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Te hablo desde la prisión

Las cárceles se han convertido en la Meca de las extorsiones que sufren miles de colombianos ¿Por qué el Estado es incapaz de controlarlas?

7 de diciembre de 2002

Todo comenzo con una llamada telefónica. A un lado de la línea estaba un comerciante de productos agropecuarios de Ibagué. En el otro extremo un hombre que se presentó como un comandante de la guerrilla. La identificación del personaje lo dejó sin palabras. Enmudeció por el miedo.

El guerrillero le dijo que hacía parte de un grupo de personas que estaban en la obligación de colaborar con la 'revolución' y que su aporte consistía en conseguir para el final de la tarde una serie de medicinas. Como forma de presión le dijo que habían realizado un estudio de seguridad y como prueba de ello le dio la dirección de su casa y del almacén agropecuario. En la comunicación le recordó que los medicamentos tenían como destino los guerrilleros en el monte enfermos de leshmaniasis , afecciones que se adquieren en la selva o en áreas pantanosas.

Entre las 11 de la mañana y las 4 de la tarde el negociante recibió tres llamadas más en las que el hombre al otro lado de la línea le decía que de no cumplir con las misión encomendada él y su familia serían declarados objetivo militar, con las consecuencias que esto implicaba.

Desesperado, el comerciante acudió a las droguerías y hospitales de la ciudad pero no pudo adquirir la medicina encargada por tratarse de medicamentos de uso controlado, como el Glucantine y Actilize. A las 5 de la tarde el teléfono de la casa del comerciante timbró de nuevo. Era el hombre que se había identificado como comandante guerrillero. Llamaba para averiguar por el resultado de la misión.

Al borde de las lágrimas y con la voz entrecortada el negociante le informó que había sido imposible conseguir las medicinas y le explicó los motivos. Le suplicó que no tomara represalias contra su familia. Tras lanzar una serie de amenazas el guerrillero le dijo que la única opción para salvar su vida y la de su familia era consignar al día siguiente la suma de 10 millones de pesos, cifra que él utilizaría para conseguir por sus propios medios las medicinas. Le dijo que debía esperar una nueva llamada en la que le daría el número de una cuenta bancaria.

Ante la imposibilidad de conseguir esa suma el comerciante decidió acudir a las autoridades. Se comunicó con el grupo Gaula de la Policía y les expuso su situación. Los oficiales comenzaron las labores de inteligencia del caso e interceptaron el teléfono de la vivienda del negociante. A las 8 de la noche el guerrillero se comunicó una vez más y tras una breve conversación suministró el número de la cuenta de una corporación.

El operativo

El número telefónico desde el cual se hizo la llamada no era desconocido para la Policía. Se trataba de uno de los celulares que utilizaba Ramón Elías Suárez Hernández, un hombre que se encontraba recluido en el patio número siete de la penitenciaría de alta seguridad de Picaleña, donde estaba purgando una pena de 25 años por el delito de homicidio.

El conocer la identidad de la persona que lo llamaba reconfortó al comerciante, aunque no pudo evitar la sorpresa y el desconcierto al enterarse de quién era y, sobre todo, desde qué lugar hacía las llamadas el supuesto guerrillero. No lograba entender cómo era posible que un hombre que estaba en una celda tuviera libre acceso a un teléfono para llamar a amenazarlo y pedirle dinero sin mayor problema.

Para la Policía el nombre de Suárez se había vuelto familiar. Desde hacía varios meses varios oficiales, en compañía de un equipo de fiscales, estaban monitoreando todas sus actividades en el interior del centro carcelario. Desde su celda Suárez era el jefe de una sofisticada banda de delincuentes que durante más de un año había convertido la cárcel de Picaleña en el centro de operaciones de una compleja estructura que le permitía realizar extorsiones telefónicas en Ibagué, Cali y Pereira.

La captura

El comerciante era la última de las 70 víctimas semanales que, en promedio, extorsionaba la banda. De hecho, los oficiales le contaron que 10 minutos después de que él recibiera la primera llamada intimidatoria ellos habían intervenido otra desde el celular de Suárez, que se comunicó al consultorio de un médico en Pereira a quien amedrentó con los mismos argumentos, pero presentándose como el 'comandante Walter' de las autodefensas.

La colaboración del comerciante era fundamental para que los fiscales y los hombres de la Policía pudieran consolidar las pruebas que permitieran judicializar a Suárez y sus compinches, quienes se convirtieron en la banda de extorsionistas más temida de los últimos meses. A pesar de la gran cantidad de víctimas y de que algunas habían acudido a las autoridades, por temor ninguna persona aceptó servir como testigo contra Suárez y colaborar con la justicia. Esto se había transformado en un obstáculo para la Policía y los fiscales.

El comerciante decidió ayudar a las autoridades y su testimonio dio el soporte necesario para iniciar el operativo que, al mejor estilo del realismo mágico, les permitió a la Policía y a la Fiscalía entrar a la cárcel Picaleña para capturar a Suárez. Eso ocurrió a las 6:20 de la mañana del pasado 20 de noviembre. Ese miércoles 300 hombres, entre miembros del Gaula, Inpec, Grupo de Operaciones Especiales -Goes- y fiscales, ingresaron a Picaleña y efectuaron una gigantesca requisa a las 120 celdas del patio siete del penal, en donde estaba detenido Suárez.

Mientras esto ocurría en la cárcel, en forma paralela varios grupos realizaron siete allanamientos a residencias en Ibagué y Cali con el fin de capturar a los enlaces externos de Suárez. Por labores previas de inteligencia y monitoreo de llamadas las autoridades habían establecido que éste contaba con una red de apoyo compuesta por ocho personas, cuatro de las cuales estaban recluidas y los demás operaban en Ibagué y Cali.

Como si se tratara de un trabajo de oficina, Suárez repartía las llamadas extorsivas que cada uno debía hacer diariamente. La labor de los delincuentes que estaban por fuera de la cárcel era la más importante ya que se encargaban de elegir a las víctimas. "La selección la hacían cogiendo un directorio telefónico y llamaban al azar a diferentes personas. En otros casos acudían a los registros de la Cámara de Comercio para conseguir los nombres y teléfonos de los propietarios y gerentes de empresas o simplemente llamaban a algún establecimiento comercial que habían elegido mientras caminaban por la calle", dijo a SEMANA uno de los oficiales de la Policía que participó en el operativo.

En la celda de Suárez, así como en el patio siete, los fiscales no lograron encontrar los teléfonos celulares desde los cuales llamaba el delincuente. Sin embargo en los allanamientos en las casas de sus cómplices en Ibagué y Cali, en donde fueron capturadas las cuatro personas, hallaron valioso material que permitió, junto con el testimonio del comerciante, judicializar a toda la banda. Y de paso evidenció la magnitud del negocio que manejaba Suárez.

Además de la lista con los nombres y teléfonos de varias de las víctimas los investigadores encontraron las libretas de las 30 cuentas bancarias que habían sido abiertas a nombre de testaferros y eran utilizadas por la red para que las víctimas depositaran allí el dinero de las extorsiones. "Suárez manejaba todo como si fuera una oficina. El 'modus operandi' consistía en que una vez las víctimas consignaban el dinero en una cuenta determinada él llamaba a sus enlaces por fuera del penal y les indicaba la cuantía y a cuáles cuentas debían redistribuir el dinero, dijo a SEMANA uno de los fiscales que viajó desde Bogotá hasta Ibagué para liderar la investigación . De cada 10 personas que la banda llamaba la mitad terminaba consignando el dinero que les pedían. Las sumas iban desde 300.000 pesos hasta 10 millones de pesos".

Aunque el dinero que fue encontrado en las 30 cuentas está en proceso de investigación y no ha sido cuantificado las autoridades estimaron que el delincuente recibía diariamente un mínimo de 1,5 a dos millones de pesos. Algunos de los socios de Suárez -e incluso él mismo- ya habían sido juzgados por extorsión. Aparte de la pena a 25 años de cárcel a Suárez y sus cómplices les espera otra condena de mínimo ocho años por los delitos de extorsión agravada y concierto para delinquir.

Industria macabra

Aunque la terrible experiencia que sufrió el comerciante de Ibagué tuvo un final feliz, la realidad es que el drama por el que pasó es el caso típico del cual son víctimas diariamente miles de colombianos.

Según las estadísticas oficiales más de la mitad de extorsiones que son conocidas por las autoridades en el país ocurren desde las cárceles. La cifra es significativa si se tiene en cuenta que hasta el 30 de noviembre el número de extorsiones denunciadas alcanzó la escalofriante cifra de 1.500 casos. "En las extorsiones carcelarias generalmente se trata de delincuentes comunes que se identifican como miembros de la guerrilla o los paramilitares. Son especialistas en aterrorizar y aprovechar el temor de la gente. Comienzan solicitando cosas absurdas, que van desde carros hasta grandes cantidades de comida y medicinas. Piden cosas imposibles de cumplir y lo hacen para que la gente se vea obligada a consignarles dinero", explicó a SEMANA el director general del Gaula de la Policía Nacional, coronel Rafael Cely.

Para los organismos de seguridad es evidente que el aumento en las cifras de extorsión en general se debe a la extorsión carcelaria. "Para nadie es desconocido que las cárceles en el país son propicias para fomentar ese delito debido al alto grado de hacinamiento y la facilidad para camuflar teléfonos celulares", afirma un oficial del Gaula del Ejército.

Esa inocultable realidad es la que ha llevado a que la situación haya alcanzado niveles extravagantes. "Tan sólo en las cárceles de Picaleña, Palmira, El Barne y La Modelo hemos detectado que se efectúan entre 300 a 350 llamadas extorsivas diarias", afirma el coronel Cely.

Dentro de los organismos de seguridad es bien conocida la historia de Henry Bermúdez, un hombre que con tres condenas y ocho requerimientos por extorsión es considerado el decano de la extorsión carcelaria. En cada una de las cinco cárceles, en igual número de ciudades del país por las que pasó, conformó redes de extorsionistas y les enseñó a los delincuentes a capitalizar el miedo de la gente y la tendencia a no hacer denuncias. La situación llegó a ser tan incontrolable para las autoridades que la única forma de poder neutralizarlo fue trasladarlo a la cárcel de máxima seguridad de Valledupar, un penal al que normalmente no son enviados delincuentes condenados por un delito como extorsión pero que es una de las pocas que tiene las medidas de seguridad para controlarlo.

Por sus especificaciones ese penal, junto con los de máxima seguridad de Cómbita y Acacías, son los únicos en el país que verdaderamente cuentan con equipos que permiten garantizar un eficaz bloqueo de la señal de los teléfonos. Aunque unas pocas cárceles en el país cuentan con sistemas similares la realidad es que su efectividad no es muy alta, lo que permite que los presos hagan llamadas desde teléfonos celulares sin ningún control.

Sin salida

Las extorsiones desde las cárceles no son un asunto nuevo ni desconocido para el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario. Durante varias administraciones los directores del Inpec han afirmado que las limitaciones presupuestales, el hacinamiento y la falta de personal hacen muy difícil tomar medidas que permitan acabar de raíz con el peligroso problema de las extorsiones desde los penales. Parte de la estrategia para tratar de controlar este fenómeno ha consistido en el incremento ocasional de las operaciones sorpresa de registro en las principales cárceles con el fin de detectar y decomisar los teléfonos que están en poder de los reclusos. En otras palabras, lo mismo de antes.

Para nadie es desconocido que las políticas carcelarias han sido coyunturales. Sólo cuando hay graves disturbios en el interior de los penales, o cuando los presos retienen a la fuerza a mujeres y niños, el gobierno toma algún tipo de medidas al respecto. Sin embargo este tipo de anormalidades, que atraen bastante la atención, son ocasionales y no tienen los devastadores efectos sobre la sociedad que sí produce un fenómeno más silencioso pero permanente como es el de las extorsiones.

En un país que es duramente golpeado por la extorsión y el secuestro resulta difícil comprender cómo los delincuentes parecen haber encontrado, irónicamente, en las cárceles el lugar más seguro para seguir con sus fechorías. No es fácil asimilar que, a pesar de las advertencias de los organismos de seguridad, ingresan teléfonos, entre otras cosas, a los que son algunos de las sitios más seguros del país. Sin embargo estas deficiencias en la administración y política carcelaria están siendo compensadas de alguna manera por la eficiencia de las autoridades policiales, militares y judiciales.. "Las extorsiones se resuelven en una alta proporción siempre que la víctima avisa oportunamente. Si eso ocurre un caso puede ser resuelto en un plazo de 10 a 15 días", concluye el coronel Cely. Las estadísticas respaldan esta afirmación.

Cuando las víctimas han denunciado ante las autoridades que están siendo extorsionadas en las primeras horas de ocurrido el hecho, el 87 por ciento de los casos termina con la identificación y captura de los delincuentes. De 998 casos reportados a los Gaula, entre enero y el primero de diciembre de este año, 711 terminaron exitosamente. En algunas ciudades, como Valledupar, Cali, Cúcuta o Bogotá, la efectividad de las operaciones antiextorsión alcanza el 95 por ciento.

Sumados, en los operativos adelantados por los Gaula de Policía y Fuerzas Militares durante este año han sido capturados 2.054 extorsionistas, con lo que las autoridades han evitado el pago de 50.500 millones de pesos producto de este delito. De esta cifra 25.000 millones, cerca del 50 por ciento, corresponden a extorsiones realizadas desde las cárceles.

El que las cifras sean alentadoras no oculta el fondo del problema. El Estado no está en capacidad de proteger a sus ciudadanos. Y tal vez la prueba más contundente de ello es que carece de toda lógica que la gente, como en el caso del comerciante de Ibagué, haya tenido que llegar al extremo de recurrir a la Policía o a la Fiscalía para que lo defiendan de quienes se encuentran en las cárceles.