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Manuel H. Rodríguez | Foto: Paola Castaño

CONMEMORACIÓN

Manuel H., el fotógrafo

El día de la muerte de Gaitán, Manuelhache tenía 25 años, la mujer que siempre ha querido y el laboratorio rústico.

9 de abril de 2010

"Había tantos cadáveres que todos parecían iguales. Con su cámara en bandolera y el miedo entre los pantalones, Manuelhache Rodríguez dio varias vueltas a la rotonda del Cementerio Central, la morgue de El Bogotazo.
 
Era la mañana del 10 de abril y algunos pocos deudos con suerte terminaban la búsqueda de sus familiares.
 
Manuelhache escuchaba los sollozos y se iba un poco más allá a mirar las últimas caras desmadejadas. De pronto lo vio. Estaba desnudo y lacerado. No tenía, a diferencia de casi todas las víctimas, heridas visibles de fusil. Una corbata sin color le caía en curvas sobre el pecho y el hueco profundo de la frente parecía consecuencia de un golpe terrible.
 
Buscó a los legistas que tomaban huellas gélidas. Los médicos lo vieron y también entraron en curiosidad. En esas llegó Felipe González Toledo, un maestro de la crónica roja, y el cuerpo de Juan Roa Sierra, el único hombre señalado de ser el asesino de Jorge Eliécer Gaitán, dejó de ser un enigma.
 
Esa no es su fotografía más célebre, y, además, pocos saben que es suya. A Manuelhache lo conocen por otras fotos, como la que le tomó a Manolete, el torero, en 1946, recostado en las tablas de la Santamaría, a la espera de la muerte, que lo visitó un año después. O la de Alberto Lleras Camargo, subversivo en tiempos del general Rojas Pinilla, con la V de la victoria. O la de Luz Marina Zuluaga, radiante, simplemente reina de todas las reinas.
 
Pero si algún día Manuelhache recibió la alternativa como fotógrafo (de cada tres palabras que pronuncia, dos son taurinas), ese fue el 9 de abril.
 
En medio de la batahola supo que lo suyo eran las cámaras, porque, hasta aquel fatídico viernes, andaba unos días en las imprentas y los demás en los "cuádrese bien y no vaya a cerrar los ojos".
 
Pero mataron a Gaitán y Manuelhache se dedicó a la fotografía y es el único no torero que tiene libertad para ir y venir por el callejón de la plaza de toros de Bogotá.
 
El día de la muerte de Gaitán, Manuelhache tenía 25 años, la mujer que siempre ha querido y el laboratorio rústico.
 
A la luz de los libros aprendió a disparar, revelar, copiar y ampliar. Aprendió todo, menos a cobrar. Nunca le pagaron las fotos de Manolete. Tampoco las de El Bogotazo. Y perdió algunas muy valiosas prestadas a El Espectador cuando lo incendiaron en septiembre de 1952.
 
Las fotografías de Gaitán embalsamado en la Clínica Central,de los tranvías hechos humo, de los saqueos y de Roa Sierra hecho una masa de carne y huesos rotos las tomó con una máquina alemana que permitía doce fotos de seis por seis.
 
El 9, después de mediodía, se la colgó al hombro luego de jugarse un chico de billar en el Café Mercantil y de saludar a unos amigos en el Café Colombia. Al frente estaba el Gato Negro, el café donde Gaitán solía ir. Si se queda diez minutos más, hubiera tomado fotos de Gaitán tirado en el piso, con el hilillo de sangre y los estertores de la muerte, y de Juan Roa en la Droguería Granada, a la espera del patíbulo.
 
Pero se fue a almorzar y apenas puso la radio escuchó el golpe. Entonces se devolvió por el mismo camino. Ahí comenzó la tarde más larga de su vida.
 
Presuroso, antes de dar con el sitio del crimen miró hacia la Ferretería Berrío y vio el que pudo ser el primero de todos los saqueos. Un grupo de hombres había abierto un paréntesis en la reja y por ahí salían martillos, hachas, guadañas, machetes, tubos. Se acercó y les pidió que posaran.
 
Manuelhache quiso seguir hacia la Jiménez con séptima, pero uno de los saqueadores preguntó a dónde iría a parar la foto. Entonces varios comenzaron a perseguirlo, intentó correr pero lo sujetaron por la correa. El fotógrafo parecía condenado a otro linchamientode los del día, cuando una voz lo salvó: "Ese es Manuelhache, el de los toros, déjenlo". Y lo dejaron. De ahí en adelante, las aventuras de un hombre con cámara y sin miedo.
 
Primero buscó las huellas de la turba que ya había matado a golpes a Roa frente a la Sombrerería San Francisco. Supo que se lo habían llevado a Palacio, pero no los encontró.
 
Ardían los tranvías, sonaban disparos y, por la carrera séptima, a un costado del Capitolio, estaban las primeras víctimas.
 
Manuelhache se atrevió, pero cincuenta metros más allá un oficial le advirtió, "si avanza, disparamos". Echó para atrás hasta dar con un lugar donde no hubiera ángulo de tiro. Pidió un pañuelo prestado y lo trepó en la punta de un trozo de madera. Sacó su pañuelo, también blanco, y se lo amarró en el brazo derecho, "era para que creyeran que era de la Cruz Roja o algo así", dice.
 
Fue a la Clínica Central y se metió hasta el lugar donde yacía el jefe en su silencio eterno. Las enfermeras se acomodaron y el hombre, agachado, hizo otra vez click. Salió corriendo de allí.
 
Volvió a la Plaza de Bolívar y vio llegar a la cúpula liberal, encabezada por Carlos Lleras Restrepo y Alfonso Araújo. Una descarga al aire de los soldados los hizo retroceder.
 
Manuelhache escogió el peor lugar para guarecerse detrás del tubo que sostenía uno de los faroles de la plaza. Dios estaba con él. Se fue a buscar más riesgos.
 
Escuchó disparos en muchas esquinas. Uno de Joaquín Tiberio Galvis en la carrera 4a con calles 13 y 14, desde lo alto de un tranvía hecho carbón. Todos lo miraban pero nadie lo escuchaba. Alcanzó a ver una figura en lo alto de la torre de la Iglesia de Santa Bárbara y luego una torre a medio destruir, sin figura por dentro, un segundo después del cañonazo del Ejército. Entonces se le acabaron los rollos y la luz, y volvió a la casa a revelar, acopiar, a ampliar. Al otro día encontró a Roa Sierra. Cuando la ciudad volvió a andar, Manuelhache regresó a los billares.
 
Todos tenían una historia del 9 de abril y otros algo más: paños ingleses, radios, joyas, vestidos. La suya, su historia, estaba en fotos, como las que ilustran este libro. El tipo decidió ser fotógrafo.
 


 
* Apartes del libro El 9 de abril, la voz del pueblo de Víctor Diusabá Rojas, Editorial Planeta