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Portada del libro ‘Los niños piensan la paz’, del proyecto ‘La paz se toma la palabra’ del Banco de la República. Ilustración, Powerpaola.

PLURALISMO

La apertura democrática que viene después de la firma de la paz

Lo que hará sostenible construir la paz es que la política vuelva a ser un lugar de imaginación colectiva y no de exclusión y exterminio.

Marta Ruiz (*)
5 de diciembre de 2015

Hace dos semanas, el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva pronunció un inspirador discurso ante un auditorio abarrotado de jóvenes en Medellín. Lula reconoció que los gobiernos de izquierda de América Latina de la última década han cometido errores, pero que también han dado ejemplo del poder transformador de la política. Decía Lula que hace 30 años nadie en este continente hubiese sospechado que un obrero metalúrgico pudiera llegar a la Presidencia de Brasil y, además, hacerse reelegir. Que nadie hubiese apostado que Bolivia podría llegar a ser gobernada por un indio como Evo Morales, o Chile por una mujer como Michelle Bachelet, o que un exguerrillero pudiera ser presidente de El Salvador. En los años ochenta estos eran sueños, que, sin embargo, se hicieron realidad por el poder intrínseco que tienen las democracias, por imperfectas que ellas sean.

En Colombia podría decirse que la democracia es una de las mayores víctimas del conflicto armado. En virtud de la guerra, el país ha enterrado no a una, sino varias generaciones de líderes sociales y políticos. Han sido exterminados varios movimientos políticos y miles de voces críticas han sido silenciadas con el exilio, la prisión o el miedo. Las heridas en el alma del sistema político son visibles sobre todo en las regiones donde la guerra se ha ensañado, y tienen nombre propio: escaso pluralismo, precaria libertad de expresión y déficit de participación ciudadana.

En 2013, el Grupo de Memoria Histórica en su informe ¡Basta ya! advertía que el miedo a la democracia es una de las razones para que el conflicto colombiano haya sido tan largo y degradado. Superar ese temor a la participación, al pluralismo y a la libertad es la tarea principal que Colombia debe acometer en el periodo de transición en el que entrará con la firma de un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc. Bien les advertía recientemente Humberto de la Calle a los empresarios: las conversaciones de La Habana no solo son para que las Farc dejen los fusiles, pues Colombia tendrá que vivir una apertura democrática. Tendrá que asumir cambios en muchos terrenos, pero, sobre todo, en la política, si quiere vivir en paz algún día. Y la hoja de ruta inicial de esta apertura está contenida en los acuerdos que se han logrado en la Mesa, pero, sobre todo, en el punto dos sobre participación política.

Algunos de los retos planteados en este punto tienen que ver con construir un nuevo equilibrio en la representación política. Por eso, se contempla crear unas circunscripciones especiales para las regiones más golpeadas por el conflicto. Esto tiene mucho sentido porque allí los movimientos, partidos y liderazgos han sido golpeados con más fuerza. Basta conocer la historia de regiones como Urabá o departamentos como Meta, Arauca o Caquetá para entender cómo se acabó con corrientes políticas enteras. Pero, también, cómo ha sido de precaria la presencia del Estado, su falta de arraigo en toda la geografía nacional y su conflictiva legitimidad.

Por supuesto, la apertura democrática también consiste en garantizar que quienes dejen las armas tengan una representación, sea por vía directa o por medio de unas amplias garantías para que hagan el tránsito de ejército insurgente a partido político.

Otro reto es ampliar el pluralismo informativo y la libre opinión. Los acuerdos contemplan crear condiciones para que nuevos medios y voces emerjan como parte de un debate público limitado por el miedo y la intimidación. También para que un país diverso en lo regional, en lo étnico, en lo ideológico se abra a un debate tranquilo y sereno, donde las diferencias, lejos de estigmatizar, impulsen la creatividad y el pensamiento.

Finalmente, el gran reto es la participación. Si bien muchos colombianos definen esta como una democracia participativa, se trata más de un propósito que de una realidad. Los acuerdos de La Habana son taxativos en todos sus puntos –del uno al seis– en que la participación será el ADN de la implementación. Y ahí está la esencia del poder que tiene el proceso de paz para lograr un cambio social. Una participación efectiva de las comunidades al definir políticas agrarias, de desarrollo alternativo, de justicia, oxigenará nuevos liderazgos, pondrá en escena voces nuevas y renovará la confianza pública. Es decir, es una oportunidad para que las instituciones se nutran de la historia, el saber, y la experiencia de quienes en carne propia han vivido la guerra y hacen el camino de la paz.

La pregunta es, por supuesto, si la sociedad colombiana será capaz de transformarse a sí misma para dejar atrás la muy larga tradición de combinar las armas y la política. De matar al adversario y tratarlo como enemigo. Eso solo será posible si se dignifica la política. Y dignificar la política pasa por un ejercicio de imaginación colectiva. Solo sociedades que pueden imaginarse un futuro diferente pueden transitar del punto muerto de la guerra, al de la construcción de paz. Lo hizo Sudáfrica, que durante décadas de apartheid creía imposible que Nelson Mandela pudiera ocupar el solio presidencial algún día. ¿Por qué no podría hacerlo Colombia?

*Consejera editorial de revista SEMANA