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Escopolamina: un arma traicionera disuelta en las calles bogotanas

Las investigaciones apuntan a que el médico Fabián Herrera murió tras ser asaltado con escopolamina. Semana.com explora la sustancia, su origen, su impacto, la ciencia que esconde y el daño imborrable que puede dejar en la vida de sus víctimas.

Jaime Flórez y Santiago Ramírez
9 de junio de 2017

El asesinato de Fabián Herrera, descubierto el pasado 1 de junio, revivió el temor a un arma antigua en la ciudad, una de las preferidas por los delincuentes para robar y cometer abusos sexuales. Una que es capaz de convertir a la persona de voluntad más férrea en un obediente autómata. Las investigaciones de la Policía apuntan a que el joven médico fue víctima de delincuentes que tenían la escopolamina en su repertorio. Esta es la historia de una sustancia natural, extraída de un árbol, que en manos criminales puede convertirse en una especie de pócima para robar objetos materiales, recuerdos y hasta vidas.

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El pequeño Francisco Miranda*, su hermano, su padre  y el carpintero del barrio estarían muertos si esa extraña fuerza que suele aparecer en los momentos críticos que enfrentan los seres humanos no se hubiera esparcido por su cuerpo. Con esa energía que sentía ajena, como de un gigante, sus pequeñas manos, las manos de un niño de doce años, rompieron una chapa de hierro y lo liberaron a él y a los otros de un encierro que habría sido letal de haberse prolongado unos minutos más.

A los hombres que intentaron masacrarlos apenas los recuerda. Nunca los había visto, pero mostraron tanta cordialidad en el trato que les permitieron acercarse a la mesa. Francisco Miranda estaba junto a su pequeño hermano de 6 años y un vecino de 60, el último cliente que había en la tienda aquella tarde. Los pequeños tomaban gaseosa mientras su padre, detrás del mostrador, hacía las cuentas del día y se preparaba para cerrar la caja.

Los extraños se sentaron al lado, eso es lo último que recuerda con claridad. En adelante, todo es una secuencia de imágenes intermitentes que se proyectan en su mente con velocidad. El carpintero se arrastraba y vomitaba en el suelo. Su hermano, inconsciente, descargó la cabeza sobre la mesa. Su padre se desplomó detrás del mostrador. El pequeño Francisco se despertó y recorrió el lugar como si flotara, con escasas nociones del tiempo y el espacio pero con la intuición latente de que si no actuaba rápido, todos iban a morir.

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Quiso salir a tomar aire, lo necesitaba, pero el portón no abría. Los habían encerrado. Entonces gritó y escuchó que afuera alguien respondía a su llamado, alguien que quería auxiliarlos pero le era imposible entrar. Los minutos se iban y a ellos se les iba la vida, agonizaban. Entonces el pequeño de 12 años sujetó la chapa de hierro y, aún no se explica cómo -tal vez con la fuerza alucinada de esa pesadilla- quebró la chapa. La puerta se abrió. En ese instante su mente quedó en blanco, como si la hubieran vaciado, y se desplomó.

Para recordar esa tarde, Francisco Miranda, hoy de 46 años, tiene que forzar su mente. Eso ocurrió en 1983 pero aún vive con las secuelas. Sus memorias se desacomodaron en el cerebro para siempre. Eran los años del furor de la escopolamina. La sustancia siempre había estado presente en la ciudad, casi en cada barrio de Bogotá había un árbol de borrachero, de donde se extrae la que también es conocida como "burundanga". Pero su potencial criminal apenas empezaba a ser explotado. Acababan de descubrir un arma traicionera, silenciosa y veloz.

Para crearla hacía falta extraer algunos componentes naturales del borrachero y cambiar parte de sus estructuras moleculares para aumentar su potencia. Desde entonces,  "la burundanga ha sido combinada con muchas sustancias, de manera ilegal y de mil formas, indiscriminadamente", explica el doctor Carlos Valdés, director de Medicina Legal.

Un informe publicado por la Revista Semana en octubre de 1984 explicaba que la escopolamina era usada para cometer el 6% de los robos. Las cifras hoy siguen siendo altas. Según datos del Observatorio del Delito de la Policía Nacional, el año pasado hubo 867 casos de denuncias de lesiones personales, 822 de delitos sexuales y 1.377 hurtos a personas en los que se usó la escopolamina como arma. Entre el 30%y el 40% de esas denuncias ocurrieron en Bogotá.

 

Es común que cada vez que se usa algún químico para doblegar la voluntad de una víctima, se concluya que le suministraron escopolamina. Sin embargo, explica Valdés, esa sustancia ya es poco rentable para los delincuntes, pues extraerla del borrachero es un proceso costoso. Con los años, los delincuentes aprendieron a usar otras químicos que logran resultados similares y que están en el mercado, accesibles: medicamentos siquiátricos como la benzodiazepina o los ansiolíticos, que también tienen efectos sedantes e hipnóticos.

Sin embargo, la escopolamina fue la precursora de esas sutancias y por eso su nombre se convirtió en una categoría para rotular al resto de compuestos que tienen el poder de aplastar la conciencia de una persona por un par de horas, mientras los criminales saquean sus bolsillos, sus cuentas bancarias o sus apartamentos. Todo depende de la dosis.  En abundancia puede desembocar en la muerte.

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Francisco Miranda despertó angustiado en un lugar desconocido. Su mente en blanco por fin fue atravesada por un pensamiento, uno desesperado: "Mi hermano. ¿Qué pasó con mi hermano?". Examinó la habitación blanquísima que daba la impresión de mantenerlo en la pesadilla. Entonces vio la pequeña figura de su hermano en la cama del lado, hundido en la inconsciencia.

Al instante aparecieron los médicos y supo que había pasado tres días en ese sueño profundo, que su padre y el anciano carpintero ya habían despertado. Y que su madre, empleada de una droguería, recogió los vasos en los que bebieron gaseosa y los hizo examinar en un laboratorio. Los resultados indicaron que contenían escopolamina en una dosis tan alta que las autoridades sólo pudieron sacar una conclusión: no querían robarlos, la única intención de esos extraños que irrumpieron en la tienda era asesinarlos. Fueron enviados por un conocido de la familia para cobrar una enemistad con el padre. Y los habían encerrado en el local para que, en silencio y sin prisa, la sustancia terminara el trabajo.

Desde esos años la escopolamina se ha convertido casi en un mito, sus historias llenaron la ciudad. El hombre que llegó de Estados Unidos, fue raptado y después de horas de tortura en el trance de la escopolamina apareció abandonado en la vía a Guaymaral, a las afueras de la ciudad. La médica que fue drogada en una fiesta por sus propios amigos. El joven que fue llevado hasta el humedal Córdoba, donde lo amarraron, lo desnudaron y lo humillaron. El estudiante que cuando celebraba un grado en Cuadra Picha fue abordado por tres mujeres y él, que alardeaba de donjuán, terminó inconsciente en su apartamento, que fue vaciado por las delincuentes.

Hoy, según cifras de la Policía Nacional, los lugares donde más ocurrieron robos con escopolamina en Bogotá, durante 2016, fueron las vías públicas, con 227 casos y los bares, con 48. La sustancia está disuelta por toda la ciudad y su uso criminal es tan frecuente que a muchos les alcanza la vida hasta para ser víctimas de sus efectos más de una vez.

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Francisco Miranda ya era un joven de 22 años y el doloroso episodio en el que estuvo a punto de morir parecía relegado ya en su esforzada memoria.

Pero una noche de 1992, las líneas de atención de la empresa de telecomunicaciones para la que trabajaba tecleando mensajes, empezaron a llenarse de quejas por el servicio de beepers. Lo que Francisco escribía llegaba a los aparatos móviles de los clientes sin sentido en su gramática y su contenido. Eran absurdos. Cuando la jefa de personal quiso averiguar lo que pasaba y llegó al cubículo de Francisco Miranda, lo encontró en trance, escurrido en su silla, recibiendo llamadas y enviando mensajes sin la menor consciencia de lo que hacía.

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Luego de pasar unas horas en un hospital pudo reconstruir la secuencia de los hechos. Minutos antes de las siete de la noche había tomado un bus hacia la empresa, y cuando se bajó, un desconocido lo roció con un spray. No supo qué hizo luego pero logró llegar, desorbitado, hasta su oficina. Se había salvado por segunda vez.

Cuerpo adentro

Ignacio Páez* estaba en su casa en Bogotá, después de una jornada de trabajo, cuando recibió una llamada de alguien que había hecho parte de su vida hacía varios años.

¿Aló?

Aló. Hola Ignacio, con Marcela ¿Me recuerdas?

Él no sabía con quién hablaba, pero como la persona al otro lado de la línea sabía su nombre buscó en su cabeza algún indicio de una Marcela. “Claro, Marce ¿cómo estás?”, le respondió luego de unos segundos de silencio. La llamada se le hizo en ese momento la cosa más extraña del mundo, porque habían pasado varios años sin hablarse, sin saber nada del otro.

Lo que siguió fue una confesión de Marcela que hizo que la mente de Ignacio hiciera retrospectiva: La habían escopolaminado para robarle sus pertenencias y había aparecido en la banca de un parque de Medellín, con la mitad de sus recuerdos borrados por completo. Incluso se le refundieron las memorias de las memorias de lo que vivió con él,  pero cuando encontró el número de Ignacio anotado en una libreta decidió llamarlo por la curiosidad que le causaba aquel nombre.

Ignacio podía entender el relato. Él también había vivido el trance de la escopolamina.

Fue hace diez años. Ignacio tenía que llevar unas fotografías al barrio La Castellana, en aquella época en la que todavía tocaba sumergir las películas en revelador y fijador. Trabajaba como fotógrafo para un diario importante en Bogotá. Llegó en su carro y pitó varias veces. Nadie respondió. De repente su mundo se volvió negro y cuando volvió a la realidad estaba en el barrio San Jorge Sur, en Rafael Uribe, sin carro, billetera, ni equipo fotográfico, pero sí con muchas náuseas.

Lo que sucedió en su cabeza fue una secuencia de procesos químicos detonados por la escopolamina que le suministraron sin darse cuenta. La segregación de los neurotransmisores, los químicos encargados de transportar el impulso nervioso en su cerebro se inhibió, lo que le impidió tener control sobre sus funciones motoras, sobre su voluntad, incluso le bloqueó la capacidad de crear recuerdos. Por eso, cuando le hablaban no entendía, ni recordaba, solo parecía dormido.

Frecuentemente, la escopolamina altera el ritmo del corazón y puede conducir a una fibrilación ventricular, arritmias cardiacas y esa es una de las formas en las que una sobredosis podría matar a una persona.

Otra forma es por depresión del sistema respiratorio, ya que el cerebro, en medio del caos desatado por la escopolamina, puede perder la capacidad de regular la entrada y la salida del oxígeno.Se podría decir que no hay una dosis exacta que pueda causar la muerte, sino que depende de muchas circunstancias, de cada individuo y depende incluso si esa persona tiene enfermedades o dolencias que puedan ser potenciadas por la droga.

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Ignacio conoció a Marcela en el año 2000, en Cartagena. Estuvieron saliendo por un tiempo, y cuando el romance se acabó siguieron hablando como amigos, hasta que perdieron contacto.

“Imagínate lo que me pasó, estoy en un proceso terrible porque aún tengo vacíos…”, le dijo.

Por eso, Ignacio tuvo que contarle, con detalle, los momentos que habían vivido juntos. Notó la tristeza en la voz de su amiga, y le escuchó una frase que le revolvió la cabeza. “Tuve que volver a aprender a escribir”.

Ignacio entendió que tuvo más suerte que ella.

 

*Nombres cambiados