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Se puede pedir asilo en Colombia cuando la seguridad, la libertad o la vida misma están amenazadas en otro país. | Foto: Jonnathan Andrés Sarmiento

POLÍTICA MIGRATORIA

La paradoja del asilo en Colombia

A propósito del Día Mundial de los Refugiados, el Proyecto Migración Venezuela hace una radiografía de ese estatus en el país.

20 de junio de 2020

A Colombia se la puede percibir de muchas formas, pero definitivamente no como una nación para pedir asilo. La contradicción es evidente. Mientras el país es el mayor receptor de migrantes venezolanos, y acumula ya más de 17.000 solicitudes de asilo de ciudadanos de ese país, el Gobierno colombiano solo les ha otorgado el estatus de refugiado a 140 personas. Muy lejos en la tabla están naciones como Brasil, con 37.000 solicitudes aprobadas, o Estados Unidos, con cerca de 9.000.

¿Pero en qué radica semejante disparidad? Las razones pueden ser muy variadas. Para la socióloga Ligia Bolívar, directora del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello de Venezuela, tiene que ver con que Colombia cuenta con un sistema disuasivo, “que no invita a quien lo necesita a solicitar refugio”, dice.

En 2010 había cuatro solicitudes de asilo de venezolanos en el país; en 2019 hubo 10.500

En efecto, la figura de refugio tiene vacíos jurídicos sobre los derechos que cobijan al solicitante. La falta de un documento de identificación válido para emplearse, abrir un producto bancario u obtener un diploma es uno de ellos. Otro es la dificultad para vincularse al sistema de salud. El salvoconducto que expide la Cancillería durante el tiempo que tarda en resolver la solicitud, que por lo demás no está definido y puede ser incluso años, resulta insuficiente para integrarse a la sociedad.

De otro lado está el tema restrictivo en algunas etapas del proceso. Los solicitantes de asilo tienen hasta dos meses después de entrar al país para presentar su caso individualmente ante la Cancillería. En contraste, naciones como Chile o Perú permiten conceder el estatus de refugiado de manera grupal, lo que acoge a un amplio número de personas sin desgastar a las entidades migratorias en procesos individuales.

Esa posibilidad de brindar el refugio a poblaciones enteras es especialmente importante para el caso de los venezolanos. El alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha emitido recomendaciones en ese sentido, pues reconoce que muchos de estos ciudadanos salen de su país forzosamente. De hecho, hace poco la agencia de la ONU creó una categoría para definir la situación de la gran mayoría de venezolanos: desplazados en el extranjero.

En su discurso, el presidente Duque también lo ha manifestado así. Constantemente recuerda que en Venezuela hay una dictadura que viola sistemáticamente los derechos humanos. Sin embargo, pese a que los acuerdos internacionales que ha suscrito Colombia hacen de esta razón una causal para brindar protección internacional, ni las cifras ni los procedimientos muestran esa disposición del Estado colombiano.

La directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes, Carolina Moreno, llama la atención sobre la necesidad de reformar el sistema de asilo en el país, no solo porque no resulta garantista sino porque es obsoleto y no tiene la capacidad de atender la crisis migratoria que hoy experimenta Colombia.

Magistrado en Venezuela, refugiado en Colombia

Gonzalo debió huir de Venezuela cuando lo declararon enemigo de la patria. Foto: Jonnathan Sarmiento - PMV 

Cuando aceptó su nom­bramiento como miembro del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, como magistrado de la sala de casación civil, Gonzalo Oliveros aceptó también el destierro. Ese día, el 21 de julio de 2017, la Asamblea Nacional de Venezuela designó a los 33 togados que unas horas después, tras una alocución presidencial, se convertirían en perseguidos de la justicia.

Nicolás Maduro los había declarado culpables del delito de traición a la patria. Según aseguró el mandatario en un mensaje televisivo, los 33 serían capturados, juzgados por tribunales militares y, sin posibilidad de defensa, pagarían penas de 30 años de cárcel.

A Oliveros no le quedó otro camino que la clandestinidad. Atrás quedó toda una vida en la costa oriental de Venezuela –uno de los sitios más hermosos del país–. Como pudo, quitándose las gafas por primera vez en décadas y con la barba larga, logró llegar hasta la embajada de Colombia en Caracas. Formar parte de la máxima instancia judicial era un sueño cumplido tras 36 años de carrera que, sin embargo, duraba apenas unos instantes. Había que salir cuanto antes del país y pasar de ser magistrado en Venezuela a refugiado en Colombia.

El miedo estuvo a punto de hacerlo fracasar. En el puente Simón Bolívar, a escasos pasos del territorio colombiano, a Gonzalo lo detuvo un guardia venezolano que lo interrogó y le pidió abrir la maleta. Sudaba sin comprender cómo lo habían identificado. Pero no era así. La requisa se debió a que no estaba en la fila correcta.

“Gracias a Dios no me pidió papeles. Fueron los minutos más largos de mi vida”, relata. Ya en Bogotá, se encontró con seis o siete de sus compañeros de destierro para tocar las puertas de la Cancillería colombiana. El entonces presidente Juan Manuel Santos les otorgó en tres meses el estatus de refugiados, que comúnmente se demora entre dos y tres años.“Había voluntad política. Además, nos ayudó el hecho de que en 2017 no había la cantidad de solicitudes de asilo que hay hoy en Colombia”, dice el magistrado.

“Mi papá murió antes de que llegara el papel”

Dayana, de chaqueta negra, emigró a Colombia con su esposo y sus tres hijos. En Bogotá han encontrado sustento en labores informales. Foto: Jonnathan Sarmiento - PMV 

Corría septiembre de 2018 en Venezuela. La escasez y la falta de oportunidades hicieron que Dayana Herrera tomara la decisión que había postergado por años. Sus hermanas, que ya habían emigrado a Colombia, le insistían que también lo hiciera. La promesa de tener en Bogotá un empleo y un techo la hizo empacar las maletas y emprender el viaje. Pero el pa­norama cambió unos meses después. En Venezuela, a inicios de 2019, a su padre le diagnosticaron cáncer de garganta.

Como allá no era posible acceder a quimioterapias o radioterapias, Dayana concibió con sus hermanas la esperanza de que en Colombia pudieran ayudarlos. El hombre, que para entonces tenía 58 años, viajó con la ilusión del tratamiento, no obstante, se encontró con un calvario.

Por asesoría del consultorio jurídico de una universidad capitalina, Dayana solicitó para su padre la condición de refugiado por razón de una enfermedad imposible de tratar en Venezuela y que ponía en inminente riesgo su vida. Con el salvoconducto que le expidieron mientras le daban una respuesta, Dayana consiguió atención de urgencias en algunos hospitales de Bogotá. Pero Alí Herrera, como se llamaba el señor, necesitaba un tratamiento oncológico. El tiempo pasaba sin que él pudiese afiliarse a una EPS y su salud se agravaba.

Las hermanas decidieron entonces interponer una tutela para buscar una vez más afiliarlo al sistema de salud, a través de una EPS pública. Como un baldado de agua fría, la afiliación llegó el mismo día en que Alí falleció, el pasado 20 de mayo. “Yo rogué en la Cancillería que le dieran la condición de refugiado por su gravedad para poder hacerle el tratamiento; pero pasaron diez meses, mi padre murió y seguimos sin respuesta”, lamentó Herrera sin amilanarse por su otra batalla: conseguir estatus de refugiado para sus tres hijos, para su esposo y para ella.