacteriólogos”, dice Jacqueline, quien es paramédica. La pregunta que ellos se hacen es si toda su experiencia y conocimiento servirá para algo en la vida civil o tendrán que empezar de cero.

El partido clandestino

Las Farc son un mundo. El reglamento es una biblia. Algunos incluso piensan que está por encima de las leyes colombianas. Tienen sus propios símbolos. En las caletas los muchachos ven el noticiero que se produce en Cuba y que les llega en USB. Una vez por semana, funcionan como células del Partido Comunista Clandestino. Leen documentos marxistas y discuten los acuerdos de La Habana.

Es el último día de marzo y los comandantes deciden hacer una parada militar en homenaje a los comandantes que murieron en marzo de 2008: Manuel Marulanda, Raúl Reyes e Iván Ríos. Más de 200 guerrilleros se dan cita en una cancha de la vereda, y con el himno de las Farc y de la Internacional Socialista como música de fondo hacen una exhibición de orden cerrado durante una hora. Rodrigo Cadete, comandante del frente 27, dirige la revista militar con voz marcial. Al fondo ondean la bandera de las Farc, y un poco más abajo, la blanca de la paz, y la roja del partido clandestino, en la que se destaca la hoz de los comunistas. Mujeres de cabellos largos, rostros infantiles y boinas verdes con estrellas doradas mueven los estandartes. Los pasos acompasados de la tropa, el vigor de sus consignas y la solemnidad con la que rinden culto a los comandantes parecen escenas de un tiempo detenido que evoca a los pioneros de Cuba, o a los guardias del Ejército Rojo de Mao. Estampas de la revolución que no fue.

En enero pasado, muy cerca de allí, estuvo Carlos Antonio Lozada, miembro del secretariado y uno de los negociadores de La Habana, haciendo pedagogía sobre los acuerdos de paz. Asistieron guerrilleros y campesinos por igual. Aquí la simbiosis entre unos y otros es total. El efecto de estas jornadas se siente en cada guerrillero. Manejan los acuerdos al dedillo.

“Confiamos cien por ciento en el secretariado en cabeza del camarada Timo. Y ellos confían en nosotros”, dice Kunta Kinte. Para los combatientes de base, Timochenko es como un padre protector que les tranquiliza sobre el futuro, los abriga con esperanzas, y habla con sinceridad de los problemas que hay en la mesa como ocurrió el mes pasado cuando se supo que había diferencias grandes con el gobierno en torno a las zonas de concentración.

Xiomara Martínez, guerrillera de 29 años, dice que “se dejarán las armas cuando los camaradas lo dispongan” porque está segura que se logrará un buen acuerdo. ¿Extrañarán los fusiles? “Noooo…”, dice Kinte. “¿Qué son las armas? Apenas un pedazo de hierro. Lo que vale es el hombre que las porta”.

Si la dejación de armas termina el 31 de diciembre de este año, la pregunta es qué pasará con cada uno de ellos al otro día. “Ahí nos las arreglaremos con los camaradas”, dice Saúl Marín. Se alza la camiseta para mostrar las cicatrices de dos balazos que recibió en su brazo derecho durante un combate hace ya siete años. Saúl reverbera de entusiasmo. Quiere volver a El Retorno, Guaviare, de donde salió a los 16 años para unirse a las Farc. “Pienso que me van a recibir como a un líder”, dice. La gama de actividades en las que se ve es amplia: tal vez concejal, verificador de los acuerdos y, por qué no, funcionario del Estado.

Cristian, otro guerrillero tan curtido en combate como Saúl, lo ve más complejo: “Pasar de portar un uniforme a hacer parte de una junta es un cambio grandísimo”. La convicción es que el secretariado proveerá. Que los acuerdos proveerán. Que el nuevo partido proveerá. “El partido es la guía, es el lazo, es el amarre que vamos a tener todos los guerrilleros para no dejarnos descarrillar de nadie”, asegura Kinte.

Un 80 por ciento de los combatientes de este bloque tendrán derecho al indulto. A diferencia de sus jefes, podrán regresar a sus casas sin pasar por ningún tribunal. Pero la realidad es que muchos de ellos no tienen a dónde ir. Las Farc son todo lo que conocen. “Aquí nadie piensa de manera individual, todo es colectivo”, reafirma Cristian.

Seguiremos unidos

En este campamento, con guerrilleros de todas las edades, venidos de tantas regiones, que arrastran no solo su propia guerra, sino otras violencias que han marcado al país, cobran sentido los Territorios de Paz que se han mencionado en La Habana y que han suscitado un prematuro rechazo. Ellos creen que son parte de una transición necesaria para adaptarse a la sociedad y viceversa. “Vamos a estar con nuestras familias, con las comunidades, en función de los planes de desarrollo de la región”, es lo que se imagina Byron.

Lejos de repúblicas independientes tipo Marquetalia, él cree que las sabanas del Yarí serán un lugar para impulsar la agroindustria. “Que vengan los bancos”, dice con entusiasmo. “Se necesitará el apoyo del sector privado, de las multinacionales, de quienes tienen el capital”. Siempre y cuando, advierte, las reglas del juego sean justas y claras. Kinte es más gráfico: “Aquí se siembra maíz igual que hace 500 años con un chuzo y un canasto. Hay que modernizar a los campesinos. Que piensen, así sea mal”.

Ambos hacen alusión a las 200.000 hectáreas de baldíos que según el gobierno las Farc le usurpó al Estado en esta región, y en las que según Byron viven 6.000 familias de colonos. Muchas de ellas llegaron hasta estas sabanas con la guerrilla de Manuel Marulanda, huyendo de Marquetalia y, quiérase o no, son parte de ese mundo llamado Farc.

La modernidad es un imán. Tanto comandantes como combatientes sienten una inmensa curiosidad por la tecnología. En el campamento, las cámaras de video están en furor. Las guerrilleras lo graban todo, editan, tienen sed de comunicarse con el mundo.

Sin embargo, el gran temor es que los maten. Que los paramilitares se crezcan. Que haya venganza en este territorio. Que el gobierno no cumpla. Que los dejen solos. “La ONU” es la respuesta unánime sobre cómo garantizar que nada de ello ocurra. Confían en que la verificación será un blindaje poderoso.

Pocos guerrilleros sospechan que afuera los esperan también el rechazo y la hostilidad de una sociedad polarizada. “El peso del estigma se va a romper cuando vean que no somos monstruos, que no somos unas mujeres violadas y enceguecidas, ni que somos unos narcos”, dice, con voz confiada, Isabela San Roque. “Las cosas van a salir bien”.

Alrededor del campamento la vida sigue. Hay posiblemente más guerrilleros afuera que adentro. Unos siembran pasto, otros hacen reuniones de pedagogía con los campesinos, varios se mueven por las trochas trayendo bultos de comida. La carretera por donde entramos y por donde salimos se mantiene porque las Farc inducen a las juntas comunales a arreglarla en convites mensuales. Cada puente ha sido hecho por la comunidad, dicen las Farc. Cada puente ha sido hecho por las Farc, dice la comunidad. Así funciona la vida aquí. La guerrilla sueña con que aun sin armas, su poder seguirá intacto. Otra cosas piensan los campesinos. “Algunos de ellos han sido muy atroces”, dice uno de ellos y reclama que han recaudado mucho dinero con la extorsión a las petroleras y el comercio. Cree que cuando no haya armas de por medio, todo será mejor para los civiles. Pero duda de que el Estado cumpla sus promesas. Las Farc han impuesto un orden social draconiano. Pero sin ellas, teme que esta región se convierta en un caos. Teme que la paz del futuro resulte peor que la guerra de ayer.