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| Foto: Daniel Rivera/SEMANA

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Así era la vida en el "Bronx" de Medellín, la olla que desmantelaron las autoridades

El alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, aseguró que alias Don Ómar era el gran capo de la Avenida De Greiff, donde recaudaba ganancias diarias por más de 25 millones de pesos. Crónica sobre un lugar donde habitantes de calle eran instrumentalizados.

Daniel Rivera Marín. Corresponsal, Medellín
29 de agosto de 2018

La Avenida De Greiff, en el centro de Medellín, era hasta la madrugada de este miércoles un emporio criminal que dejaba más de 25 millones de pesos diarios por la venta de drogas al menudeo: marihuana, bazuco, heroína y cigarrillos improbables hechos de ladrillo, tiza y gasolina. El separador vial no solo era un centro del delito, era un barrio de hombres y mujeres que vivían en carpas, en camas de periódico, y que tenían sus propias leyes de comercio: vender todo por un único bien, el de su cuerpo que les pedía con urgencia una última traba.

Desde hace dieciséis años la Flaca y el Negro vivían de recoger tubos de lapicero y de PVC con los que armaban pipas que vendían a dos mil pesos. “El que se quiera llevar esta pipa tiene que darme dos mil pesos”, dijo el Negro meses atrás con su cara tiznada de hollín, como si la boca botara palabras desde el fondo de un abismo. Las pipas más sencillas eran un mero tubo vaciado de pintura y envuelto en papel aluminio, las de lujo tenían un imán en la parte baja para pegarla de la chapa de una correa o de un encendedor para no perderla durante el día. En las noches, la Flaca y el Negro se dedicaban a pasar el sueño con botellas de alcohol etílico y bazuco, con los que perdían la conciencia y dormían y soñaban. La Flaca y el Negro aprendieron a soñar en una pesadilla. Pero esta mañana, cuando despertaron, la pesadilla también abrió los ojos.   

A las 4 de la mañana más de 800 hombres de la Policía llegaron a la Avenida De Greiff y es probable que la Flaca y el Negro —si seguían vivos, si seguían juntos— todavía estuvieran presos en la traba y la borrachera. Aquella tarde de hace unos meses, el Negro contó que había cuatro grandes ollas de droga en la zona y que se distribuían las ganancias por colores. Cada papeleta de bazuco, de marihuana, de ladrillo llevaba un color que podía ser amarillo, azul, rojo o verde, el color era de un capo, de un gran jíbaro: cuatro grandes señores del delito se dividían las ganancias, el dinero de los necesitados. “Yo puedo dejar ahí unos diez mil pesos todos los días, todo lo que me gano ahí se queda. La comida se encuentra en la basura, el bazuco no”.  

Esta mañana el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, habló del megaoperativo que terminó con la demolición de dos casas y la extinción de dominio de 34 bienes, y señaló un gran culpable capturado en una finca del Valle de Aburrá a esa misma hora, alias Don Ómar, “quien llevaba más de una década con el control del microtráfico en esa zona y tenía grandes ganancias producto de la extorsión, la venta de estupefacientes y hasta de la venta del espacio público para las trabajadoras sexuales”. Se dijo que Don Ómar ganaba más de 25 millones de pesos al día con su negocio de droga que contralaba el 30 por ciento de todas las ganancias ilegales del centro de Medellín.

En 2013 más de 3.250 personas que vivían en tugurios de Barrio Triste —zona de talleres y chatarrerías que hizo famosa el cineasta Víctor Gaviria con su película La vendedora de rosas— donde se pasaban las tardes entre el sueño y la traba para en las noches salir a buscar reciclaje, tuvieron que salir a la luz del día a buscar refugio por los operativos realizados por la alcaldía de Aníbal Gaviria por orden del presidente Juan Manuel Santos. Sin casa, sin tugurio, levantaron barrios improvisados en glorietas y debajo de puentes hasta que, después de ser expulsados con tanquetas y chorros de agua de lugares tan visibles, terminaron en la Avenida de Greiff, cerca de la calle Raudal, donde proxenetas pergeñan cuerpos de niñas de 12 años, de mujeres entradas en carnes y tiempo. Terminaron en el rincón del mundo oscuro de Medellín, detrás de la Plaza de Botero, lejos del ojo exigente del turista.   

Desde un parqueadero —dijo el Negro— se controlaba el negocio: se daban permisos de venta para que los propios vagabundos pudieran negociar entre ellos víveres, plásticos, herramientas; desde ahí mismo se despachaba a los jíbaros con la droga bien dispuesta en sus papeletas de colores. “Hermano, aquí no podemos hacer nada sin el permiso de ellos. Si hay una pelea o un robo, ellos lo arreglan”. Sobre todo el separador vial de la Avenida de Greiff, otros vagabundos más dueños de sí mismos, erguidos y con el mentón en alto, hacían las veces de vigías, de policías del inframundo, el brazo largo de los dueños de la droga. El Negro contaba la historia de su barrio ambulante con sigilo, con miedo, y la Flaca permanecía en silencio, dueña de una paranoia que se le había prendido en una de tantas trabas.

El alcalde dijo esta mañana que en la zona los criminales “instrumentalizaban a cientos de habitantes de calle que se han ido consumiendo a lo largo de los años por el vicio, por la droga”. Cuando la Flaca dejó el silencio meses atrás lo hizo para explicar que ellos hacían cualquier cosa por una papeleta de bazuco, sacaban basura de la zona, vendían cobre, delataban a cualquier compañero que infringiera las reglas de la zona, llevaban sobre sus hombros bolsas de basura llenas de carnes putrefactas de las que preferían no saber: “Yo dejé una familia por estar aquí. No sé qué será de ellos”.

Con los 800 policías, 100 funcionarios de la Alcaldía recogieron a los vagabundos, los llevaron a centros de atención donde les dieron comida, los bañaron, a esta hora los atienden. El Negro aquella vez dijo que prefería morirse que terminar en un centro de rehabilitación, que prefería quedarse muerto en uno de esos viajes donde perdía la lucidez, la fuerza y recuperaba el sueño, la pesadilla.

Esa tarde el Negro recibió la visita de Torres, que cuando habló esparció en el aire un aroma medicinal. Torres venía bien vestido, limpio, motilado. Venía de su casa en Aranjuez. Dijo que tenía 71 años y muchos invertidos en el vicio. Pidió una botella de alcohol etílico y se pegó del pico con la necesidad del sediento. Luego pidió un cigarrillo de bazuco. Dijo entonces que era un metódico, un disciplinado, y que sus semanas eran de nueve días: tres para emborracharse, tres para recuperarse y tres para trabajar. Hablaba con la decencia de los borrachos de café, con las palabras medidas, y hasta se refirió a su familia, ya acostumbrada a que se perdiera tres noches cada vez, entonces le pasó la botella a un hombre absolutamente mueco: “Aquí me respetan, aquí me quieren”, dijo Torres.

Torres había muchos. Hombres y mujeres que llegaban de corbata o vestido, con cara de cansancio, a pegarse una traba en medio de la tarde y el sol justiciero de Medellín. Se sentían plenos en la calle más oscura, donde nadie los juzgaba, donde nadie les preguntaba por qué. Hombres y mujeres que preferían no preguntar qué sucedía en esos hoteles de mala muerte donde menores cambiaban sexo por drogas, donde se apuñalaba a los delincuentes, donde se cuadraban las deudas de las extorsiones. “Esto maneja mucha plata, esto no se acaba”, dijo tan seguro en una tarde de octubre el Negro y todos le creyeron.