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El trapo rojo del Partido Liberal, en el suelo

El melancólico estado del Partido Liberal merece una autopsia. ¿Qué pasó con su ideología? ¿Y qué pasó con su maquinaria?

25 de noviembre de 2017

En la consulta popular entre Humberto de la Calle y Juan Fernando Cristo, el Partido Liberal, excluyendo los votos nulos, sacó en total 690.435 votos. De estos, el 52 por ciento favoreció al ganador y 48 por ciento al perdedor. Si se tiene en cuenta que en esa escogencia se calcula que votaron por lo menos 200.000 personas que no eran liberales, pero que querían incidir en el resultado para favorecer posteriormente al candidato de sus preferencias, habría que llegar a la conclusión de que el partido del trapo rojo no obtuvo más de medio millón de votos.

Considerando que esa colectividad dominó la política nacional desde 1930 hasta comienzos del siglo XXI, su casi desaparición merece una autopsia. Hoy Humberto de la Calle es considerado un candidato viable, pero no por ser el portaestandarte del partido. Es más bien porque su prestigio personal puede congregar a la mitad del país interesada en defender el proceso de paz. El liberalismo no representaría más que una facción de ese conglomerado.

¿Qué pasó entonces con el glorioso partido del siglo XX? ¿Cuántos recuerdan todavía la época cuando los López o los Lleras llenaban de entusiasmo las plazas con el grito de “¡Viva el Partido Liberal!?”. Para entender ese retroceso habría que dividir su historia en dos etapas. ¿En qué momento el partido perdió su ideología? ¿Y en qué momento perdió su maquinaria?

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La ideología se perdió con el Frente Nacional. Hasta su creación en 1958, los dos partidos tradicionales tenían diferencias ideológicas reales. En términos simplistas, se podría decir que el liberalismo era de izquierda y el conservatismo de derecha. Todo eso cambió con el acuerdo bipartidista que firmaron Alberto Lleras y Laureano Gómez en 1957 para acabar con la violencia política partidista de los años cuarenta y cincuenta.

Como la fórmula consistía básicamente en repartirse la burocracia por mitades y rotar la Presidencia entre las dos colectividades, las diferencias entre las mismas se fueron diluyendo gradualmente. El enfrentamiento ideológico dejó de existir y para algunos historiadores ese es el verdadero origen de la guerrilla en Colombia.

Terminado el Frente Nacional en 1974, sobrevivió el mito del Partido Liberal, pero no su ideología. Con la bandera del trapo rojo ganaron la Presidencia López Michelsen, Julio César Turbay Ayala, Virgilio Barco, César Gaviria y Ernesto Samper. Sin embargo, no había una coherencia ideológica entre ellos. Turbay, por ejemplo, era más de derecha que un presidente conservador como Belisario Betancur, quien tenía un sesgo populista de izquierda.

Esa contradicción llegó a su máxima expresión con el triunfo de César Gaviria. Con este, el liberalismo pasó de no tener ideología a convertirse en un partido de centroderecha. El entonces presidente era neoliberal, la corriente de moda en ese momento en materia de política económica. Esa filosofía no era necesariamente ni buena ni mala, pero ‘liberal’ definitivamente no parecía. O por lo menos no en términos de la definición histórica de Rafael Uribe Uribe según la cual esa colectividad debería “abrevar en las canteras del socialismo”.

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A eso se sumó que muchos de los que integraron esa nueva corriente tenían una trayectoria de haber sido disidentes o incluso enemigos del oficialismo liberal. Rafael Pardo, por ejemplo, había sido uno de los fundadores de Cambio Radical para apoyar a Andrés Pastrana contra Horacio Serpa. Posteriormente, cuando Álvaro Uribe se retiró del Partido Liberal, Pardo promovió en el Senado la reforma constitucional que acabó por permitir la reelección de Uribe, otra vez en contra del liberalismo.

Algunos episodios de mecánica política aumentaron las divisiones internas. Los estatutos del partido establecían que sectores sociales como mujeres, estudiantes, campesinos, cooperativas, minorías, etcétera, debían tener parte del presupuesto y representación en las decisiones del mismo. Esa estructura fue ratificada por una consulta popular que obtuvo más de 2,5 millones de votos.

Rafael Pardo, como sucesor de Gaviria, vio una amenaza de anarquía en esa fórmula y decidió centralizar todo el poder en la jefatura del partido que él tenía a cargo. Eso incluyó el monopolio tanto del manejo del presupuesto como del otorgamiento de avales. Algunos sectores de izquierda consideraron una violación de los estatutos las medidas por medio de las cuales llevó a cabo esa operación.

Ese no era un asunto que le importara mucho a la opinión pública, pues las cuestiones procedimentales tienen menos peso que los prestigios individuales, de los que gozaban tanto Gaviria como Pardo. Sin embargo, esa violación de las normas fue registrada como una arbitrariedad excluyente por varios sectores sociales que terminaron marginados o en otras esquinas. El liberalismo se había convertido para ellos en un partido de centroderecha liderado por antiguos disidentes y cuya legitimidad estaba en tela de juicio.

A pesar de lo anterior, la marca ‘liberal’ seguía siendo un gancho para el imaginario colectivo. Por eso, una serie de caciques regionales que controlaban sus respectivos departamentos se aglomeraban alrededor del paraguas rojo. Eso conformó una maquinaria que en la práctica se volvió una aplanadora. Sus integrantes ya no eran de izquierda y no pocos de ellos eran terratenientes en zonas de violencia. Sin embargo, sumados, casi siempre garantizaban la victoria.

Álvaro Uribe Vélez desmanteló esa maquinaria. El tiro de gracia a ese sindicato de barones electorales fue la creación del Partido de la U. Uribe, quien originalmente había sido un liberal de izquierda, se había transformado en un exitoso populista que convocaba tanto a la izquierda como a la derecha. Su carisma, su talante autoritario y su cruzada contra la guerrilla lo convirtieron en el presidente más popular del último medio siglo. Eso lo llevó a crear su propia colectividad con la letra de su apellido. El propósito era no limitar su apoyo a los liberales, sino también sumar a los conservadores y derechistas que estaban fascinados con su mano dura.

Esa estrategia le funcionó al entonces presidente, pero prácticamente acabó con el Partido Liberal. Los jefes políticos regionales que bajo esa sigla sumaban más que sus rivales optaron por dejarla a un lado e irse al nuevo partido de gobierno, que era donde se repartía la mermelada. Los pocos que no cayeron en esa tentación quedaron en el desierto burocrático y ocho años de esa abstinencia dejaron al liberalismo en los rines.

Juan Manuel Santos decidió darle continuidad a la fórmula de Uribe, y como pasó a ser el dueño de la mermelada, se quedó con todo el andamiaje que el expresidente había montado. Este no tuvo más alternativa que pasar a la oposición.

El liberalismo, que en 1986 había tenido el 58 por ciento con Virgilio Barco, había pasado a tener en 2010 el 4,38 con Rafael Pardo como aspirante a la Casa de Nariño. En 2014 el partido ni siquiera tuvo candidato propio. En cualquier país una derrota de esas dimensiones habría producido la renuncia de los responsables. En Colombia eso no sucedió y los escasos 365.000 votos que obtuvo Humberto de la Calle son en gran parte el resultado de esas circunstancias. Por eso, algunos sectores de izquierda en este momento no reconocen esa candidatura y están pidiendo la cabeza de César Gaviria.

Para complementar esta triste historia de decadencia habría que sumar otros hechos. Por un lado, tuvo lugar el proceso 8000 en el cual buena parte de los jefes regionales que constituían la clientela del partido acabó en la cárcel. Y Ernesto Samper, quien era el líder de la izquierda social de la colectividad, se convirtió en el símbolo de ese escándalo.

También ha incidido en la debacle el sistema de los avales. Como a través de este la rosca de turno de cualquier partido tiene la facultad de escoger a los candidatos, la exclusión de los disidentes se acentúa. Y como esos partidos reciben financiación del Estado con base en el último resultado electoral, los que están por fuera quedan enfrentados a un muro infranqueable. ¿Qué podía hacer un liberal disidente a quien le negaban el aval? Simplemente ir a buscarlo en otro partido donde alguien le recibiera sus voticos. Por todo eso el glorioso Partido Liberal está como está.