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El padrino de las esmeraldas

La viuda y muerte de Gilberto MOlina una leyenda más de la Colombia contemporánea

3 de abril de 1989

La escena parecía sacada de la película El Padrino. Seis carrozas fúnebres, seguidas de lujosos automóviles marca Mercedes Benz y BMW, un buen número de camionetas como las que utilizan los escoltas y cerca de 200 camperos, se habían estacionado frente a la Iglesia de la Porciúncula en la calle 72, en donde se celebraron las exequias de Gilberto Molina y varios de sus guardaespaldas, asesinados la noche del 27 de febrero en una finca de Sasaima. Esmeralderos, ricos y pobres, hombres con manicarteras que no ocultaban sus pistolas, de gafas oscuras y vestidos brillantes, miraban con desconfianza a todo el que se acercaba y le exigían a los fotógrafos de la prensa que evitaran tomar sus rostros. Las cadenas de oro, los gruesos anillos y los relojes con pulseras doradas eran el común denominador de los hombres de pobladas patillas y sombreros estilo J.R., que rodeaban el féretro del hombre que se había convertido en una leyenda del mundo de las esmeraldas: Gilberto Molina.
Molina era el símbolo de una clase emergente que hizo hístoria durante la década de los setenta y logró que su nombre superara las leyendas de hombres como Efraín González y el "Ganso" Ariza. Hasta el punto de que el mundo de las esmeraldas prácticamente se dividía en dos. Los que estaban con él y los que estaban contra él. Por eso no fue raro que mientras en la calle 72 se daban cita cientos de personas, entre las que se encontraban varios buses repletos de campesinos boyacenses que lloraban su muerte, en otras partes había gente que manifestaba que si bien no se alegraban, sentían un fresco.
Por eso no fue raro tampoco para los periodistas de SEMANA que se desplazaron a la zona esmeraldífera, encontrar que al tiempo que en las poblaciones como Otanche, Santa Bárbara, Borbur y Pauna, sus habitantes consideran que les mataron a su principal benefactor, en Coscuez se haya celebrado con bombos y platillos, trago y voladores, la muerte de quien califican como el principal enemigo de la región. Un número no inferior a 200 viudas acusa directamente a Molina de haber sido el responsable de la muerte de sus maridos.
Cerca de 4 mil personas que habitan en esa población minera consideran que aunque no ha desaparecido el mayor obstáculo para trabajar en la mina, por lo menos si "quitaron del medio a la cabeza", como lo manifestó a SEMANA uno de los guaqueros de la zona.
Por esta razón, tampoco resultó extraño que las primeras versiones de prensa dieran como posibles autores de la muerte de Molina y de 18 personas más, al "Pequinés" y a su banda.
Luis Murcia, alias el "Pequinés", es un hombre que para las poblaciones de Otanche, Borbur, Santa Bárbara y Pauna, se ha convertido en el terror de la zona, mientras que para los de Coscuez es algo así como su redentor, después de que desaparecieran, o fueran asesinados por Molina, según ellos, algunos personajes como el "Colmillo", el "Garbanzo", el "Chito" y otros que al parecer también han teñido de sangre a la región y quienes han mojado prensa en más de una ocasión por cuenta de la guerra de avisos y cartas abiertas que mandan al Presidente periódicamente ambos bandos.
Pero a Molina no sólo lo lloraron en Otanche y las otras poblaciones relacionadas con las minas de Muzo. En Quipama, un municipio que prácticamente fue fundado por él y en donde pensaba construír lo que el propio Molina llamaba la capital mundial de las esmeraldas, sus habitantes lo llamaban "el papá" por haber sido el soporte principal de un palacio municipal y un aeropuerto que había costado alrededor de 1.500 millones de pesos. Dos internados de monjas que llevaban su nombre y la futura construcción de un hotel de cinco estrellas, eran parte de las obras en "su" municipio. Era el encargado de solucionar los problemas de salud, educación y hasta de orden público del pueblo. Y era el que decía quién podía trabajar o no en las minas de esmeraldas.
Tampoco celebraron su muerte únicamente los de la mina de Coscuez. En el caserío de Otro Mundo situado al frente de Muzo, en donde tradicionalmente ha existido una fuerte influencia del XI Frente de las FARC, también se hizo fiesta y se gritaron consignas enrostrándole la muerte a los trabajadores de Molina.
"Un paramilitar menos" y "muerte a los asesinos del pueblo", gritaban los pobladores del caserío, al tiempo que advertían a los trabajadores de Tecminas, empresa de Molina, que esa sería la suerte de todo el que siguiera su ejemplo.
Y es que Molina también tenía enemigos por el lado de las FARC. Varias veces había sido acusado por los miembros de la UP, por el Partido Comunista y por el periódico Voz, de ser uno de los auspiciadores de grupos paramilitares. "Molina, cuyo dominio feroz sobre una importante zona esmeraldífera de Boyacá es innegable, (Muzo, Otanche, Coscuez) ha convertido su finca entra La Dorada y Puerto Salgar, "Talavera de la Reina", en asiento de grupos paramilitares y en base de helicópteros", afirmaba el periódico Voz del 11 de febrero de 1988. Por eso su muerte también ha sido asociada a las FARC y a la Coordinadora Simón Bolívar, y hay quienes afirman que las muertes de los miembros del Partido Comunista, Teófilo Forero y José Antequera, ocurridas la semana pasada podrían ser la retaliación de los paramilitares.
Pero el nombre de Gilberto Molina no sólo se había convertido en un símbolo de las esmeraldas y el paramilitarismo. Había sido varias veces vinculado por los organismos de seguridad al narcotráfico. En junio de 1987 fue involucrado al proceso por el hallazgo de una gigantesca plantación y un buen número de laboratorios de cocaína en la población de Paime. Y aunque luego de haber sido detenido, salió por falta de pruebas, su nombre siempre estuvo asociado al de los grandes capos del Cartel de Medellín.
Aunque SEMANA habló con algunos entendidos en la materia que consideran que a un hombre que controla el mundo de las esmeraldas, teóricamente no le resultaría rentable ingresar al mundo de las drogas, también se han escuchado versiones en el sentido de que por lo menos durante la crisis producida por la esmeralda sintética japonesa, muchos de los grandes esmeralderos, escamparon en el narcotráfico.
Lo cierto es que si a Molina le sobraban amigos, y entre estos se contaban algunos militares de acuerdo con los organismos de seguridad, también le sobraban enemigos. Este hombre de 52 años que había logrado consolidar un verdadero imperio en un mundo violento como el de las esmeraldas, que se había granjeado la enemistad de las FARC y que al parecer se había enredado en el negocio de las drogas, tenía a los sicarios pisándole los talones. De hecho había escapado a varios atentados. Entre marzo y abril del año pasado sufrió tres de ellos en Bogotá en donde a punta de roquetazos, granadas y ametralladora sus enemigos pretendieron acabar con su vida.
Y un hombre que como decían tanto sus amigos como sus enemigos "tenía la lápida al cuello" no podía tener un final diferente. Hasta el punto de que uno de sus empleados al ser interrogado por un periodista en el cementerio sobre por qué creía que lo habian matado, respondió: "Por descuido". Y al parecer, según informaciones obtenidas por SEMANA Molina estaba descuidado. Se había entregado al alcohol y sus decisiones no eran el resultado de la sobriedad.
Por eso no es de extrañar que como en el caso de Ledher cuando cayó detenido, la muerte de Molina no haya sido tan mal recibida por algunos de sus antiguos socios. La única pregunta que se hace todo el mundo es si éste es el final de una leyenda, o el comienzo de una guerra.