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El martes pasado se cerró por fin el acuerdo de justicia para la paz en La Habana. Los jefes de las delegaciones se congratulan frente a los garantes por este avance. | Foto: A.P.

ACUERDO

Proceso de paz: habrá justicia, a pesar de todo

La fórmula de justicia a la que se llegó en La Habana es impopular pero realista. Ni la cárcel ni la prohibición de participación en política eran viables y caen muy mal en la opinión.

19 de diciembre de 2015

Con el acuerdo de justicia transicional anunciado la semana anterior sucede algo paradójico. En la comunidad internacional es considerado un hito en cuanto al desarrollo de un nuevo tipo de justicia para los conflictos armados que evita la impunidad del pasado. Todos los acuerdos de paz firmados hasta este momento en distintos países han terminado en algún tipo de amnistía o indulto para las dos partes. En esa categoría están todos los que fueron suscritos en Colombia, incluyendo los del M-19, EPL, Quintín Lame, etcétera.

En esos casos ese resultado era considerado aceptable. Hoy eso ha cambiado y no solo a nivel nacional sino internacional. El Tratado de Roma de 2002 prohibió los indultos o amnistías generales para quienes hayan cometido delitos internacionales y de lesa humanidad. Como Colombia es firmante de ese tratado, si la justicia impartida en el proceso de paz no satisface los requisitos de dicho instrumento, la Corte Penal Internacional tendría la facultad de intervenir e impartir justicia por su cuenta.

A nivel nacional la tolerancia con ese tema también ha cambiado. Esto obedece a varios factores. El primero es que dada la atrocidad de los crímenes cometidos es muy difícil hacer borrón y cuenta nueva. Por otra parte, el número de víctimas de la guerra es tan grande que estas se han convertido en uno de los factores determinantes del proceso. Por último, la polarización del país, originada en buena parte en la influencia del expresidente Álvaro Uribe, se ha convertido en un factor no menos importante que los dos anteriores.

Por todo lo anterior, aunque en el resto del mundo el acuerdo ha sido considerado una obra de relojería que logra mantener el equilibrio entre justicia y paz, para amplios sectores del país no es más que una impunidad disfrazada. La polémica está centrada en dos puntos: en que no habrá cárcel y en que habrá participación en política. Esos son los dos grandes sapos que hasta el momento tienen atragantada a media Colombia. Lo que no se ha entendido es que la disyuntiva nunca ha sido entre un acuerdo de paz con cárcel y uno sin ella, sino entre un acuerdo de paz como el que se está diseñando o continuar la guerra. Por la sencilla razón de que guerrilleros que llevan 30 o 40 años en armas no están dispuestos a terminar sus días como criminales ordinarios en la cárcel. Ante esa alternativa prefieren morir combatiendo en el monte. Al fin y al cabo, prácticamente los únicos que terminarían tras las rejas serían los miembros del secretariado de las Farc, que son quienes están negociando en la Mesa de La Habana.

Algo parecido sucede con la participación en política. Si la filosofía de todo acuerdo de paz es cambiar las balas por los votos, prohibir lo segundo deja sin piso el proceso mismo. Y la consecuencia inevitable de aceptar esas dos premisas –que los guerrilleros prefieren morir a ir a la cárcel y que abandonan la guerra para hacer política– es que hay que hacer otras concesiones para que ese sapo se convierta en una realidad jurídica. De ahí que narcotráfico pueda llegar a ser delito conexo con la rebelión; que las sanciones sean leves, y que se les haya garantizado la no extradición. La fórmula final a la cual se llegó no es dura pero sí es realista.

Como este nuevo sistema de justicia existe para pasar la página de una guerra de medio siglo, se aplicará a todos los involucrados en ella. Las Farc no son las únicas responsables de actos atroces. Hay cientos de militares ante los tribunales por crímenes cometidos con ocasión del conflicto, como los falsos positivos. Dadas las pruebas existentes y la vigilancia permanente de la Corte Penal Internacional, bajo la justicia ordinaria muchos altos oficiales podrían terminar en la cárcel por varias décadas. En esta justicia transicional recibirán un trato equilibrado y similar al de los guerrilleros. Esto es un justo reconocimiento de que en una contienda bélica no pueden terminar unos amnistiados y en el Congreso y los otros con el grillete al cuello.

A cambio de esos sacrificios hay beneficios importantes. En primer lugar, el final de la guerra. De tanto discutir los pormenores de los sapos que hay que tragarse, se olvida que este puede ser el comienzo de una nueva era para el país. Si se llega a un acuerdo parecido con el ELN, este conflicto armado de medio siglo habrá llegado a su fin. En segundo lugar, en el acuerdo no solo hay concesiones para los responsables sino actos de justicia frente a las víctimas. Los elementos de verdad, reparación y reconocimiento de las Farc de su responsabilidad tienen un valor tanto simbólico como material para esas personas. El acuerdo no es liviano en ese terreno. El Estado y las Farc asumieron compromisos concretos para volver realidad esos conceptos.

El acuerdo de justicia puede ser realista pero su implementación no va a ser nada fácil. Para comenzar está el factor económico. Los compromisos adquiridos van a costar mucha plata y no se sabe de dónde va a salir. Las proyecciones del gobierno sobre los dividendos económicos de la paz parecen exagerados. La mayoría de los economistas no creen en el aumento de dos puntos anuales en el PIB por cuenta de la firma. Y con el precio del petróleo en el nivel actual y el crecimiento anual alrededor del 3 por ciento, ni todo el oro del galeón San José podría resolver el problema.

En segundo lugar está el factor político. Para cumplir el acuerdo se requiere hacer reformas constitucionales y expedir leyes que entrañan un amplio consenso nacional. Eso tampoco existe hoy. La esperanza del gobierno es que cuando se presente el paquete entero, con sus virtudes y sus defectos, los colombianos de a pie entiendan el alcance de lo logrado y los que se oponen pierdan audiencia. A eso se suma que es muy precaria la institucionalidad en las regiones en cuyos territorios se va a aplicar el posconflicto.

Otro asunto pendiente son las zonas grises. Es decir, los elementos del acuerdo sobre los cuales todavía no hay claridad total. En esta categoría están temas como las condiciones para la participación en política y la integración del tribunal (ver siguiente artículo). En todo caso, aunque después de 18 meses de trabajo intenso se llegó a una estructura sólida, el diablo en todo acuerdo macro está en los detalles.

Siempre se ha dicho que la fórmula de justicia a la que se podía llegar en este proceso no sería perfecta ni la panacea. Sin embargo, el acuerdo al que se llegó es bastante sensato. En el papel es muy fácil condenar a Timochenko, Catatumbo, Iván Márquez a ocho años de cárcel sin posibilidad de hacer política. Pero el papel aguanta todo. Los negociadores se esforzaron por encontrar mecanismos que llenaran las exigencias de la Corte Penal Internacional, las expectativas de las víctimas, y eventualmente la aprobación de los colombianos. Los dos primeros ya son un hecho. El tercero, el del consenso, aún no ha sucedido.