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Plebiscito por la paz: bienvenidos al pasado

La periodista Marta Ruiz expone por qué, para ella, los colombianos no sólo le dijeron no a la paz, sino también a las posibilidades inmediatas de una modernización del país.

Marta Ruiz
4 de octubre de 2016

El acuerdo para poner fin al conflicto y construir una paz estable y duradera quedó atrapado en las contradicciones de dos sectores del establecimiento colombiano que siempre han estado en pugna: las corrientes liberales y las conservadoras.

Las 297 páginas elaboradas con juicio y buena conciencia durante cuatro años en La Habana no sólo eran una posibilidad de acabar la guerra, sino que contenían la hoja de ruta para una modernización del país. Como bien lo dijo Sergio Jaramillo, eran una apuesta para cerrar la brecha entre una Colombia que vive en el siglo XVII y la que se da ínfulas de estar en el siglo XXI. Era una propuesta de hacer menos dramática la desigualdad y llenar de contenido una palabra que en este país es bastante vacía: democracia. El acuerdo hacía de la paz una oportunidad para saldar cuentas con un pasado que pesa como fardo y que cada tanto nos envuelve con sus fantasmas.

Santos es el tercer presidente que en un siglo se juega todo por resolver el asunto de la tierra –o mejor, el asunto de los campesinos- y es el tercero que fracasa. Primero lo hizo Alfonso López Pumarejo con su fallida revolución en marcha, que fue frenada por el peso de unas elites conservadoras. Ese intento de modernización terminó al fin de cuenta en una guerra civil. Luego lo intentó Carlos Lleras Restrepo, aprovechando la estabilidad que trajo el Frente Nacional. Intentó la reforma agraria, convencido de que sólo empoderando a los campesinos se podría dar un vuelco a un sistema político que tiene el país atrapado en una representación gamonal, profundamente oligárquica. Su intento fue aplastado de nuevo por el espíritu conservador y poco después devino la guerra interna que ha desangrado al país en las últimas cuatro décadas. El último intento modernizante provino de la Constitución de 1991, cuyos mayores saldos democráticos han sido obstaculizados por la violencia. En el papel es casi perfecta, en la práctica, los derechos allí plasmados sólo son disfrutados por una parte de la población. La otra vive al margen de toda ciudadanía.

Esta vez las fuerzas que se oponen a una modernización liberal han ganado de nuevo en el plebiscito. Lo que ha sido derrotado no es un modelo de justicia, sino una apuesta de para construir una nación verdadera no a través de la guerra, como lo han hecho muchas naciones bajo modelos fascistas o comunistas, sino a través de la política como lo han hecho las grandes democracias del mundo. Esta apuesta ha sido echada al tarro de la basura por las mayorías.

Soy bastante pesimista sobre el futuro de este acuerdo y en realidad, creo que tendremos otro período de violencia antes de volver a un nuevo pacto de paz, que seguramente le tocará a otro presidente. Hay dos espejos terribles en los que hay que mirarse: Guatemala y Filipinas. En el primero, la paz no fue refrendada por el pueblo y la consecuencia es que se acabó la guerra pero el estatus quo quedó intacto. La consecuencias fueron nefastas porque la violencia y la corrupción se profundizaron.

En Filipinas también luego de un largo limbo, se logró un acuerdo de paz que tampoco ha servido para cambiar nada. De hecho, el posacuerdo le ha tocado administrarlo a un loco fachista que nadie pensaba que podía llegar a ser presidente.

Ese sea posiblemente nuestro futuro. Un acuerdo de paz tardío, seguramente irrelevante, que logre acabar la guerra pero no construir una paz estable y duradera, como lo era este que los colombianos desecharon el domingo. Estaba anunciado. La idea de que el acuerdo era para eso, para la paz estable y duradera, siempre molestó a muchos que creían que se trataba de una trampa del lenguaje de Santos. Escuché a muchos indignados con la pregunta. Pero era cierto: era un acuerdo para el futuro. Para la modernidad. Era para entrar por fin al siglo XXI. Ese futuro ha sido rechazado por las mayorías. Sólo resta decirles a los colombianos: Bienvenidos al pasado. Ese viejo conocido.