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En las montañas del Cauca, los Nasa, un pueblo indígena de tradición guerrera, mantiene un proceso de resistencia desde hace más de 500 años. | Foto: Foto: José Navia Lame

SOCIEDAD

Los discípulos de Salatiel

En las montañas del Cauca, los Nasa, un pueblo indígena de tradición guerrera, mantiene un proceso de resistencia desde hace más de 500 años. Durante generaciones, los Nasa se heredan el arraigo por la tierra y formas organizativas que les han permitido mantener su territorio. Historia ganadora del Premio Simón Bolívar 2018 en la categoría crónica.

José Navia Lame
16 de noviembre de 2018

El rancho de los Méndez es angosto y de fachada larga. Tiene cinco piezas que dan a un corredor amplio donde solo se ven dos asientos de madera, polvorientos y desvencijados. La construcción se levanta en medio de un bosquecito de yarumos, guayabos, flormorados y otros arbustos de menor talla. Es una construcción en bahareque, teja de barro y piso de tierra. A Salatiel Méndez no le gustaba la baldosa ni el cemento: “Mamita, usted no vaya a estar pavimentando este rancho. La teja nos cobija, la pared nos protege… y esta (la tierra) es la mamá que nos alimenta; la madre tierra nos da mucha energía, mucha fuerza”.

Ercilia Secue aspira profundo y bota el aire muy despacio, sin ruido, mirando hacia el fogón donde arde un trozo de encenillo. Hace un esfuerzo por no llorar. No le gusta. Dice que Salatiel no se ha ido, aunque se lo hayan matado. “Él anda por ahí”. Un humo gris con olor a leña envuelve el lugar. Ercilia toma por las patas una gallina a la que minutos antes le torció el pescuezo. La acerca al fogón para chamuscarle unas plumitas rebeldes que no alcanzó a arrancar con la mano y se la entrega luego a una de sus nueras para que la someta al cuchillo.

Alrededor de Ercilia se mueven sus cuatro nueras, dos niños, algunas gallinas y un gato. La cocina es amplia, como acostumbran los Nasa, para comer en familia alrededor del fuego, casi siempre, sentados en bancas de madera rústica. Durante y después de la comida hablan de cómo les fue en su jornada de trabajo, de asuntos familiares, de sus ancestros y de la comunidad. Los Nasa, sobre todo los adultos, siempre hablan de lo organizativo. Se agrupan para todo: cultivos, cosechas, cría de truchas, arreglar casas y caminos e incluso, alguna vez acompañé a un grupo de hombres y mujeres de la vereda Vichiquí, que recogen leña todos los domingos en la montaña, para favorecer, por turnos, a los miembros del colectivo.

Son casi las doce y los comensales están por llegar. Las mujeres le echan la papa y el plátano al fondo donde preparan el sancocho. Es un almuerzo familiar para hablar de Salatiel Méndez, el mayor de los cinco hijos de Ercilia Secue y Tiberio Méndez. Salatiel fue asesinado en octubre del 2012, un poco antes de cumplir los 40 años. Tres hombres lo balearon frente a su esposa. “Él siempre se les paró de frente a los que llegaron con armas al territorio y por eso lo mataron”, dice Ercilia Secue. Tiene 62 años. Es menuda, como casi todos los Nasa, de piel cobriza y ojos achinados. En el apretón de manos y en sus movimientos recios se le nota la aspereza propia de quienes han trabajado toda su vida en las labores del campo.

Su hijo, Salatiel, era el dirigente indígena más reconocido de El Tablazo, una vereda ubicada en un vallecito salpicado por casas de bahareque y de ladrillo, a unos ocho kilómetros del casco urbano de Toribío. Al oriente del poblado la tierra se empina hasta convertirse en una imponente montaña; al occidente corren las aguas color tabaco del río Isabelilla. Su cauce guiaba antiguamente a los indígenas que bajaban por una trocha hasta Toribío, con los caballos cargados de cebolla, café o leña.

Ahora hay una carretera de piedra y cascajo por la que circula un buen número de motos, producto de la bonanza que les deja a algunos indígenas el cultivo de marihuana cripy, una variedad a la que le atribuyen una mayor potencia alucinógena. En el casco urbano de Toribío algunos líderes se atreven a decir, en voz baja, que una poderosa organización de narcotraficantes les compra la droga a los indígenas y la ‘exporta’ a Argentina, Brasil y Chile.

Foto: José Navia Lame / Los Nasa comen alrededor del fogón para hablar de las cosechas, de la comunidad y de la cotidianidad familiar.

–Salatiel no quería esos cultivos ilícitos –dice Ercilia Secue–. Él decía que ni la amapola, ni la marihuana eran para comer y que le iban a traer daño a la comunidad. Y había gente que no le gustaba lo que mi hijo decía.

Pero otros indígenas sí comulgaban con los planteamientos de Salatiel. Consideraban que sus ideas ayudaban a fortalecer el proceso de resistencia que, por cientos de años, les ha permitido a los Nasa recuperar las tierras de sus resguardos y mantener gobierno, justicia y cultura propios; además de una relativa autonomía sobre el territorio que heredaron de sus ancestros y han demostrado defender aún a costa de su vida.

Por esa razón, un grupo de indígenas del resguardo de Toribío se convirtieron en seguidores de Salatiel Méndez. “Salatiel nos puso en contacto con la naturaleza. Él nos decía que hay que aprender a interpretarla y a respetarla para mantener la esencia indígena del pueblo Nasa, para recuperar las costumbres de nuestros abuelos y defender el territorio”, dice Víctor Casamachín, uno de los indígenas que acompañó a Salatiel, durante seis años, en charlas y caminatas nocturnas por las trochas y carreteras que cruzan la cordillera.

Para los Nasa, ‘caminar el territorio’ forma parte de la educación que reciben desde niños por parte de sus mayores. Durante los primeros meses, el bebé viaja en la espalda de su madre. Ella lo envuelve en un cobertor y se lo amarra al cuerpo con un chumbe, una especie de cinturón, largo y colorido, tejido en hilo con figuras geométricas que representan las montañas, el rayo, los ríos y otros motivos de la cosmogonía Nasa. Así, el niño aprende a conocer los olores de la huerta. Siente el viento de los caminos y escucha las arengas de sus dirigentes y las letras los himnos Nasa, que pregonan la resistencia milenaria –“y seguiremos peleando, mientras no se apague el sol”– o la certeza de que “por cada indio muerto, otros miles nacerán”.

Quienes más caminan el territorio son los miembros de la Guardia Indígena o Kiwe Thegna, encargados de mantener el control en los territorios Nasa. Sus recorridos por los linderos del resguardo duran hasta un mes. Visitan los lugares sagrados, van a las lagunas o siguen el curso de los ríos y quebradas hasta su nacimiento. Los Kiwe Thegnas se forman desde el colegio. En los centros educativos funciona la Guardia Escolar cuya función es respaldar al Cabildo escolar, organismo de gobierno indígena que también existe en los colegios del resguardo.

Este proceso es acompañado por los thewalas que son médicos y guías espirituales. Entre los nasa, los thewalas están presentes, incluso, desde antes del nacimiento de una persona. El thewala es un mediador entre lo terrenal y las fuerzas de la naturaleza. Por esa razón, un thewala de El Tablazo acompañó a Ercilia Secue el día en que nació Salatiel. El 2 de septiembre de 1972, Ercilia se fue temprano para el pequeño rancho que su esposo, Tiberio Méndez, construyó en medio del monte para que ella diera a luz a sus hijos. Allí, el thewala hizo un tendido con hierbas medicinales para que la partera depositara al recién nacido. Luego, según la tradición Nasa, le cortó el cordón umbilical y lo enterró bajo el fogón. En el mismo rancho están enterrados los ombligos de los cuatro hermanos de Salatiel.

“Nos metíamos a la medianoche”

Con el entierro del ombligo, los Nasa crean el primer vínculo atávico con el territorio. Un día antes de mi visita a El Tablazo, Ezequiel Vitonás, un importante líder Nasa, me había explicado que “el indio no se va de la zona donde tiene enterrado su ombligo y muchas veces prefiere morir por defender o por recuperar un pedazo de tierra”. Vitonás ha sido gobernador del resguardo, alcalde del municipio y es otro de los dirigentes a quien los demás indígenas acuden en busca de consejo para enfrentar asuntos del conflicto armado y otros temas que van desde la historia política de los Nasa hasta la creación de grupos asociativos para producir y cultivar. La Unesco lo considera maestro en sabiduría ancestral.

El ombligo de Ezequiel Vitonás está enterrado en Tacueyó, un resguardo ubicado a veinte kilómetros de Toribío, por una carretera destapada que atraviesa el pueblo y más adelante se divide en dos ramales. Uno baja hacia Santander de Quilichao y otro va para Corinto. Tres días antes de visitar El Tablazo, hice el recorrido de Toribío a Tacueyó.

El pueblo se deja ver después de casi media hora de zangoloteo por una carretera sin pavimentar. La buseta, repleta de carga y pasajeros, se detiene a la entrada, envuelta en una nube de polvo. Dos mujeres indígenas, de bluyín y botas de caucho, se bajan a la carrera. Una gallina negra estira el pescuezo en la mochila de fique que la más vieja carga terciada.

Tacueyó está construido en la falda de una montaña. Tiene unos dos mil habitantes, la mayoría indígenas. Otros quince mil se reparten en 36 veredas. Sobre la calle principal se ven locales de ropa, droguerías, productos agrícolas y mercancía china. En esa calle también funciona un almacén de misceláneos y una productora de lácteos, ambos propiedad de los indígenas. Junto al parque, angosto y triangular, sobresalen algunas casonas de dos pisos, de arquitectura paisa, construidas por los colonos antioqueños que, según cuentan Vitonás y algunos habitantes de Tacueyó, derribaron los bosques a golpes de hacha y expulsaron a familias indígenas que habitaron por generaciones en estas cordilleras.

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Según los testimonios de los indígenas, entre los colonos también había santandereanos y tolimenses; pero a todos los llamaban ‘paisas’. Ezequiel Vitonás, quien bajaba a pie limpio de la vereda La Tolda a la escuela del pueblo, recuerda la advertencia diaria de su madre: “Váyase por la orilla del camino y si oye que vienen las mulas de los paisas métase pal’ monte porque se lo llevan por delante”. Dice que por la trocha que venía de Santo Domingo bajaban hasta cuarenta bestias en hilera, cargadas con bultos de papa y cantinas de leche.

–Se apoderaron de todas estas tierras y del pueblo. En Tacueyó ya no vivían indios; les tocó irse. Solo vivían blancos. Todas estas veredas eran haciendas grandísimas de los paisas. De la tolda para arriba, a López y Santo Domingo, no podían subir los indios –dice Vitonás, quien cuenta que los colonos comenzaron a llegar a principios del siglo pasado en busca del árbol de quina, al que se le atribuyen propiedades medicinales. Sin embargo, la mayor oleada de colonización se vivió hacia 1950, durante la época de La Violencia, cuando miles de colombianos fueron expulsados de campos y ciudades.

Este es un periodo que los Nasa consideran trágico para su cultura; de pérdida de autoestima y de resignación, porque muy pocos se resistieron. Ezequiel Vitonás, Honorio Chate y otros habitantes de Tacueyó cuentan que los profesores se burlaban y los castigaban por hablar nasa yuwe y por acudir al thewala.

– Los profesores les daban juete si hablaban nasa yuwe. Los amenazaban y los asustaban con el demonio. Entonces los abuelos no volvieron a hablar nasa yuwe. Por aquí nadie hablaba y tampoco nos enseñaron porque pensaban que eso era malo y que nos iban a castigar–dice Everney Chate, Coordinador académico del colegio de la vereda La Playa, a unos cinco kilómetros del área urbana de Tacueyó.

En Tacueyó, los indígenas más viejos cuentan sobre el despojo del que fueron víctimas sus abuelos desde principios del siglo pasado. Dicen que los paisas tumbaban monte, trazaban linderos, echaban cercas, construían sus casas y, al cabo de los años, los indígenas terminaban trabajando en las haciendas de los nuevos terratenientes. No les pagaban. Solo les daban permiso para vivir y cultivar en un pedazo de tierra.

Esa situación comenzó a cambiar a principios de los años setenta con la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric. Este organismo impulsó la recuperación de tierras en todo el departamento, amparado en los títulos coloniales de los resguardos.

–Pu’allá arriba, por López y Santo Domingo, nos metíamos a la medianoche unos 200 o 300 indígenas a las fincas de los terratenientes a voliar azadón en esos potreros. Les pelábamos una vaca y la repartíamos entre las familias más pobres. Hubo varios muertos. Pero seguimos hasta que los dueños se aburrieron y le dieron las fincas en venta al gobierno.

El que habla es Honorio Chate, el líder más reconocido de la vereda La Playa. Participó en decenas de tomas de tierra y enfrentamientos con los escuadrones antidisturbios de la policía que llegaba a desalojarlos. Tiene 60 años y luce cansado. Está sentado en el patio de su casa, cubierto por una ruana. Son casi las ocho de la noche. A sus espaldas se divisan, en la lejanía, los parches de luces blancas de tres invernaderos de marihuana cripy. De algún lado llega, con el viento, el sonido de una cumbia peruana.

Chate fue amigo del padre Álvaro Ulcué Chocué, un sacerdote indígena, párroco de Toribío, asesinado por sicarios en 1984, y a quien los indígenas de esta zona consideran un mártir de la resistencia Nasa. Lo pintan en murales, organizan grupos para promover su pensamiento y le rinden frecuentes homenajes a su memoria.

–El padre Álvaro nos decía que había que recuperar la tierra porque todo esto era nuestro y nosotros nos aferramos a la idea de recuperar, y no se ha cambiado esa idea desde entonces –dice Honorio Chate.

Durante casi dos horas, el líder Nasa habló de cómo recuperaron las tierras y de cómo los indígenas de Tacueyó perdieron su idioma hasta el punto de que –según sus cálculos– solo un tres por ciento de la población de este resguardo habla nasa yuwe.

Al día siguiente, muy temprano, regresé a Toribío en una chiva que venía de Corinto.

Las enseñanzas del padre Álvaro

Ercilia Secue, la mamá de Salatiel, también conoció de cerca al padre Álvaro Ulcué Chocué:

–Salatiel tenía unos tres años cuando nos dijeron que venía un padre nuevo para Toribío. De aquí nos fuimos varios a saludarlo el día que llegó. Nunca antes habíamos visto a un padre indígena. Después yo lo acompañaba por todas esas veredas. Yo me apaba (echaba a la espalda) al más pequeño y me llevaba a Salatiel de la mano a ayudar en los grupos de oración.

Ercilia cuenta con orgullo que el padre Álvaro le dio la primera comunión a Salatiel y visitaba seguido a los indígenas de El Tablazo. Celebraba misas multitudinarias en las veredas, donde los indígenas comenzaron a verlo como el guía que esperaban  desde los tiempos del gran caudillo Nasa Manuel Quintín Lame, quien lideró, en 1914, un levantamiento indígena contra los terratenientes caucanos.

Foto: José Navia Lame / La familia Méndez mandó a imprimir una pancarta con la foto de Salatiel y del sacerdote Álvaro Ulcué, para mantener su memoria durante los encuentros donde hablan de sus enseñanzas y de su papel en la comunidad.

Entre los objetivos del padre Álvaro Ulcué –según un documento de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, publicado el 10 de noviembre de 2004, con motivo de los veinte años del crimen– figuraban: “Motivar al indígena a salir del alcoholismo propiciado por los blancos para explotarlos con mayor sutileza”; “despertar la conciencia del indígena de tal manera que sean ellos mismos los constructores de su propia historia mediante la toma de sus propias decisiones”; “desterrar el paternalismo que inmoviliza y acompleja a quienes lo sufren, haciéndolos inferiores” y “recuperar las tierras de los resguardos, así como su unidad y cultura, patrimonio de los antepasados y garantía de la apropiación del futuro”.

Los sermones del sacerdote alebrestaban a los indígenas e indignaban a los terratenientes. En Toribío dicen que el padre Álvaro les enseñó a sentirse orgullosos de ser indígenas, de su lengua y de sus tradiciones y, además, fue el alma del Proyecto Nasa, una hoja de ruta que ha ganado reconocimientos internacionales y que guía, a largo plazo, la vida de este pueblo indígena.

No pasó mucho tiempo para que los terratenientes comenzaran a amenazar al padre Álvaro y a las monjas Lauritas. También el ejército y la policía –dice el documento de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz – comenzaron a hostigar al padre Álvaro. A finales de 1982, la comunidad de Toribío y los grupos de oración denunciaron que los terratenientes le habían puesto precio a la vida del sacerdote –agrega el documento–. Terminando ese mismo año, la hermana del religioso, Gloria Ulcué, y su tío, Serafín, murieron baleados durante una operación policial para desalojar a indígenas en la vereda Guayco adentro, en el municipio de Caldono.

La tensión se mantuvo en aumento, las tomas de tierra, la muerte de indígenas y los enfrentamientos con la policía y el ejército continuaron en distintos municipios del norte del Cauca. Además, las Farc y el M- 19 habían establecido campamentos guerrilleros en las zonas indígenas. Luego apareció el Ricardo Franco (disidencia de las Farc) y el grupo Quintín Lame, conformado casi en su totalidad por indígenas Nasa. En los años siguientes, los ataques y hostigamientos a los cuarteles policiales se sucedían con una frecuencia aterradora. Además de la lucha por la tierra, los Nasa comenzaron un peligroso pulso con las Farc, que intentaban imponer sus normas a las comunidades, lo cual violaba uno de los preceptos sagrados de este pueblo: la autonomía territorial.

Después de recuperar las tierras altas de sus resguardos, los Nasa ocuparon, el 25 de enero de 1984, la Hacienda López Adentro, la cual reclamaron como parte del resguardo de Corinto, asignado por la Corona española. La fuerza pública reaccionó de inmediato, según lo registra el investigador social Héctor Mondragón, en el documento Ardila Lülle frente al pueblo Nasa: la caña de azúcar en el norte del Cauca. Hubo una batalla campal y en medio de los cañaduzales quedaron cinco indígenas muertos y otros 18 heridos. Algunos documentos señalan que después ese hecho, el padre Álvaro Ulcué celebró una misa en la finca ocupada por los indígenas.

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Los presagios sobre la suerte del Padre Álvaro se cumplieron el 10 de noviembre de 1984. Dos sicarios le dispararon en las afueras de Santander de Quilichao, a cuarenta kilómetros de Toribío, y huyeron en una moto. Un testigo acusó a dos miembros del F-2 (policía secreta) –dice el documento de la Comisión Intereclesial–, pero se retractó una semana después, luego de recibir amenazas.

“Mataron a mi tío Cristóbal”

–¡Eucha! –saluda un indígena joven que se asoma a la puerta de la cocina. ¡Eucha!, le contestan las mujeres. Tras él ingresan otros indígenas que se distribuyen en las bancas. Algunos portan bastones de madera con cintas verdes y rojas, símbolo del Cric. Verde por la naturaleza y rojo por la sangre de los indígenas asesinados. Los últimos en entrar son cuatro niños con flautas, tambora y un rascador.

Por unos segundos solo se escucha el piar de una parvada de pollos que picotean alrededor del fogón. El sancocho hierve desde hace rato. Hienacú, el perro criollo que acompañaba a Salatiel en sus correrías, se echa junto a la puerta. Ercilia me había contado que Salatiel lo bautizó así porque el animal tiene pelo de hiena y cara de cusumbo. También me había dicho que cuando le mataron a su amo, Hienacú dejó de comer y husmeaba por toda la casa y los montes vecinos.

Víctor Casamachín, un indígena fornido, que se acerca a los 50 años, toma la palabra. Es de tez más clara que sus paisanos. Dice que antes de almorzar hay que brindar a los espíritus de los mayores con chicha y chawaswa, una bebida ritual hecha a base de maíz capio. Explica que el fogón donde se preparan los alimentos es en realidad una tulpa, hecha con tres piedras que representan a los espíritus del abuelo, la abuela y el nieto.

La tulpa la construyeron para cumplir con la voluntad de Salatiel, quien quería recuperar la costumbre de reunirse en familia alrededor del fuego.

Víctor Casamachín se acerca a la tulpa y saca de su mochila una manotada de hojas de coca. Se las lleva a la boca y agrega un poco de mambe hecho de mármol. Otros indígenas lo imitan. Mambea la coca durante unos minutos. Antes de hablar abanica el aire con la mano para ahuyentar el humo de la cara:

–Salatiel decía que el Nasa, para poder conectarse con el mundo espiritual y ver todo lo que se mueve alrededor, entender e interpretar, necesita tres cosas: el vegetal, que es el que estoy mascando; el mineral, este guambe (mambe), y el líquido, que es la chicha con la que estamos brindando”.

Enseguida agarra la totuma de chicha, vierte un poco en la mano y rocía el piso de tierra alrededor de cada una de las tres piedras de la tulpa. Luego hace lo mismo con la chawaswa del calabazo pequeño, lo deposita en el suelo e invita a los niños para que se integren al ritual. Así, cada uno de los asistentes imitamos los movimientos de Víctor Casamachín en este brindis a la familia espiritual allí representada.

Tiberio Méndez, el papá de Salatiel, permanece en silencio en una de las bancas de madera. Tiene 75 años. Mide alrededor de 1,60. Usa botas de caucho, bluyín, camisa blanca y un sombrero de fieltro, ajado, y de color incierto. Confiesa que no sabe leer y que se le olvidan muchas cosas. Habla poco y a veces prefiere cederle la palabra a su esposa. Antes, cuando estaba joven, Tiberio se ganaba la vida cultivando la tierra. Además, transportaba, a caballo, productos agrícolas y leña hasta Toribío. Ahora permanece casi todo el día en el tul o huerta familiar, donde los Méndez cultivan la mayor la parte de las legumbres y hortalizas que consumen.

Le pregunto a Tiberio si a su padre también le tocó luchar por la tierra. Responde que sí, que su papá y otros tres indígenas se enfrentaron alguna vez con hombres de los terratenientes y que cuando él estaba pequeño, una vez su papá, Manuel Méndez, se quitó la camisa y le dijo: “Vea, mijo, para que se dé cuenta que no es mentira”.

– ¡Papá!, ¿Y usted cómo no se murió con todas esas cicatrices?– recuerda que le preguntó.

–Yo creo que me favorecieron los espíritus –le respondió Manuel.

Después del despojo de la tierra, de la Violencia de los años 50 y de la lucha contra los terratenientes llegó el conflicto armado a estas montañas. De nuevo, los indígenas Nasa buscaron formas de resistencia para no abandonar su territorio.

Víctor Casamachín cuenta que un grupo del sexto frente de las Farc se instaló en los montes cercanos a El Tablazo. Salatiel fue el primero en decirles que desocuparan el territorio. Muchas veces lo escucharon decirle a la comunidad: “Las armas no traen nada bueno; el que porta un arma está hecho para matar y las armas no son bienvenidas a nuestro territorio porque solo traen destrucción y muerte”. Poco después llegaron los militares y Salatiel mantuvo su posición. Pero un día la guerrilla hirió a dos soldados en una emboscada. Salatiel y otros indígenas ayudaron a evacuar a los heridos hacia el casco urbano de Toribío. Desde ese momento –dicen los Méndez–las Farc lo ‘cogieron entre ojos’.

Mientras hablamos, Ercilia y sus nueras han servido sendos platos de sancocho con una presa de gallina. Comemos sin protocolo. Con algunos malabares para sostener el plato sobre las rodillas.

Ercilia vuelve a hablar del padre Álvaro y de su primo Cristóbal Secue, uno de los más respetados líderes del movimiento indígena del Cauca, asesinado –según las autoridades indígenas– por milicianos de las Farc. Cristóbal Secue había sido gobernador del resguardo de Toribío y presidente del Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric. Lo mataron en el 2001 en el municipio de Corinto. Ercilia resume, en pocas palabras, el proceso de muerte y resistencia que ha vivido el pueblo nasa durante muchas generaciones:

–Cuando mataron al padre Álvaro, Cristóbal vino aquí al rancho y me dijo: mataron al padre Álvaro, yo voy a reemplazar, yo no tengo miedo; y siguió. Y cuando mataron a Cristóbal, Salatiel me dice: mataron a mi tío Cristóbal, yo me voy a ir a reemplazar. Yo no tengo miedo. Voy a seguir los pasos del padre Álvaro y del tío Cristóbal… Y siguió los pasos. Y ahora los hermanos de Salatiel me dicen: no estamos haciendo nada malo. Y ahí siguen trabajando por la comunidad.

Otro de los seguidores de Salatiel, Manuel Tumiñá, un líder de la Guardia Indígena de Toribío, también está muerto. Tumiñá fue asesinado, junto a otro guardia, Daniel Coicué, por un guerrillero de las Farc. La Guardia capturó a los siete guerrilleros involucrados y días después, una asamblea de cinco mil indígenas Nasa condenó al homicida a 60 años de cárcel y a otros cuatro insurgentes a 40 años. Dos menores de edad recibieron veinte latigazos cada uno.

Hasta la caída de una hoja

En una de las bancas de la cocina se encuentra Ana Delia Tenorio, la compañera de Salatiel. Se conocieron en la vereda Aguablanca, durante una jornada de trabajo comunitario para sembrar trigo. Ana Delia ha acabado de comer y ahora teje una jigra (mochila) de cabuya. Las mujeres Nasa siempre tejen. Aprenden desde niñas. Comienzan con una mochila blanca, muy pequeña, y a medida que van creciendo deben tejer mochilas más grandes y complejas. Cuando consiguen su primer compañero acostumbran tejerle una jigra de fique en señal de compromiso.

Ana Delia cuenta que tuvo tres hijos con Salatiel. Los tres han seguido la tradición Nasa. El mayor trabaja en la recuperación del tul o huerta tradicional y las mujeres están vinculadas al Cabildo y a la Guardia Indígena.

Uno de los seguidores más jóvenes de Salatiel es Mauricio Yule. Cuenta que todos los viernes, durante un año, recibieron clases de Salatiel sobre la esencia del Nasa. Hablaban de economía y gobierno propios, salud, educación, autonomía, del orgullo de ser Nasa, de sus tradiciones milenarias, de la historia política de su pueblo y de los grandes caciques, de la Gaitana, Juan Tama, Manuel de Quilo y Quintín Lame. Al cabo de ese tiempo comenzaron a caminar por la cordillera, todas las noches, hasta la una o dos de la mañana.

–Muchachos, vénganse preparados –les dijo la primera vez.

Ellos llegaron con un calabazo de chicha, las mochilas de hoja de coca y el mambe. Visitaban los sitios sagrados de sus ancestros, se bañaban a la medianoche en las cascadas heladas que se forman entre los riscos y pasaban horas tratando de interpretar el viento y los sonidos de la noche, como seguramente lo hacían sus antepasados antes de que el hombre blanco se asomara por estos filos.

–El indio debe saber interpretar hasta la caída de una hoja –les dijo un día.

Salatiel era cada vez más frentero en criticar a los armados y en la defensa del territorio. Impulsaba un proyecto de cultivos propios y programas económicos locales. Durante tres años –recuerda Ercilia– recibió amenazas. Mauricio Yule y la familia Méndez dicen que el círculo se fue cerrando. Las Farc incrementaron sus amenazas contra varios líderes indígenas, lo que motivó varias denuncias públicas por parte de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, Acin (Cxhab Wala Kiwe).

–Nos van a matar. Uno de nosotros se va tener que sacrificar –recuerda que les dijo una noche en su manera particular de hablar, influenciado quizá, por las homilías del padre Álvaro Ulcué, a las que asistió decenas de veces cuando era niño.

Salatiel presagiaba que esa mezcla de grupos armados y cultivos ilícitos iba a traer desgracias para la comunidad. De hecho, líderes indígenas de Tacueyó y Toribío afirman que cada vez hay más jóvenes consumidores de marihuana y más predios dedicados al cultivo. Incluso, en la vereda La Playa, en Tacueyó, vi un cultivo de marihuana a menos de diez metros del colegio. El día que visité ese lugar estaban quemando una pila de ripio (lo que queda después de armar los moños) y el olor penetrante del alucinógeno invadía el centro educativo, y un trecho de la carretera donde hay unas seis viviendas.

Ante los riesgos de los cultivos ilícitos y de la pérdida de la cultura propia–avasallada por la sorpresiva bonanza–, los cabildos comenzaron a impulsar la enseñanza de nasa yuwe a niños menores de siete años. También están fortaleciendo las actividades ancestrales. La intención es mantener, entre los jóvenes, el arraigo por la esencia del pueblo Nasa y por la resistencia que los caracteriza.

Los hermanos de Salatiel, uno de ellos con el chaleco, radio y bastón de la Guardia Indígena, quieren que fotografíe una pancarta. Cuentan que la hicieron hace tres años, para un encuentro dedicado a la memoria del padre Álvaro Ulcué y de Salatiel Méndez. Dos de los hermanos la extienden sobre la pared de bahareque del rancho.

Es un banner con las fotos de los dos líderes asesinados y una leyenda en nasa yuwe Jxiwkanas wecx ujweka yaatx pucxya (Todos sean bienvenidos a ayudarnos a pensar).

A ese encuentro llegaron indígenas de varios resguardos. El Tejido de Comunicación de la Acin registró así la jornada: “ Todo el lugar del Tablazo estaba bien organizado, los sitios donde iban las artesanías estaban listos para ser expuestos; los espacios para la gente tenían techo de hojas de cabuya para cubrirse del sol; en los puestos de comidas había pasteles de mejicano –papa cidra–, chachafruto, mote, trucha ahumada, sancocho de gallina, empanadas, papas aborrajadas, carne de cerdo, arracacha frita; los ‘mayorcitos’ habían llegado con semillas propias para compartir e intercambiar; gallinas, pollos, palomas, curíes, chivos, terneros y bimbos fueron intercambiados”.

El día fatídico fue un miércoles. El 3 de octubre del 2012, Salatiel Méndez viajaba para Santander de Quilichao en una motocicleta, junto con su esposa. Ella cuenta que al llegar a la vereda Los Chorros, la moto se descompuso y cuando el líder indígena trataba de arreglarla aparecieron tres hombres y lo acribillaron.

No quiere recordar más detalles. Tampoco quisieron poner un denuncio. “El día que me maten, ustedes no sean enemigos de nadie… no se vayan a poner a demandar”, le había dicho un día a su mamá.

–Él sigue por aquí, caminando con la gente. Hay muchos comuneros que siguen sus enseñanzas, me visitan, no me han dejado sola –dice Ercilia.

Además, cuenta que Salatiel la visita en sus sueños y entablan un corto diálogo. La última vez, ella estaba pelando papas para el almuerzo cuando se le apareció en la puerta.

–¡Mamá, llegué! –le anunció en tono alegre.

–Mijo, yo ya lo iba a ir a buscar.

–Es que estoy trabajando muy lejos, mamá.

Ercilia hace una pausa corta. Toma aire y concluye el relato:

–Y entonces me despierto y ya no está. Y yo digo: ¿Cómo es que mi hijo llegó y se me fue otra vez tan rápido?

*Los discípulos de Salatiel es uno de los relatos del libro Memorias: 12 historias que nos deja la guerra, lanzado recientemente en Bogotá por Consejo de Redacción y la Fundación Konrad Adenauer.