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Guerra en el Cauca: sin palabras

¿Qué llevó a los indígenas del norte del Cauca a expulsar militares de sus bases y a capturar y desarmar guerrilleros de las Farc? SEMANA explica las razones de fondo tras la gravísima crisis que vive la región.

Álvaro Sierra Restrepo
21 de julio de 2012

La imagen del sargento del Ejército Rodrigo García llorando de rabia y humillación mientras era arrastrado de pies y manos por indígenas enfurecidos, que los sacaron a él y sus hombres de la base militar en el cerro Berlín, en Toribío, fue un resumen memorable e insólito de años de distancia e incomprensión entre el Estado y la población del Cauca y el clímax de la crisis de seguridad más importante que ha enfrentado el gobierno de Juan Manuel Santos.
 
¿Por qué?, se preguntan muchos en el resto de Colombia. ¿Por qué ahora?  ¿Cómo se llegó a que un grupo indígena invada y destruya, por primera vez en la historia del país, una base militar y, a gritos y empujones, esgrimiendo bastones y, en algunos casos, hasta machetes, expulse de ella a un centenar de soldados cuya misión es, supuestamente, protegerlos? Las respuestas que se han dado a estas preguntas –que van desde complicidad con la guerrilla hasta la deuda histórica del Estado con los indígenas– son tan contrapuestas como apasionadas y están despertando debates de fondo sobre los límites de la autonomía indígena y lo adecuado de las políticas de este gobierno y los anteriores para manejar la cada vez más compleja y dramática situación del Cauca.
 
Furia indígena

La mayoría del país que vive en las ciudades, al abrigo de los estragos directos del conflicto armado, asistió, sorprendida e indignada, a la toma del cerro Berlín, donde están las torres de comunicaciones de Toribío y del Ejército, el martes 17 de julio. El contraste con las imágenes de los estudiantes en Bogotá abrazando a los policías antimotines durante su protesta el año pasado no podía ser más fuerte. En lugar de la resistencia pacífica de la que ha hecho gala el pueblo Nasa, indígenas vociferantes que amenazaban y empujaban con sus bastones a los militares invadieron su base, destruyeron sus trincheras y, a la brava, sacaron a soldados, equipos y comida, de la cima del cerro.
 
La conducta de los militares, que prefirieron dejarse expulsar a usar sus armas contra civiles, no solo habla de avances en el respeto a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, sino que evitó una tragedia y reforzó el sentimiento de solidaridad con ellos. Tanto se desbordó la situación que, más tarde, los líderes indígenas se disculparon. “Tengo que reconocer que allí nos equivocamos”, le dijo Feliciano Valencia, uno de ellos, a SEMANA.
 
El miércoles 18 en la madrugada, después de un tweet del Presidente –“No quiero ver un solo indígena en bases militares”–, el ESMAD, el escuadrón antimotines de la Policía, puso fin a la toma del cerro y, horas después, los dirigentes de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), que la habían liderado, y delegados del gobierno conversaban en Santander de Quilichao. Al día siguiente hubo otra reunión, en Toribío, con delegados de la ONU y la Defensoría. Se acordó que los temas de fondo se discutirán, a partir del martes 24, en una mesa de diálogo en Bogotá. Eso bajó la temperatura. Pero, para entonces, la crisis llevaba ya una semana.
 
Crisis anunciada

La toma de Berlín fue el momento culminante de  una furia que se vio venir y a la que el gobierno reaccionó con notoria lentitud. El primer aviso tuvo lugar el martes 10, cuando los indígenas rodearon un puesto militar en Monte Redondo, en Miranda, y destruyeron tres trincheras de la policía en Toribío. El 11, durante la visita que el presidente Santos hizo al pueblo, iniciaron la toma del cerro Berlín para hacer lo mismo y fueron a hablar con las Farc para que quitaran sus dos retenes de la carretera que viene de Santander de Quilichao. Naciones Unidas y el juez español Baltasar Garzón visitaron la zona y ofrecieron su mediación.
 
El 17, la población bloqueó la vía entre Corinto y Caloto, exigiendo la salida del Ejército del caserío de Huasanó. Al día siguiente, mientras el gobierno retomaba el cerro Berlín, en La Laguna, un resguardo de Caldono, un disparo “por error” del ejército acabó con la vida del joven indígena Fabián Güetio. La reacción mostró que los ánimos distaban de aplacarse: la patrulla fue rodeada por guardias indígenas, retenida y conducida a Caldono. En Toribío, los indígenas detuvieron a cuatro guerrilleros en las afueras de Toribío y, el 19, les iniciaron un juicio público, según su costumbre. Simultáneamente, en Huasanó, en medio de un tiroteo durante choques con el ESMAD, murió un campesino y tres fueron heridos.
 
Solo cuando ya casi todos estos hechos se habían acumulado, el gobierno reaccionó, retomando las bases militares en los cerros en Miranda y Toribío, y el Presidente hizo un Consejo de Seguridad en Popayán. Se cambió el mando de la III División y se anunció la puesta en marcha del Comando Conjunto del Suroccidente, que buscará integrar la actividad militar con la acción civil del Estado. Y solo entonces, una semana después de que durante la visita presidencial se perdió la oportunidad de hablar, se invitó a los indígenas al diálogo. Sin embargo, la crisis misma sigue tan viva como las razones, coyunturales y estructurales, que la originaron.
 
¿Por qué?

¿Qué motivó estos estallidos? Desde el uribismo, que aprovechó la sensación de debilidad y de falta de respuesta oportuna que dejó el gobierno para criticarlo –“¿Dónde está la autoridad, qué pasó con el orden?”, trinó Álvaro Uribe– se señaló que las Farc estaban tras la protesta indígena. La OPIC, una asociación indígena afin al ex presidente, habló de complicidad con el narcotráfico y la guerrilla. Acore, la asociación de oficiales retirados, atribuyó lo sucedido a “equivocadas decisiones de carácter político” y fustigó la intervención del juez Garzón.
 
El propio gobierno se sumó a los señalamientos. El ministro de Defensa habló de infiltración de la guerrilla. El Presidente, al término de su consejo de seguridad, aunque precisó que no acusaba a todos los indígenas de estar confabulados con las Farc, citó un correo en el que Pacho Chino, uno de los jefes de las Farc en el Cauca, llamaba a promover este tipo de protesta, y anunció judicializaciones. Según la Policía del Cauca, se han librado 165 órdenes de captura, 103 contra indígenas, y 42 personas han sido capturadas (23 son indígenas), sobre la base de información contenida en computadores capturados luego de dos bombardeos. Una medida que ha revivido entre los indígenas el fantasma de las capturas masivas.
 
Sin embargo, no es fácil de creer que un movimiento que lleva años enfrentando a la guerrilla y cuyos integrantes han sido amenazados y asesinados por ella en múltiples ocasiones, obedezca de pronto, masivamente, una orden proveniente del monte para tomarse las bases militares. Las Farc tienen una presencia de larga data en el Cauca, han reclutado a muchos jóvenes indígenas y, por convicción o amenaza, influyen en muchas comunidades en las que el Estado apenas si ha asomado en décadas, pero en el estallido de esta crisis jugó un papel clave algo tan simple como poco visible fuera del Cauca: la desesperación.
 
El detonante inmediato de las protestas fue el ataque que durante tres días las Farc lanzaron contra Toribío (solo en este año, el pueblo, como otros en la región, ha sufrido más de una docena), que culminó con la explosión de un cilindro en el centro de salud indígena local y graves heridas a dos enfermeras. Como dijo un funcionario del gobierno que conoce de cerca la situación: “Esta pobre gente de Toribío ha aguantado bala cada día, todos estos años. Antes ha aguantado mucho. Lo que está mostrando es desespero. La parte que la gente no ve es que la población está hastiada”.
 
Hastío y desconfianza, y no infiltración, pueden ser las palabras claves tras esta nueva crisis. La cual, además, tiene lugar en medio de un giro de fondo en la situación militar que está elevando al máximo las tensiones en la compleja y sufrida sociedad caucana.
 
La variable militar

Lo que mucha gente no sabe es que en el Cauca se prepara una de las más grandes batallas del conflicto armado. El gobierno ha lanzado una de las ofensivas militares contra las Farc más importantes en mucho tiempo y estas, que poco después de la llegada de Cano a su jefatura movieron su eje estratégico hacia la cordillera Central, parecen decididas a todo para contrarrestarla.
 
El eje de la confrontación con las Farc pasa hoy por el Cauca. Para ellas, se trata de una zona estratégica. Aquí, en las alturas de la cordillera central, en Santo Domingo, nacieron casi simultáneamente que en Marquetalia. Aquí está, comandando el sexto frente, el sargento Pascuas, el único líder vivo de esa guerrilla contemporáneo de Tirofijo. Aquí, por el corredor de va de Jambaló, a Corinto y Caloto cuentan con una salida de la cordillera Central a la Occidental y al Pacífico, por el que circulan la coca, que se cultiva en la parte baja del primero de esos municipios, y la marihuana de Corinto y Miranda, cuyos invernaderos se ven a veces desde la carretera.
 
Como parte del plan “Espada de Honor”, los militares lanzaron desde febrero una vasta operación que, según afirman los generales a cargo, logró en estos meses cortar el paso de las Farc desde el Cauca hacia el Valle y las ha llevado a concentrarse en una larga línea sobre las montañas que van de Miranda a Toribío y en los cerros en torno a Jambaló (ver mapa). Ahora, los militares de la fuerza de tarea Apolo están intentando empujarlas hacia la parte alta de la ladera occidental de la cordillera Central, hacia la inhóspita región de los nevados, sobre la que otra fuerza de tarea, Zeus (la que obligó a Alfonso Cano a salir de esa zona, en el vecino Tolima, y moverse al suroccidente del Cauca, donde cayó) viene haciendo presión desde el otro lado de la cordillera.
 
Según numerosas fuentes civiles y militares en la región, las Farc han enviado, en grandes números, refuerzos de otros departamentos. “Hay 1.200 terroristas armados”, sostuvo el general Miguel  Pérez, en su último día frente a la III División. “No son guerrilleros cualquiera; son fuerzas especiales de ellos”, dice un conocedor en Popayán. Las Farc concentran ahora en el Cauca la que es probablemente la principal capacidad de fuego que tienen en el país.  Se avecina una gran batalla, quizá decisiva en esta fase del conflicto armado en Colombia.
 
Los corazones y las mentes

¿Tratarán las Farc, en estas circunstancias, de usar todos los recursos para contrarrestar el avance militar del Estado, incluida la influencia que tengan o el miedo que infundan en el movimiento indígena? El general Alejandro Navas, comandante general de las fuerzas militares, está convencido de que para evitar perder espacios están recurriendo a una “guerra de estratagema”, buscando presionar o infiltrar a los indígenas para ponerlos en contra del Estado y los militares.
 
Más allá de que la guerrilla sea o no capaz de producir movilizaciones masivas en el Cauca, el hecho es que estas no tendrían lugar sin el caldo de cultivo que han alimentado el abandono y, a menudo, la hostilidad del Estado. Los indios, como lo vienen diciendo desde hace años, no solo sienten que el Estado no ha sido capaz de protegerlos, sino que este los atropella. Su intento de expulsar a los militares puede ser un estiramiento inaceptable de la autonomía indígena más allá de la constitución, pero el Estado está en mora de dar un giro en su política tradicional. La historia de la región está marcada por tomas de tierra, reprimidas por la Policía. Entre 2002 y 2008 se impuso una política en la que primaba la estigmatización de los indígenas, que alejó mucho al Estado de ganar la guerra por “los corazones y las mentes” del pueblo Nasa. Los cultivos ilícitos que florecen sin estorbo son la nueva economía de muchas familias indígenas y caldo de cultivo para el reclutamiento de los jóvenes.
 
¿Es este gobierno conciente del reto? Las señales son contradictorias. Los militares saben, como lo dijo el general Navas, que “si la acción militar del Estado termina echándose en contra a los indígenas, la campaña militar va a ser muy complicada”. A la apuesta militar se le va a sumar un plan masivo de inversión (500.000 millones de pesos anunciados por el Presidente para el Cauca, durante su visita a Toribío), que es indispensable. Pero para remontar la desconfianza histórica de los indígenas frente al Estado, hace falta más que plata.
 
El ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos escribió la semana pasada en El País de España, a propósito de la crisis del cerro Berlín: “Que los habitantes de estas comunidades se atrevan a movilizarse en una protesta bajo un entorno de guerra, es un indicador de pérdida del miedo y también una señal de progreso democrático. Sin duda una parte de ellos responden políticamente a las FARC, pero en tanto no estén armados son civiles con derecho a la protesta social; el uso proporcional de la fuerza y sobre todo el diálogo con ellos es lo democráticamente correcto.” Para él, que el Estado llegue por fin a la Colombia rural profunda, donde las Farc se ha atrincherado en sus áreas históricas, implica retos no solo militares.
 
Ganarse la confianza de una población que hoy se toma los cerros para desalojar a los militares no será tarea fácil, pero es esencial si el Estado quiere avanzar en esta zona de Colombia. Los gobiernos anteriores, especialmente el de la seguridad democrática, no solo no lo hicieron sino que se pusieron a los indios en contra, buscando dividirlos o estigmatizándolos. Al de Juan Manuel Santos le tomó casi dos años reaccionar ante lo que viene pasando en el Cauca y en esta crisis dio muestras de lentitud y falta de decisión. ¿Será que la imagen del sargento García arrastrado por los indios sirve no solo para el oprobio sino para que, por fin, el Estado se pellizque?