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Solo el 30 por ciento de la población de Quibdó tiene acueducto. Los más afectados son los indígenas desplazados que hacen sus necesidades y lavan su ropa en los ríos.

CHOCÓ

Quibdó, en su hora más oscura

Quibdó, con niveles de homicidios que rivalizan con Buenaventura, desplazados indígenas en condiciones infrahumanas y los niños amenazados por el fantasma del reclutamiento, es una bomba que estalló hace tiempo.

Maria Clara Calle, periodista de Semana.com
2 de agosto de 2014

Casi todas las miradas que se han dirigido hacia el Pacífico en el último tiempo se han concentrado en Buenaventura por la ola de violencia que padece, pero pocos saben que en Quibdó la situación es igual o más grave.

Mientras el principal puerto de la región se ha hecho tristemente célebre con las llamadas ‘casas de pique’, en la capital chocoana los homicidios crecen a un ritmo inatajable que, al compararse con Buenaventura y su número de habitantes, es proporcionalmente mayor. En 2013, hubo 108 homicidios en Quibdó y 195 en Buenaventura, que tiene cuatro veces más habitantes. Según Medicina Legal, en los primeros seis meses de este año se registraron 67 homicidios en Quibdó (41 según la Policía), comparados con 101 que hubo hasta mediados de julio en Buenaventura.

“Esta es una pequeña Buenaventura solo que aquí no tenemos descuartizamientos”, explica monseñor Juan Carlos Barreto, el obispo de la Diócesis de Quibdó.

Acostumbrados a vivir con la pobreza y el abandono desde hace décadas sin que el gobierno nacional haga algo, ahora sí los quibdoseños se sienten desesperados. Con el desplazamiento del eje del conflicto armado y el narcotráfico al Pacífico en años recientes, la situación se agudizó de tal manera que la ONU, la Defensoría del Pueblo y la iglesia católica encendieron las alarmas por la crisis humanitaria del departamento, especialmente en su capital.

Desde hace muchos años, en Quibdó no estallaba una bomba y en lo que va del año ya han detonado dos, aparentemente ligadas a extorsiones. Estas se han extendido a tal punto que hasta las tradicionales vendedoras de frutas con platón en la cabeza pagan ‘vacuna’, según varios ciudadanos. Y ahí entran los niños y los jóvenes.“Todos los grupos ilegales están pidiendo plata y utilizan a los jóvenes para cobrar. Como les pagan tan mal, ellos también extorsionan”, dice una líder social de Quibdó.

Los menores de edad son la carne de cañón de todos los grupos armados ilegales que operan en Quibdó. Son reclutados para llevar droga, a veces en caminatas de días por la selva, como está haciendo la guerrilla, o de un barrio a otro. o para informar o disparar un arma, como le pidieron a un joven de 15 años con el que habló SEMANA. Dice que comenzó a robar desde los 13 años, al servicio de “un narcotraficante” de la zona norte, el área más pobre de la ciudad. Se negó luego a entrar a un grupo ilegal y tuvo que huir para que no lo mataran.

La cantidad de adolescentes golpeados por la violencia crece tanto como los homicidios. Los delitos cometidos por jóvenes casi se han duplicado en los últimos dos años, según una estudiosa del tema. La mayoría de los muertos recientes en Quibdó tenía menos de 25 años. De acuerdo a la Defensoría en Chocó, 46 por ciento de la población infantil y juvenil está en riesgo de reclutamiento. Esto significa que alrededor de 35.000 correrían ese peligro.

El lugar más vulnerable de la ciudad es la zona norte, una periferia donde vive la mayoría de los habitantes, que no tiene acueducto y está a merced de los grupos ilegales. Después de una guerra contra las Águilas Negras, los Rastrojos se apoderaron de ese sector. Según algunos pobladores, no hay estación de Policía, a pesar de que la Alcaldía la prometió hace dos años, y los uniformados ni siquiera van.

Existe un único polideportivo, dentro de un colegio. El acceso al público se restringió cuando niños entre 10 y 15 años, desescolarizados y que trabajaban con pandillas, hicieron matoneo a los estudiantes. La otra cancha que había se convirtió en un centro lúdico a puerta cerrada donde caben pocas personas. “Los jóvenes sienten que no tienen futuro”, explica Hamilton Robledo, trabajador de la Pastoral Social. Una desoladora cifra lo respalda: solo uno de cada diez bachilleres en Quibdó ingresa a la educación superior en una ciudad donde el desempleo es el más alto del país hace mucho tiempo.

Este es el mejor caldo de cultivo para los grupos ilegales. “Desde los 8 años los empiezan a buscar –dice un líder comunal–. Primero es para cualquier ‘vuelta’ y después con trabajos legales, como pegar ladrillos”. Solo es un anzuelo. Un día cualquiera lo citan para llevarlo a otro trabajo y el niño termina en un pueblo recóndito del Chocó donde el grupo armado ilegal lo obliga a quedarse.

Los más frágiles son los adolescentes consumidores de droga, que ni siquiera tienen un centro de rehabilitación en la ciudad. “Se acercan primero a ellos porque conocen las redes de tráfico y ya están en el mundo ilícito. Es muy fácil ganarlos”, asegura una persona que trabaja con menores de edad.

“Quibdó es una bomba de tiempo”, dice Robledo. La educación, la salud y el saneamiento básico serán los principales detonantes a pesar de que el gobierno nacional destina anualmente 50.000 millones de pesos para esos sectores en Quibdó. Lejos de mejorar, las situaciones son cada vez más dramáticas, como el caso de los indígenas. Tan solo en lo que va de 2014, 4.000 indígenas se desplazaron dentro del departamento, según la ONU. Muchos de ellos llegaron a Quibdó. Otros, llevan más de un lustro en la ciudad sin que ninguna entidad del Estado los atienda.

SEMANA estuvo en dos de los diez asentamientos de indígenas desplazados en la zona periférica de Quibdó. Allí hay una queja continua por las condiciones infrahumanas en las que viven. En el Kilómetro 7 viven 130 personas desde hace casi siete años. La única agua que tienen es la de lluvia y el día que no llueve, no tienen cómo cocinar. Hacen sus necesidades físicas en un río seco, ubicado a escasos metros de los ranchos. “Si desayunamos, no almorzamos y si almorzamos no comemos”, cuenta una emberá.

En esos asentamientos improvisados sufren de paludismo, anemia, diarrea, desnutrición y otras enfermedades, asegura Félix Cantalicio, un emberá dóbida que vive hace un año en la comunidad Urada junto a otras 125 personas.

“De 114.000 habitantes, 40.000 son víctimas, incluyendo los desplazados, y no hay posibilidad de ayudarlos en vivienda ni en el mejoramiento de su ingreso”, dice la alcaldesa de Quibdó, Zulia Mena. “La salud en Quibdó y en todo el departamento es crítica. A todos los enfermos de gravedad hay que llevarlos a Medellín y muchas veces se mueren porque no alcanzamos a sacarlos”, añade.

¿Cuál es el camino entonces para solucionar esta crisis de desplazados, muertos y reclutados que está en su peor momento? El alto comisionado para los Derechos Humanos de la ONU en Colombia, Todd Howland, dice no entender “por qué la situación es tan precaria en Chocó y en su capital si tienen dinero y capacidad”. La sola fuerza militar y policial no es solución. La presencia de la Fuerza de Tarea Conjunta Titán, creada hace siete meses para enfrentar el rosario de grupos armados en el departamento (que se disputan su capital), Farc, Eln, Rastrojos, Urabeños, no ha logrado revertir la situación. Pese a que, como dice su comandante, el general Rubén Alzate, “el Ejército asiste técnicamente a la Gobernación en temas sociales como gestión de proyectos y planeación”.

“No nos interesa que de fuera nos resuelvan el problema sino buscar alternativas nosotros mismos”, piensa la alcaldesa, quien también cree que una de las soluciones es la descentralización.

En cualquier caso, el panorama es bastante opaco. “No se ve una solución pronta a la crisis”, sentencia el obispo de la Diócesis. Quizá la hora más oscura de Quibdó dure más de lo que todos quisieran.