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La periodista Silvia Duzán

Silvia Duzán

La decadencia de la gallada de Unicentro

Compartimos uno de los escritos que logró terminar la periodista Silvia Duzán antes de su muerte en febrero de 1990: la historia sobre cómo cayó la gallada de Unicentro, una de las tantas pandillas que tuvo Bogotá en los años ochenta.

Silvia Duzán*
14 de julio de 2016

Norte, calle 82 con catorce, viernes por la noche… tarde,  no se divisa ningún ‘nerd’ de cuidado en los alrededores, ninguna silueta parecida a la de ellos en la oscuridad. La calle está alborotada de rumberos (de bar). Los pelados de Unicentro vestidos de bluejeans adoran la esquina de la catorce cubierta de postes de luz, minifaldas ordinarias relumbran, las manoplas se esconden. No -vale-la-pena-hacer-nada. Esteban carga un objeto pesado en los bolsillos de la chaqueta. Chivatá abraza a dos sardinas pintoreteadas, el minibegge conversa con Juan. Entre ellos y el bar Le Table pasan clientes cansados hacia sus carros. En la esquina vecina los de Vía Libre, son una treintena apenas, pero parecen cien por ruido que hacen: tan alegres, tan pintosos, tan ‘ñeros’ —apelativo que los norteños utilizan para describir el sureño sin gusto pero con plata—: avanzan sin prisa por la acera de la catorce, victoriosos, esquivando a los carros parqueados frente a los locales, contorneando a los pelados de Unicentro que no ofrecen resistencia en el borde del camino. Desde la muerte de Tadeo y el disparo de Esteban algo ha cambiado en la atmósfera “galleril”: como si una bocanada de aire malsano hubiera contaminado de tedio a los unicentrinos.

El cuchicheo es inaudible y solapado. El rencor, marchito. Los de Unicentro son todavía un puñado de muchachos que practican trucos de jovencitas, perdonavidas, seres bien distintos a la escoria de la tierra, sin estilo. Ya nada tienen que ver con aquellos pandilleros de verdad que se ríen de la persecución desordenada de la policía, o con las galas agresivas que los periodistas convirtieron en seres fantasmagóricos que matan por vicio a los transeúntes en cualquier calle de la ciudad: pandilleros que caminan mal organizados con un sospechoso halo de manoplas, cadenas, bazuco, calibres 22.

La música los unió

Todo había comenzado a principios de los 80 con la unión de Unicornio y Río: las urbanizaciones al norte de Bogotá acababan de construirse, las casas eran iguales, estrechas y en los condominios vigilados por celadores que te conocen desde niño aparecía el perfil contrahecho y borroso de la nueva generación de Cedritos, Pontevedra, Cedro Golf.

Allí en el norte discreto crecieron muchachos bien alimentados que justificarían la existencia del Gimnasio del Norte y el San Lucho. Colegios, escuelas de medio pelo compuestas por casetas de zinc que crecían a lado y lado de la autopista, instituciones con profesores recién graduados de sexto. Nunca de calendario B. Los pelados eran iguales al resto decente de la ciudad. Sanos, monitos, morenos con ojos azules, abúlicos, desaplicados. Pasaban los veraneos en el Colsubsidio de Melgar. No les robaban la bicicleta. Tampoco el reloj. Iban a las fiestas de sus vecinos, sus salones comunales tenían areneras vacías y fútbol de salón.

Todo el mundo estaba ansioso. Los más llevados empezaban a pasar las tardes enteras de los sábados en las discopartys de Unicornio y deseaban jugar golosa con el temor del atraco. Los más zanahorios iban al conjunto que luego conformarían Río —la única discoteca que funcionaba en esa época—, Amnesia y Scape. Repteaban por el parque de la 96 con quince cubierto de morros para la práctica del bici-cross: subían por las escaleras en forma de caracol que habían construido para llegar a Río: allá era donde la peladas vestidas con faldas de bluejeans miraban el mejor bailarín que era Mario Cruz. Había levantes, peleas a puñetazo limpio, restos de botellas, apuestas sobre el más duro.

A veces llegaban los de Unicornio a husmear. Metían. Tomaban. Odiaban a los muchachos de la rica Colombia inscritos en el colegio San Carlos, a las niñas que tienen completa su colección de barbies. A ellos no les queda más que refugiarse en el bosque insípido de Unicentro, la copia fallida de las grandes moles de Miami a 3.600 pies de altura, el nuevo potrero de cemento a donde los campesinos de Tunja y sus alrededores llevaban comiso los días feriados.

Unicentro —construido en 1974— era el primero del ranking en una ciudad sin centros comerciales de buen gusto. Había generado toda la dinámica pobladora que rápidamente urbanizaba los predios que iban más allá del Country Club. Tenía canchas de bolos enormes, almacenes Bossi, maquinitas de marcianos que tú pateabas para seguir usando la misma moneda y los televisores de la Panasonic transmitían el programa “Baila de Rumba”. Allí estaba el bar Aki repleto de fotos de artistas y los parqueaderos enormes para pelear.

Unicentro era la Arcadia. La Gloria. La panacea de todos los dolores y barros de su adolescencia y ellos, norteños que iban en Simca 1.300 con motor renovado al colegio, seres sin nikes de colores, se lo apropiaron. Urdieron grupitos, colonizaron las entradas seis y siete de Unicentro, los cinemas. Eran la generación que no toma parte en la política, no cree en Dios ni en la mamá. Sin pretender liderar una avanzadilla intelectual que profundizara en la sociedad que les había tocado vivir, conformaban la primera logia norteña capaz de retar la calma chicha del centro comercial.

Norte-norte al poder

Un año más tarde las páginas interiores de los periódicos reseñaban la gallada de Unicentro como la amenaza decente del pandillerismo de ciudad. Eran caras de buena familia. Acababan de unirse las duras de Sears y las huestes eran amplias y coloridas: el pelo corto a ras del cuello. Los fiyac de uso privativo del Ejército. Las chaquetas enormes. Los zapatos Nike. Los puñales sin filo. El viernes por la tarde el furor de trescientos pelados recorría como onda eléctrica el centro comercial. En los pasillos, en las maquinitas —Uniplay, diversiones— había grupos recostados contra los rincones, planes de rumba, selección de peladas: los más novatos acostumbraban catanos: los mayores bebían litros de Néctar y eran cercanos al basuco (en las ollas de “City Garden” se conseguía calidad) bueno y barato. Otros hacían todo lo posible por pasar una noche en la cárcel del centro comercial.

La pandilla era un vehículo para el desahogo de sus impulsos agresivos y una oportunidad esporádica de huir de la monotonía del estudio rutinario en el IPAG: muchos ya habían sido “echados” de sus antiguos colegios y ahora validaban. Estudiantes, pelados, seres que apenas se atrevían a alzar la mano en el Asturiano del Norte o robar un chocolate en Carulla, se sentían cautivados por pandilleritos como el negro Tadeo. Jesús Tadeo Machado había fundado el grupo de Río con los mayores: era la prueba de que no había que ser más alto que el otro para mirarlo desde abajo. Tenía la piel pálida, el pelo retinto, muy crespo, los ojos delineados con azul. Estaba incómodo en un mundo tan solapadamente racista como el norteño —siempre que pasaba por Unicentro le gritaban “que pa fuera negro, que una requisa”—, le gustaba pegarle a los policías, pero sus deseos de venganza no iban más allá de ataques concretos, definidos. Metía el puño, jugaba mucho a las patadas, tiraba  a los cojones. Peleaba bien. Era así y no quería ser de ningún otro modo, no muy atrevido y algo emocionante, el primer héroe norteño, a diferencia de los sancarlinos, pequeños, limpios, demasiado intelectuales para saber pelear.

Conflicto: Norte contra Sur

Nadie hubiera comprobado que las aventuras de los unicentrinos no presentaban el tono brutal de otras galladas y el repertorio era escaso, sin el concurso del sur.

Los de Santa Isabel —el sur— habían comenzado a venir al norte todos los viernes del año a mediados de los ochenta, vestidos de Nikes y pantalones fosforescentes, a la misma hora en que los de Unicentro salían, a los mismos parches, las maquinitas, los bares, los parqueaderos y los árboles escasos del parque de la 96. Desde ese entonces, los norteños dispuestos a defender su terruño habían mandado mensajes de desalojo perentorios que nunca obtuvieron respuesta. Unicentro era de ellos. Los ñeros —así los bautizaron— no podían competir con ellos. Estaban eliminados del campeonato y lo sabían.

Sin embargo, era el comienzo de una larga serie de derrotas contra el sur. Allá, donde no llegaba el betamax de cabecillas limpiadas ni el Papá Noel en las puertas, crecían muchachos a los que no podías sacarle la mierda a palos. En el norte sólo florecían la apatía y la pasividad. Muy rápido los unicentrinos dejaron de ufanarse de que no había fuerza policial capaz de deshacer su fraternidad. Para una minoría era evidente que ellos eran muchos, pero no machos. Si bien, aceptaban el derramamiento de sangre más despreocupadamente que sus vecinos decentes, sólo daban puños. Desconocían los pedazos de botellas de vidrio, las fintas, el takewondo, los retadores de calibre, el arte de cortar. Como diría un carcelero, no eran malos chicos. Corrían, no violaban, arrasaban menos que una caballería de merodeo.

La fama los había reclamado cuando todavía no tenía nada que ofrecer. Detrás del barroco decorado de navajas, eran una simple constelación de pandilleros de fin de semana, norteños, muchachos sin pasado ilustre que contaban los minutos para el fin de semana y hacían todo a escondidas del papá. De lunes a viernes eran buenos hijos de familia, sacaban raíces cuadradas en el Asturiano del Norte, nada especial.

Nuevos ñeros

Si la gallada quería sobrevivir en un mundo como el bogotano, tenía que asimilar nuevas tácticas y mañas. Su remodelación no demoró muchas semanas. Los sardinos aprendieron que era posible estallarle a alguien un vaso en la cara. Empezaban a utilizar navajas, piedras y palos: lo que fuera. Los mayores llegaban a la conclusión de que siempre se tiene que asegurar —de pronto significa chuzar— al más alzado. Las fiestas fueron haciéndose cada vez más ruidosas y descontroladas. La cosa se puso pesada y mucha gente se abrió. Varios de los mayores ya rayaban los veinte y seguían la vía del colegio tardío. Otros se negaban a cruzar la línea imperceptible que divide el juego de la seriedad. Tadeo, sin compartir plenamente la nueva metodología, se quedó en una gallada que iniciaba el declive mucho antes de haber cumplido la mayoría de edad.

Esteban era tres años menor que Tadeo pero había crecido algunos centímetros más. Su cuerpo era grueso, la piel bruñida llena de cicatrices, sus ojos no reflejaban interés. Se podía pasar horas enteras tomando frente a un bar. Buen amigo de Tadeo, blasfemaba, vivía pendiente de las miradas. Era el representante de una nueva generación que en la tarde, en la noche, recordaba sus derrotas, las vergüenzas, y cada mañana quería rehacer lo empezado, corregir los planos y reponer fuerzas en un combate sordo que los tendría que alejar del cruel destino de ser niños decentes medio bien.

Inicios tempranos de decadencia

La remodelación de la gallada se traduciría en victorias sobre la logia del centro comercial Vía Libre —ya habían hecho las paces con los de Santa Isabel y eran buenos amigos de Toto— que venían desde el centro, organizados, vestidos de Reeboks, camisas pespunteadas, los pantalones enormes. Dentro de la óptica norteña ellos eran los nuevos ñeros que no sabían pelear. Los habían abordado en las escaleras de la entrada cinco de Unicentro. Luego en la 82 y en el Urban. Allá fue donde Esteban le pegó un tiro al japonés.

El restaurante Urban funcionaba sobre el costado nororiental de la 93 con catorce. Aquel viernes estaba funcionando la miniteca en un rincón acondicionada con guayacán. Al otro lado de la calle algunos de Vía Libre parchaban. Bajo las vigas, unas parejas continuaban en la pista, evolucionando con aire maquinal y rápido, al compás de los murmullos de una melodía almibarada. Quedaba mucha gente, también en las mesas de los rincones. El grueso de los de Vía Libre se había concentrado en el bar. Amontonados y ruidosos, Presto, el japonés y el americano, tomaban cerveza. De pronto Esteban sacó su calibre 22 y un tiro perforó la costilla izquierda del japonés. Los de Vía Libre y Unicentro enmudecieron. Esteban apartó a la gente y le pidió a un amigo que lo sacara en su Simca: “Quiubo marico, sáqueme de un brinco”. Esa noche Esteban no volvió.

Muerte de Tadeo

A los pocos días todos le decían: “Vea que ese man lo va a coger a usted y lo va a chuzar. Ese no perdona”. Hubo muchos chismes de que el japonés quería cobrarse el asuntito pero pareció que todos acabaron olvidando el asunto. Durante un tiempo no ocurrió gran cosa. Las huestes unicentrinas iban y venían por su territorio, maquinalmente, agitando el puño. Los celadores del centro comercial vigilaban plantados en los rincones las escenas que se desarrollaban al otro lado del parqueadero. Ya era bastante soportar a una pandilla de norteños decentes que se dedicaban a tomar Néctar, jivariaban, atracaban maricas, se iban haciendo peores.

Entonces fue cuando Tadeo apareció asesinado más allá de la 152 y la noticia de su muerte se esparció como espuma a lo largo del mundo norteño. De casa en casa, de barrio en barrio, cuchicheaban los pelados: los menores veían el combo de Vía Libre como asesinos potenciales, los mayores cambiaban sonrisas maliciosas. Todos sabían que Tadeo llevaba ocho largos años azotando a la gente del norte y buscaba el retiro. Acababa de cumplir 21 años y hacía preparativos de universidad.

Para algunos había sido asesinado por un grupo de la ley y a diario se añadían a su muerte coincidencias y fantasías. Muchos aseguraban que había una lista de condenados a morir. Otros afirmaban que había violado a la hija de un mafioso y Esteban recibía llamadas amenazantes que le anunciaban que él era el próximo. Había muerto un líder unicentrino, pero este hecho no exigía una demostración de fuerza por parte de los demás. No hubo penas establecidas para los que no asistieron a su entierro. Un funeral es un lúgubre recordatorio de que la tribu ha disminuido en una unidad. El círculo es más reducido, el enemigo que no existe, tiene unas cuantas posibilidades más, y los defensores de la fe necesitan algo que elimine el escalofrío.

*Este texto apareció por primera vez en la revista Gaceta de Colcultura y se publica aquí con autorización de la familia Duzán.