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| Foto: AP Photo/Fernando Vergara

PROCESO DE PAZ

Lo que no cambió

El nuevo acuerdo modificó un alto porcentaje del texto inicial, pero mantuvo lo convenido sobre justicia y participación en política de los ex guerrilleros. Esos, al fin, son el núcleo de cualquier proceso de paz.

13 de noviembre de 2016

Se trata de un nuevo acuerdo. De una reforma amplia al texto firmado en Cartagena el 26 de septiembre. Ese fue el mensaje que, al unísono, enfatizaron los discursos del presidente Santos, y de los jefes de los equipos negociadores del gobierno y de las FARC –Humberto de la Calle e Iván Márquez- al anunciar el cierre de la renegociación.

La coincidencia no sorprende. A los tres les interesa atraer a quienes votaron No y se abstuvieron, porque de esa nueva mayoría depende la ejecución de lo pactado. Santos, por eso, dijo que “este acuerdo incluye al No” y Humberto de la Calle afirmó que el nuevo es mejor que el original. Iván Márquez fue más lejos y le puso porcentajes a las modificaciones introducidas: aseguró que se incluyeron un 65 % de las solicitudes del No, un 65 % sobre el sistema especial de justicia, 90 % en el asunto de género y cien cambios en desarrollo rural, política antidrogas, víctimas y fin del conflicto.

Si a las 297 páginas del primer acuerdo se les marca en rojo las líneas que cambiaron, la mayor parte quedaría en color. Y sin embargo, el consenso no está asegurado. El propio Santos lo reconoció en su discurso: “el nuevo acuerdo no va a satisfacer a todos”, dijo. La razón es que una cosa es cambiar un porcentaje amplio de los textos y, otra muy distinta, modificar los puntos esenciales. Hay algunos que no se podían alterar porque dejarían sin piso la esencia de un acuerdo de paz: la desmovilización y desarme de la guerrilla a cambio de garantías para participar en política y, de esta manera, que una organización armada se transforme en fuerza política.

Esos puntos fundamentales son los de justicia y participación en política para los ex guerrilleros. Los principales líderes del No en el plebiscito querían que hubiera al menos un día de cárcel para los jefes de las FARC que hayan participado en delitos de lesa humanidad, y que hubiera limitaciones para ser candidatos o hacer política.

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Santos, en su alocución de sábado de puente a las 8:00 pm –el menor punto de rating posible- dejó en claro que en el asunto de la elegibilidad no había logrado que las FARC se movieran. Durante la semana habían circulado versiones sobre los momentos de crisis que se vivieron en el Laguito, el lugar de las negociaciones de La Habana, cuando el equipo de gobierno llevó peticiones de los del No para que los condenados por delitos graves perdieran derechos políticos, o para que estos se limitaran a solo algunos escenarios –locales y no nacionales- o que se pospusieran hasta después de cumplidas las condenas. Las FARC rechazaron todas las fórmulas. Ellos piensan que el sentido de su desmovilización y la dejación de las armas es, precisamente, entrar a la política. Y así lo terminó aceptando el gobierno.

El otro punto crucial, que no cambió en esencia, es el de la justicia transicional. Allí había dos aspectos claves. En primer lugar, el uribismo y otros sectores planteaban que no hubiera un sistema especial sino que todos los casos de miembros de las FARC fueran tramitados por la justicia ordinaria. En eso no habrá cambio. La llamada JEP –Jurisdicción Especial para la Paz- se mantendrá. En la renegociación solo se aclararon, o incorporaron, algunos criterios: solo durará 10 años, las tutelas sobre sus procesos serán tratados por la Corte Suprema, no habrá jueces extranjeros y las ONG no podrán actuar como fiscales. Pero el aparato que se había acordado inicialmente básicamente se conserva.

Lo mismo ocurre con la petición del No para que hubiera cárcel –al menos un día, decían algunos- como castigo para los autores de los delitos más graves. En el nuevo acuerdo se mantiene el concepto de “restricciones a la libertad” y no se incorporó la “privación de la libertad” que pedía el uribismo. Es decir, no habrá cárcel. Eso sí se incorporaron algunas aclaraciones. En el acuerdo de Cartagena, la decisión sobre los alcances de la “restricción a la libertad” se había dejado en manos de los magistrados del tribunal especial de justicia transicional. En el nuevo texto, esos criterios se hicieron explícitos: los ex guerrilleros se mantendrán en zonas comparables en tamaño a los centros en los que se están concentrando, tendrán limitaciones para el movimiento y horarios establecidos para salir de las zonas a cumplir tareas de promoción de los acuerdos y de seguimiento al cumplimiento de los mismos.

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Hay un tercer aspecto: el de convertir los compromisos pactados en normas de rango constitucional con la figura de acuerdos especiales dentro del marco de los Convenios de Ginebra (el famoso DIH: normas para minimizar los efectos de la guerra sobre los civiles). Los del No querían abolir esta fórmula. Y lo que hizo el acuerdo final –firmado por De la Calle y Márquez el sábado- fue adoptar un punto medio.

Se mantuvo la fórmula para los temas directamente relacionados con el fin de la guerra: desmovilización de las FARC, dejación de armas, garantías de seguridad para sus miembros y para su ejercicio de la política. Pero se sacaron los que tienen una relación indirecta con el acuerdo para terminar la guerra: el desarrollo rural, la política anti drogas, por ejemplo. Las FARC lograron conservar este mecanismo para lo fundamental –las condiciones para su transformación de organización armada a fuerza política- porque para ellos es un blindaje frente a las tentaciones del establecimiento, presentes o futuras bajo otro gobierno, de incumplir lo pactado.

El nuevo acuerdo, en fin, conservó los aspectos que son la columna vertebral de cualquier acuerdo de paz: los guerrilleros no van a la cárcel y pueden hacer política. Esos dos temas son los que marcan una diferencia entre una negociación política de paz, y un proceso de sometimiento a la justicia de una organización criminal. Los diálogos de La Habana jamás habrían ocurrido si el gobierno no hubiera aceptado, desde el principio, que se trataba de lo primero. La fórmula no es distinta a la que funcionó en los procesos de paz anteriores con el M-19 y otros grupos, pero es mucho más dura con las FARC porque el derecho internacional, una vez firmado el Tratado de Roma, impide conceptos como amnistía general, perdón y olvido, que favorecieron al eme y a las otras organizaciones.

El acuerdo gobierno-FARC firmado en Cartagena había buscado un delicado equilibrio entre beneficios para la guerrilla a cambio de su desmovilización y desarme, y el cumplimiento de los compromisos internacionales que tiene el Estado colombiano. Según los discursos de Santos, de la Calle y Márquez en la noche del sábado, esa receta se mantuvo en el nuevo acuerdo. Ahora –sobre todo cuando se analicen los textos- vendrá el debate sobre si eso, en el marco de los cambios realizados al 65 % del pacto inicial, es aceptable para los del No o, al menos, sirve para conformar una nueva mayoría a favor del Sí.