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TEMPESTAD EN UN VASO DE AGUA

Lo que parecía ser una insurrección, no pasó de ser una escaramuza. Los vientos de cambio no soplaron aquel 20 de Julio en el Capitolio Nacional

23 de agosto de 1982

¿Qué ocurrió finalmente el 20 de julio en el Congreso? ¿Hubo el dramático enfrentamiento entre López Michelsen y Turbay,descrito por la prensa? ¿Hubo, realmente, una insubordinación de las tropas parlamentarias contra el jefe, a quien habían otorgado tres días atrás plenos poderes?
La verdad es que la tempestad, si la hubo, no pasó de ser un chaparrón de verano. Se disipó muy rápidamente dejando en el aire, es cierto, algunos nubarrones como presagio de futuros conflictos.
El episodio que hizo subir los ánimos en el Congreso y demoró la alocución presidencial, tuvo origen en elementos de poca monta:
a) La parroquial disputa entre dos caucanos, el senador Víctor Mosquera Chaux y el representante Aurelio Iragorri;
b) Los celos de la Cámara baja al sentirse excluida de las deliberaciones para encontrar un acuerdo entre representantes de los diversos grupos políticos
c) Un malentendido a cargo del miembro alterno de la Dirección Liberal, Gustavo Balcázar Monzón.
LES QUITARON EL TAPETE
En la junta de parlamentarios del 17 de julio, el senador Balcázar Monzón trajo a sus colegas parlamentarios buenas noticias. Encargado de establecer un enlace con la representación galanista en busca de un acuerdo había encontrado para éste una atmósfera favorable. Los amigos de Luis Carlos Galán, hasta entonces considerados como los niños terribles de la nueva legislatura, conscientes de ser una minoría, se conformaban con las segundas vicepresidencias del Senado y la Cámara. Sobre estas bases, los galanistas aceptaban un diálogo con el oficialismo liberal.
El encuentro se produjo el lunes 19 vísperas de la fiesta nacional, en un reservado del Club de Ejecutivos. La cita era a una hora fija, y López, haciendo gala de una puntualidad británica, llegó primero. Los conservadores llegaron después, encabezados por Alvaro Villegas Moreno. Por último, aparecieron los dirigentes del nuevo liberalismo: Galán, y Pardo Parra, muy serios, y el extrovertido y simpático Rodrigo Lara Bonilla.
López Michelsen y Galán no se habían visto; virtualmente no se conocen, ni se han tomado jamás un whisky juntos. Los saludos fueron protocolarios (Un "qué tal, doctor López", de Galán), y la atmósfera bastante fría.
Un chiste que alguno de los presentes echó a rodar, con ánimo de aligerar la reunión, cayó tristemente al vacío.
Había en el ambiente algo de obligada visita de pésame. Alberto Casas, un conservador de humor fácil, hizo un comentario sobre la corbata de López, que no consiguió el efecto de distensión buscado.
"¿De qué vamos a hablar?" preguntó al fin López.
"De acuerdos políticos para la buena marcha del Congreso del país" respondió Villegas Moreno.
Los primeros wiskys pusieron en el ambiente una nota de calor. Y a medida que la comida fue avanzando, los acuerdos también. Los más obvios, por supuesto: no reelección del Contralor General de la República, no reelección de las mesas directivas del senado y cámara y acatamiento a lo dispuesto por la Corte sobre el manejo presupuestal del parlamento.
Con los postres, las cartas más secretamente guardadas se pusieron sobre la mesa. Los conservadores dueños de una buena disciplina, colocaron la suya en primer término: "aspiramos a una presidencia, bien de senado o cámara, dos vicepresidencias y una secretaría general".
No había concluido el intercambio de miradas, cuando de su lado, el galanismo puso sus cartas sobre la mesa. También ellos aspiraban a una presidencia y a dos vicepresidencias, y desde luego, a la Procuraduría General de la Nación. Antes de dar su apoyo a la elección del Contralor, necesitaban tener la garantía de que la persona propuesta por el sector oficialista del partido fuera una persona de las más altas calidades morales y profesionales.
Fue el número inesperado de la noche. Mosquera Chaux tosió tres veces, mientras las miradas se volvían hacia Balcázar Monzón. Toda aquella reunión se había efectuado sobre la base de los acuerdos preliminares que éste había logrado, al parecer, concretar con los amigos de Luis Carlos Galán. Y he aquí que éstos no parecían conformarse, como lo había anunciado Balcázar, con dos modestas vicepresidencias. Su apetito, a la hora de los postres, se anunciaba considerablemente más voraz.
Balcázar Monzón, desconcertado, debió explicar que las aspiraciones galanistas habían cambiado de una semana a la otra. Lara Bonilla lo interrumpió: "Nosotros dijimos que las presidencias de las cámaras debían ser ocupadas por liberales. Ustedes entendieron que liberales eran sólo los oficialistas y se les olvidó que también nosotros somos liberales".
El silencio que se produjo entonces, mostró la dimensión de todo lo equívoco creado entre las dos corrientes liberales. Las miradas se volvieron hacia López. Pero López Michelsen no es, por temperamento, hombre con aptitudes para este tipo de negociaciones rudamente burocráticas. Prefiere las discusiones de filosofía política (como el 120, por ejemplo) que el forcejeo en torno a puestos directivos en Camára y Senado.
Quizás, la verdad sea dicha, al país tampoco le importa mucho el problema. Pero el mundo político, en el cual se cuentan numerosos amigos de López, atribuye a estas posiciones un alcance capital. Presidencias y vicepresidencias de las cámaras implican hoy en día canonjías que el gran público ignora: Mercedes Benz en la puerta, cinco ayudantes, viajes, invitaciones y posiciones estratégicas para conseguir los auxilios que nutren los lejanos feudos electorales.
Todos estos asuntos de política menuda, López Michelsen prefiere habitualmente dejarlos en manos de sus asesores: del viejo zorro político que es Mosquera Chaux, del fino y diplomático Germán Zea, de Balcázar y de Uribe Vargas, que ha tenido en la vida política de Cundinamarca una fogueada escuela.
López decidió consultar estas propuestas con sus asesores, y la comida concluyó al filo de la medianoche con unos acuerdos por lo alto y desacuerdos por lo bajo.
Apenas se conocieron los primeros, las reacciones afloraron desde muy temprano. Virtualmente a la hora del desayuno, el 20 de julio, el mundo parlamentario liberal se había insubordinado contra sus directivas.
EN EL CAMINO SE COMPONEN LAS CARGAS
Los representantes, en particular, eran no sólo los más díscolos, sino también los más coléricos. Hasta el prudente Ramiro Andrade, que supo aprender al lado de los jesuitas todas las sinuosidades de la cautela, andaba por los pasillos del capitolio encendiendo la mecha de la rebelión. Los acuerdos, según él y la gran mayoría de sus colegas, se habían hecho a espaldas de la Cámara. Ningún representante se había sentado en el reservado del Club de Ejecutivos. Y como para que no quedara duda de aquellas aseveraciones, la apresurada junta de parlamentarios insistió en la candidatura reeleccionista, vetada la víspera, de Aurelio Iragorri, dándole 82 votos.
Pese a todo, la rebelión de los representantes no fue, como se creía, un nuevo Florero de Llorente. No se pidió la cabeza del virrey (en este caso el jefe único del liberalismo oficialista), ni el virrey ofreció entregársela a los insurrectos. La afrenta se lavó sin demasiados esfuerzos, cuando dos representantes, el vallecaucano Andrade y el boyacense Ricardo Mendieta, dos temperamentos en fin de cuentas conciliadores como los de dos buenos obispos, fueron nombrados compromisarios de la Cámara para buscar un nuevo acuerdo.
Y el acuerdo se produjo, al fin, el 21, con los ánimos más tranquilos en las filas del oficialismo liberal. El problema, en fin de cuentas, era simple. El conservatismo y el galanismo pedían lo mismo: una presidencia y dos vicepresidencias. Había que optar por el uno o por el otro. Había que escoger parejo en este baile parlamentario.
Los liberales oficialistas optaron por entenderse con el conservatismo, que tiene una fuerza equivalente a la suya, y no con el galanismo, para ellos una disidencia del 8 o 10%, teñida por la intransigencia, quizá candorosa a fuerza de puritanismo y rigor, de su jefe.
El nuevo acuerdo sellado con los conservadores daba a este partido la presidencia de la Cámara y a los liberales oficialistas la del Senado.
Aurelio Iragorri renunció públicamente a su aspiración y el contralor Aníbal Martínez Zuleta, otra manzana de la discordia, urgió a la Cámara el nombramiento de un remplazo. Los nombres de Guillermo Plazas Alcid y del ambicioso y casi siempre afortunado Gustavo Dagger Chadid están hoy sobre el tapete. El nuevo liberalismo perdió el derecho de veto que deseaba imponer virtualmente sobre este nombramiento, aunque no hay duda que su aspiración de ver en un cargo fiscalizador tan importante a un hombre de altas calificaciones morales es obviamente compartida por la opinión nacional.
Así terminó la pequeña tempestad en un vaso de agua que armó el país político liberal la semana pasada. Por una simple cuestión de puestos.