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Es tan difícil librarse del bazuco que muchos creen que en ese vicio se esconde el diablo. | Foto: León Darío Peláez

Reportaje

La droga del diablo: 40 años en las calles y sigue siendo un enigma

La nube de bazuco lleva décadas flotando sobre las calles de Bogotá y todavía es un misterio para las autoridades, los expertos y los mismos consumidores. Semana.com explora su historia, sus efectos y la vida de un hombre que hoy se resiste a su embrujo.

17 de marzo de 2017

Es tan difícil librarse del bazuco, que muchos creen que en ese vicio se esconde el diablo. Que un conjuro maligno los atrapa en un ciclo interminable, hasta que la vida se les va entre el humo, hasta que de ellos sólo quedan cenizas. En el Bronx corría el rumor de que los muertos eran picados para moler sus huesos y mezclarlos con el polvo blanco.

Detrás de esos comentarios hubo hechos que los soportaron. El gancho Mosco, el que llegó a controlar la mitad del negocio en esa olla, tenía su propia bruja. Una anciana gorda se encerraba en las bodegas donde apilaban el bazuco y agitando ramas de eucalipto lanzaba conjuros. Ella era quien se hacía cargo de las botellas de trago que decomisaban a la entrada del Bronx, donde sólo se podía consumir lo que se vendía adentro. Vertía el licor en una paila gigante y lo mezclaba con aguapanela y con otras sustancias de sus anaqueles. Ese brevaje se repartía gratis entre la muchedumbre. Y los consumidores creían que era parte del hechizo que los mantenía allí, como encantados, atrapados en esas tres cuadras donde se perdían para siempre.

Ese tipo de mitos tiene su anclaje en el desconocimiento que rodea al bazuco, pese a que es una droga de casi medio siglo de historia. Mientras la mirada se vuelve a fijar en la coca, por el incremento de los cultivos que reportaron las observaciones gringas, y la política antidrogas vuelve a versar sobre su derivado estrella, la cocaína, nadie pone la vista en el lado B de la mata, el más oscuro y el que mayor daño causa en las ciudades colombianas: la droga del diablo.

El viaje

Luego de pasar varios días sin consumir, Alberto López decide ir por una papeleta de bazuco. Como el perro de Pavlov, apenas tocan la campana para avisarle que viene el estímulo, él ya siente sus efectos. Sus músculos se tensionan, le dan ganas de defecar. Y en vez de ir al baño, arranca hacia la olla. Está lejos, a varias cuadras. Echa a correr y en un instante está allá. Sin tomarse tiempo para recuperar el aliento, hace la transferencia: 3.000 pesos por una dosis. Carga la pipa y se mete el primer plon. Es el que le devuelve la tranquilidad, el que le corta las ganas de defecar.

Durante los siguientes cinco o diez minutos, dependiendo del cliente, viene lo que el neuropsicólogo Juan Daniel Gómez denomina la euforia cocaínica. Con el primer pipazo, se descarga una inyección de dopamina en el cerebro con la que llega la recompensa: el confort y el placer. Las pupilas se dilatan, la saliva se espesa, los sistemas biológicos se aceleran, la respiración y las palpitaciones del corazón aumentan el ritmo. Aparece la lucidez mental, o al menos la sensación de lucidez. Los músculos se crispan, se ponen alerta, listos para reaccionar ante cualquier amenaza. Alberto López se agita como si su vida estuviera en riesgo.

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El segundo pipazo es el mejor, dice. Con la ansiedad menguada hay tiempo para jugar con el fuego, para oír el "crack" que hace el bazuco cuando lo consume la candela, para explorar el placer primario de tener el humo en la boca y de expulsarlo con la expectativa de que ya viene otro plon. De la compulsividad del consumidor depende la frecuencia que lo separa de las siguientes bocanadas. Alberto está curtido, lleva 25 años haciéndolo. Espera un poco, conversa, se distrae viendo mujeres.

Luego viene la disforia cocaínica. El cliente quiere volver a fumar, ya no para subirse, sino para evitar el declive. "En este punto no se consume para estar bien, sino para evitar estar mal", explica Gómez. Algunos pilotean el aterrizaje con marihuana. Es entonces cuando Alberto López cae en la cuenta de que fumar bazuco está prohibido. Se dispara la paranoia pero también una especie de goce masoquista. Los sentidos, sobre todo el oído, se agudizan. El sonido de cualquier moto se vuelve un estruendo que le hace pensar que viene la Policía. El paciente se pone hipervigilante. Si está en su casa, siente que en cualquier momento llegará su esposa o sus hijos. Pero todo depende del consumidor. No hay respuestas homogéneas.

"El bazuco sólo potencia los ángeles o los demonios, pero no saca nada que el individuo no tenga adentro", explica Gómez. Alberto López intenta relajarse y conversar. Pero hay otros que se pierden dentro de ellos mismos, entre sus miedos y sus culpas. Y dependiendo de la psique particular se vive o se evita la etapa siguiente: la psicosis. Si se accede a este punto, aparecen las ideas sobrevaloradas sobre sí mismo, la megalomanía y hasta la agresividad.

Para Alberto López, con el viaje llega el remordimiento. Y una especie de placer culposo al saber que ha hecho algo que lo daña, pero que disfruta. Entonces empieza la "tocadera". Se registra desesperado cada rincón de su cuerpo con la esperanza de encontrar más bazuco, de volver a despegar.

Las sustancias psicoactivantes, dice Gómez, afectan las áreas prefrontales del cerebro. Lo que los lleva a desinhibir su comportamiento, bloquear los juicios morales y la capacidad de decisión. Y merman la voluntad del individuo, lo que los hace caer en el ciclo interminable del consumo, así quieran parar.

Lo que queda del viaje es el aturdimiento, la suciedad en las manos por la ceniza, el sudor que huele a bazuco y las ganas de más. Luego, con la abstinencia, llegan la diarrea, el vómito, los escalofríos y los ánimos oscuros.

Cuarenta años en las calles

El bazuco apareció en los 70 como un murmullo que recorría las calles. Pero sólo en 1983 se empezó a revelar su presencia. Ese año, la revista SEMANA la registró en un reportaje titulado "Bazuco, el vicio del diablo", en el que explicaba: "Los colombianos, más o menos hechos a la idea de que en el país la droga que se produce se exporta pero no se consume internamente, empiezan a registrar con asombro un nuevo fenómeno: el bazuco se consume masivamente en el país, ha penetrado en todos los sectores sociales y en la población de todas las edades".

Su origen está en los laboratorios de cocaína. Los cocineros acostumbraban a sacar algo de base de coca antes de terminar el proceso para volverla "perico", y rociarla sobre sus cigarrillos de tabaco o marihuana. Descubrieron que cuando es un sulfato, en un paso previo al clorhidrato (cocaína), se puede fumar.

Y se abrió su mercado. A finales de los 1970 se detectó que había quienes querían fumar cocaína en vez de inhalarla. Aparecieron dos caminos para hacerlo: el crack, que es la cocaína misma pero "patraseada", es decir, convertida en un polvo que se puede quemar, y el bazuco, un estadio previo a la cocaína. El primero pegó en los laboratorios de Chocó, y de ahí llegó a Panamá y luego a Miami, desde donde se regó por todo Estados Unidos. El segundo se quedó para abastecer el mercado interno y empezó a llegar a Bogotá desde las cocinas escondidas en el Llano.

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Los primeros sitios de expendio que se popularizaron fueron los de Paloquemao, donde las mismas verduleras de la plaza lo comercializaban, y los de la carrilera, en las vías del tren que pasan por el centro de Bogotá y que, todavía hoy, son lugar de emplazamiento de cambuches donde se trafica. Las dosis de bazuco, entonces, se vendían en tubos de lidocaíana, y era de un color rosado pálido y un sabor acaramelado que dependía de la sustancia que usaba cada expendedor para rendirlo. El "ríndex" siempre era un misterio para los consumidores, entonces se forjó el mito de que algunos le ponían huesos humanos triturados para enganchar a su clientela.

Durante los 1980, la droga no era muy conocida y, por lo mismo, no era perseguida a gran escala por las autoridades. Pero a comienzos de los 1990 vino el boom del bazuco, su masificación. Llegó a atrapar a figuras como Kid Pambelé, el boxeador heroico, y a Gómez Jattin, el poeta atormentado. Entonces arreció la persecución policial y las campañas de salud pública con comerciales televisados donde mostraban personas destruidas por esa droga. Sobre los terapeutas también cayó una bomba. No tenían idea de cómo tratar a los adictos y la solución fue aplicar los mismos esquemas usados para las otras adicciones: la abstinencia, el encierro, los enfoques religiosos.

Por esos días, Alberto López se metió en el bazuco. Entonces era un arquitecto graduado de la Universidad Nacional, con esposa, hijos y dedicado a la publicidad. En una fiesta en su casa, cuando se acabó el perico, un bailarín que andaba en la parranda le ofreció una papeleta, la primera, la que lo enganchó. Luego terminó en las ollas. Llegó a Cinco Huecos con dos amigos, un ingeniero y un médico. Fumar en pipa era visto como lo más bajo, así que a ellos los mandaban a los peores lugares de la plaza, sin piso, sin paredes.

Ellos entapetaron el lugar y le pusieron cortinas. Toda esa tela atrajo las pulgas y desbordó la paciencia de otros consumidores. Uno de ellos los robó. Y los encargados de la seguridad de la olla ajusticiaron al ladrón: lo asesinaron. Alberto salió corriendo del lugar. Ya como habitante de calle brincó de olla en olla hasta que cayó en el Bronx.

Allí, cuenta, hacia el 2010 se vivió el nuevo auge del bazuco. Por esos años el Bronx estaba en plena disputa territorial. Alias ‘Rigo‘, un exparamilitar y fundador de La Cordillera, banda criminal del Eje Cafetero, llegó a disputar la venta de bazuco con los ganchos Mosco, Manguera y Homero. Se armó una guerra que dejó varios muertos y la captura de los capos en el 2013. El negocio era tan redondo, que, cuentan, el gancho Mosco sacaba a diario una carreta cargada de monedas que llevaban hasta una sede del Banco de la República para cambiarlas por billetes. Luego, en mayo del 2016, vino la intervención de la Fiscalía y la Policía en la olla más grande del país, y la atomización del negocio del bazuco en plazas más pequeñas distribuidas por toda la ciudad.

El lado olvidado de la coca

La competencia por el mercado ha hecho que el bazuco se perfeccione, dice Julián Quintero, de Acción Técnica Social, organización que analizó muestras de esa droga tomadas de ollas de toda la ciudad y encontró los componentes comunes. En esencia, está hecho de cocaína, fenacetina y cafeína, y otras sustancias en menor proporción, algunas de ellas desconocidas. Lo que no se encontró fue polvo de huesos humanos. El viejo mito fue desestimado.

Ese es uno de los pocos trabajos de investigación que se han hecho sobre esa sustancia en Bogotá. Han pasado 40 años desde cuando irrumpió en las calles y el bazuco sigue siendo un enigma. Por eso, las formas de enfrentarlo se han estructurado sobre supuestos. "No sabemos qué hacer con el bazuco", dice Susana Fergusson, del IDIPRON, la entidad distrital que atiende a los jóvenes con adicción a los estupefacientes.

Desde cuando en los 1990 el bazuco se volvió motivo de consulta recurrente entre los expertos, a los adictos se les ha tratado como a los consumidores de cualquier otra droga. "Se ha abordado como una patología psiquiátrica con un enfoque de desintoxicación hacia la abstinencia. La mayoría de propuestas son de internamiento", sostiene Fergusson.

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Y hay muchas particularidades de la "droga del diablo" que deben ser tenidas en cuenta. El bazuco, más que otras sustancias, destruye las redes de afecto del consumidor. Lo encarcela en un mundo minúsculo en el que sólo se relaciona con otros consumidores y con sus jíbaros. Por eso, los adictos, como pasaba en el Bronx, se quedan a vivir en la olla, para no alejarse de su vicio. Aunque, dice Alberto López, allí se logran crear lazos de afecto, mediados sobre todo por la libertad y la ausencia de una mirada que los juzga.

"Se necesitan programas que les ayuden a construir un sentido de vida -continúa Fergusson- que indaguen por lo que la persona vivió en la calle, por el camino que lo llevó a alejarse de los suyos. Pero lo que hay son tratamientos homogéneos y anacrónicos".

El último censo elaborado en Bogotá, en el 2011, registró 9.000 habitantes de calles. Ya son muchos más. Quintero, a partir de sus investigaciones, calcula que a la fecha pueden ser 12.000 y que alrededor de 7.000 consumen bazuco. Y entre esos, unos 2.500 delinquen para costearse las papeletas. Sin duda, los efectos en la seguridad que genera esa droga, por la compulsión y la marginalidad a la que lleva a sus consumidores, son críticos. Pero el problema, asegura, es que se ha abordado sólo como un asunto policivo. "Se estudia el bazuco en su impacto a la seguridad. Pero nadie analiza su contexto, sus razones ni motivaciones. Y la poca investigación se queda en la academia".

Han pasado casi 40 años desde cuando se regó por la ciudad, y sigue siendo una sustancia que se percibe ajena a la ciudad, pese a que una nube de bazuco llegó a cubrir tres cuadras del centro, a escasos metros de la Casa de Nariño.
De nuevo, la mirada se concentra en el aumento de los cultivos de coca y en las rutas y la distribución mundial de la cocaína. Mientras, el bazuco se expande silencioso. Desde Bolivía y Perú se riega, bajo el nombre de "paco," hacia Argentina, Chile y Brasil, donde ya empiezan a reclutar a sus fieles.

El mito dice que nadie puede dejarlo, que una vez entra al cuerpo, se vuelve indispensable para sobrevivir. Alberto López lleva casi un año sin consumir bazuco, sin rendirse al embrujo. Con la experiencia de décadas entre sus garras, hoy se enfrenta al diablo, lo mira a los ojos, habla de él y resiste.