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Capítulo del libro 'Ofelia o la venganza de Sherezade'

6 de octubre de 2002

Uno de los pocos placeres que me restan es caminar con mi amigo Vinker por las inmediaciones del Club de Paso. Desde que fui padre por segunda vez, de una niña, me resulta imposible disfrutar de un almuerzo o una cena en paz, mirar un programa de televisión o concurrir al cine. No sé si estará directamente relacionado, pero lo cierto es que desde el nacimiento de mi niña he comenzado a descubrir una cada vez menor resistencia al alcohol. Y, por último y por supuesto, mis aventuras amorosas se han espaciado hasta casi desaparecer: mujeres que me permitían entrar en sus cuerpos aun sabiéndome padre de un niño de cuatro años, se niegan terminantemente ahora que me conocen como el feliz marido de una madre reciente. La solidaridad femenina (la humana en su conjunto) es extraña: no me faltaron deleitosos encuentros cuando mi esposa estaba embarazada, pero las mismas criaturas me quitaron todo resquicio de amor cuando por fin dio a luz. De modo que paseo con Vinker.

El Club de Paso es un gigantesco predio verde instalado en la zona más bonita de Buenos Aires. No le faltan árboles ni confortables instalaciones: ahora que mi casa está invadida por dos niños, utilizar las duchas y los baños del Club de Paso es un ritual sagrado. Pero tiene el defecto de que se ven siempre las mismas caras. De todos los paisajes que recorremos en nuestras vidas, la repetición del paisaje humano es la que menos podemos sufrir. Soportamos aspirar todos los días el aire puro de un sitio, alzar nuestra vista hacia una determinada montaña o comprobar el rocío en las hojas de un mismo árbol; pero no podemos tolerar ver todos los días la misma cara. De ahí que tan a menudo los matrimonios fracasen. Yo creo que incluso es admirable el hecho de que soportemos ver día tras día nuestro mismo rostro en el espejo, y que de haber sido Dios una pizca más piadoso nos hubiera permitido cambiar de cara al menos una vez por año. La actual psicosis de cirugías estéticas, montadas a la cual niñas de veinte años se quitan libras de piel y ancianas se insertan pieles nuevas, obedece, creo, no tanto al deseo de la eterna juventud, como al de variedad: nadie quiere ver la misma cara todos los días de su vida. Las jóvenes generaciones se creen con derecho a todo y las ancianas cercanas a la muerte no le temen a nada: de ahí que ejecuten en sus caras semejantes zafarranchos. Yo ya no soy joven y le temo a todo: me resigno a ver mi cara todos los días, la de mi esposa y la de los aerodinámicos concurrentes al Club de Paso. Todos usan jogging y llevan una raqueta de tenis colgada de la mano derecha. En la mano izquierda, a menudo, una botella de medio litro de agua mineral. Todos tienen hijos y lucen jóvenes y despreocupados. Exceptuándome, claro. No sé cómo lo hacen. Tal vez yo sea el único padre que no duerme ocho horas, que no puede comer en paz y cuyas experiencias sexuales han disminuido en una proporción exasperante. O tal vez todos ellos finjan, o exista algún tipo de terapia de relajación que desconozco. No creo en la tranquilidad de ninguna de esas caras conocidas; en la de Vinker sí. Vinker tiene sesenta años y se conserva mucho mejor que yo. Tiene casi todo el pelo y camina erguido. Come en abundancia y no engorda. Él también, a mi edad, tuvo hijos. Uno de ellos vive en Barcelona y la otra en Boston. Se divorció de su esposa cuando ambos tenían cincuenta años. Vinker y yo nos parecemos en muchas cosas, pero estamos diferenciados por una fundamental: a él le va bien. Produce megaespectáculos y obras de teatro en la Argentina y en toda Latinoamérica.

En cuanto a los espectáculos, afronta cualquiera que pueda ser un buen negocio: desde tigres patinadores sobre hielo hasta una exhibición de golfistas australianos ciegos. Pero con las obras de teatro es riguroso y siente predilección por los textos de amor. Vinker jamás produciría una obra contusa ni falta de excelencia. Detesta igualmente a los autores que pretenden ser oscuros y a los que ni siquiera pueden pretenderlo. Gracias a Vinker, se estrenó y permaneció un año en cartelera una obra de Somerset Mangham, mi escritor favorito, por la que yo no hubiera apostado, como diría el mismo Mangham, ni un penique. Tal vez hayan sido los actores o la casualidad de que ese mismo año ganó un Oscar una película basada en una novela de Mangham; pero lo cierto es que el texto de mi querido novelista británico brilló en el escenario porteño con tal intensidad y buena fortuna que se convirtió en uno de esos grandes éxitos inesperados. Desde ya, ser un enorme éxito inesperado, en Buenos Aires, no reporta más que unos cientos de miles de dólares, cifra que podría matarme de alegría pero que para un empresario como Vinker no es más que una retribución moderada, incluso escasa, para su intuición a toda prueba y su perseverancia. Sin embargo, sé que Vinker ha puesto fichas también en los Estados Unidos y Europa y, en conjunto con Latinoamérica, puede estar seguro de su bienestar en los próximos treinta años. Mientras que yo desconfío de los treinta días que siguen al principio de cada mes. Nunca le he pedido trabajo a Vinker y siempre me ha hecho el favor de no ofrecérmelo. Nos ofenderíamos mutuamente. A veces me he hecho amigo de gente con la cual trabajo, pero nunca he cometido la torpeza de pedirle trabajo a un amigo pudiente. Prefiero pasear con Vinker por el resto de mi vida y continuar ignorando, por el mismo período, si me alcanzará el dinero o no para llegar a fin del mes. Siempre he llegado.

El último sábado encontré a Vinker reponiéndose de una reciente sesión de trote alrededor de las canchas de handball; tomaba agua salinizada y secaba su transpiración. Yo no podría correr ni la mitad y luego necesitaría una transfusión de líquido por medio de sondas. Vinker me lleva veintiséis años.

-Vi a Fernanda en el bar de la entrada-le dije-. ¡Cómo embelleció,

Fernanda tiene cuarenta años, concurría habitualmente al club con su marido y siempre pensé que Vinker la conseguiría antes que yo.

Vinker hizo un gesto de disgusto.

-Se separó -me dijo.

-Ya lo sé -repliqué-. Por eso te lo digo. Está más linda que nunca.

Vinker repitió su gesto de rechazo y agitó la cabeza negativamente.

-No me acerco a separadas.

Lo miré inquisitivo, incrédulo.

Terminó de secarse el sudor y tiró la toalla sobre el cemento de la cancha. Tomó otro trago de agua salinizada. Tal vez el secreto de todas las personas que mantenían el buen porte era el agua salinizada.

-Estoy en contra de las separaciones y los divorcios. No consuelo a los hombres ni pretendo seducir a las mujeres.

-¡Pero vos te divorciaste! -lo increpé.

-Me equivoqué -dijo Vinker, como si no se hubiera tratado de la separación de un matrimonio de treinta años sino de un error en una suma.

Aguardé una explicación.

-La libertad sentimental... -siguió Vinker-. Yo te diría más, la libertad institucional, está matando el arte. Ya no se pueden escribir más historias de matrimonios...

-Yo escribí un libro... -lo interrumpí.

-Así te fue -me silenció sin piedad, y continuó-: ´-Qué sentido tiene ahora narrar las aventuras de una mujer casa da, si todas las tienen y es tan sencillo divorciarse? E1 tiempo de los escritores de amor fue cuando juzgaron a Flaubert por Madame Bovary. Ahora la pobre Emma es material de ejemplo en los conventos. No hay decencia. La gente se casa y se divorcia sin tragedia. Finalmente, los conservadores fracasamos.

Vinker y yo nos consideramos conservadores: rechazamos a los hombres que usan el pelo atado en cola de caballo o aros, y pretendemos suavidad y mayor sensibilidad a la vergüenza en las mujeres. No necesitaba preguntarle por qué consideraba que había fracasado: sabía que no pararía de hablar.

-Pensamos que las grandes orgías de los sesenta, el amor libre y todas las paparruchadas (¡grandes enemigas del misterio, del romance y de la ficción!) se habían autoliquidado. ;Pero no! Hoy la clase media uniformada, los de corbata, las amas de casa, ¡gozan de una libertad sexual, sentimental e institucional sin precedentes! ¡¿Dónde iremos a parar?! -Quién va a escribir historias de amor en este caos fornicida? Nadie sufre un matrimonio infeliz: se separan. No hay deseos prohibidos: -quién va a venir al teatro? Temo que muy pronto el incesto deje de ser un problema: prepárate para que Edipo pase de moda. Es probable que nada de esto sea grave para la raza humana: pero es la definitiva muerte de la raza de los espectadores.

-Tenés la suficiente cantidad de dinero como para sobrevivir a la muerte de todos los espectadores -le dije.

-Me preocupo por vos.

-No te preocupes por mí -dije-. Me dedicaré a la albaliñería.

-Podrías hacer las escenografías de mis obras.

-Estamos hablando del caso en que murieran todos los espectadores -dije.

-Pondría obras de teatro para los muertos -dijo Vinker-.

Los fantasmas serán los últimos espectadores de un mundo sin misterio.

-No te pongas lírico, Vinker-le pedí-. Incluso entonces no trabajaría para vos.

Vinker sonrió agradecido.

-En resumen -dijo-, desprecio a las separadas. No pienso estimularlas.

-Si a mí Fernanda me diera una cifra inferior a cero como posibilidad de aprobación -dije-, no tardaría en lanzarme sobre ella, arriesgándome a todo o nada. Es una yegua que de tan bella se convirtió en mujer.

-Sos joven -me dijo-. Y disoluto.

-Bajo ningún concepto -me defendí-. A diferencia de vos, no pienso divorciarme. E1 adulterio es una de las pocas emociones que le quedan a mi vida. ¿Pensás que voy a divorciarme para volver a experimentar la patética palabra "noviazgo"? Soy un hombre casado: me jacto de ello. El matrimonio es la única odisea posible para el hombre contemporáneo de clase media. El adulterio es su descanso.

-Muy bien -aceptó Vinker-. Pero yo desprecio a las separadas, es mi nuevo credo. En este mismo club, tenemos al menos diez parejas casadas en segundas nupcias y cinco o seis recientemente separados; entre ellos, nuestra querida Fernanda.

-Nuestra Fernanda -dije recordando sus pechos, en un tono lascivo que me avergonzó: la voz gangosa del abstinente involuntario.

Vinker se retiró a las duchas y yo decidí reponerme de la charla aguardándolo en el bar. Verlo transpirar me había cansado.

No necesité alzar los ojos para ver a Ofelia. La hubiera visto aún con la naca o los hombros. Su belleza la imponía como imagen, como un espejismo. Mi valoración y devoción por Fernanda, yo lo sabía, estaban condicionadas por mi reciente etapa de contención sexual. Pero Ofelia era un milagro en sí misma: seguiría siendo un milagro aun cuando no hubiera un solo ser sobre la Tierra para atestiguarlo. Hay eventos humanos que existen más allá de los hombres: no son culturales ni temporales. Son eventos como Ofelia. ¿Por qué estaba aun más linda? Cierta vez, hacía algo más de un año, quizá dos, yo creí intuir que me había rechazado. Coincidimos en la cena anual de una empresa y, como vivíamos cerca, nos ofrecieron llamar un remise para llevarnos a ambos. Pero Ofelia dijo que la pasaba a buscar el marido. Era falso: Federico, su marido, estaba de viaje, en Bahía Blanca, vendiendo camisas. Yo lo sabía. No abrí la boca y pedí que de todos modos me enviaran el remise. Nos despedimos con una sonrisa. ¿Habrá temido que intentara algo? En tal caso, tuvo razón. Pero ahora no había motivo para que no volviera a sonreírle, mientras tomaba mi agua mineral sin gas, aunque no salinizada. Ofelia me devolvió la sonrisa con tal buen tono que me atreví a preguntarle en qué andaba.

-Embarazada-me dijo.

-Felicidades -dije-. Vienen con un pan bajo el brazo.

-Espero que no -replicó-. Con el anterior engordé quince kilos.

-Ahora estás hermosa -reconocí.

Sonrió con malicia.

-¿Y cómo está tu trabajo? -me preguntó.

-Ya no me invitan a cenas anuales -dije-. No sé realmente quién me paga. A fin de mes siempre recibo un cheque, pero ignoro el remitente. Debe ser Dios.

-Acercate -me dijo, invitándome a sentarme a su mesa-, así no gritamos.

-¿Cómo está Federico?-pregunté.

-En Gales.

-¿Con el príncipe?

-No, en Gaiman, ese pueblito galés de Puerto Madryn. Vendiendo camisas.

-La verdad es que le va muy bien -dije.

-No me quejo -dijo Ofelia.

-Además, ustedes y nosotros somos las dos únicas parejas que no se separaron.

-Es cierto -dijo Ofelia-. ¿Cómo hacen ustedes?

Entonces, sin alcohol de por medio, movido por el deseo, desesperado por esa belleza a la que no sabía cómo acceder, me mandé una baladronada que aún continúa irritándome conmigo mismo:

-Muy sencillo -dije-, me acuesto con otras.

Pensé que Ofelia festejaría mi frase como un chiste, con una carcajada, pero en cambio respondió con una seriedad risueña y aguda:

-Es un buen método. Siempre y cuando ella nunca se entere.

-Siempre y cuando vos nunca sepas que ella se entera.

-Es posible -reconoció Ofelia. Tomó un sorbo de su agua con pajita.

-Aquella vez -dije-, en la cena, ¿por qué no quisiste viajar en el remise conmigo?

-Me esperaba otro.

Tragué agua con el mismo esfuerzo con el que se traga saliva. Me atraganté con el agua. En cambio, ella bebió con toda naturalidad, aunque se le agrió la expresión.

-Yo nunca hubiera engañado a mi marido -me dijo-. Ni hubiera escuchado lo más pancha las barbaridades que me estás diciendo. Pero Federico me engañó en uno de los viajes. ¿Te parezco fea?

-Me parecés la más linda del club, y también la más linda de Buenos Aires.

Ofelia iba a continuar, pero la interrumpí.

-Creo que sos la mujer más linda que conozco.

-¿Por qué mi marido me engañó?

-El mundo sentimental está mal hecho, como el mundo en general. Estoy seguro de que la otra mujer no le importaba, y no hay duda de que no pudo haber sido más linda que vos.

-Yo también lo sé-dijo Ofelia-. Federico es débil. Si le hubiera gustado más otra mujer, no habría vuelto conmigo. Pero yo conozco mi belleza. Sé que soy hermosa. Pude haber tenido decenas de hombres, centenas, miles. Con más dinero que Federico. Muchos, más interesantes. Muchos, más apuestos. Sin embargo, me enamoré de él muy joven, me resultó tan tierno y tan bueno, que decidí entregarme a él para siempre. Éramos marido y mujer, ¿vos creés en eso?

-Es en lo único en que creo -dije.

-Y sin embargo te acostás con otras.

-Cada uno vive sus creencias a su manera.

-Descubrí que me había engañado porque encontré una mancha sexual en la camisa.

-Una mancha... -repetí, pero no me atreví a mencionar alguna sustancia.

¡-Me mató -dijo Ofelia-. Me destrozó el corazón. ¿Sabés lo que sentí? Que mi belleza era un tesoro que yo había depositado, y que me habían estafado. Federico me había robado todo. ¿De verdad te parezco linda?

-Ofelia -dije-, desde que te vi, hace unos minutos, tengo todo el cuerpo alterado.

-A mí me parezco hermosa -dijo-. La mía no es una belleza común. Yo coincido con vos: soy la más linda de este club. Y muchas veces, en el cine, pienso que soy más linda que tal o cual actriz.

-La verdad, intento imaginar una mujer más linda que vos, y no se me ocurre. Pienso en Ava Gardner, en Audrey Hepburn... están a tu altura. Pero antes quisiera besarte a vos que a ellas.

-¿Porque soy más accesible?

-¡No! Porque dan más ganas de besarte a vos. Además, para mí sos totalmente inaccesible. Bueno, Ava Gardner y Audrey Hepburn también.

-Entonces, ¿qué hizo Federico con la belleza que le regalé? Un tipo común, al que yo había honrado como un hada se apiada de un mortal. ¿Cómo pudo despreciarme así? ¿Cómo se atrevió?

-Es verdad -dije-, es verdad.

-¿Vos me hubieras engañado de haberte casado conmigo? -Nunca me hubiera casado con vos -dije.

_¿Por?

-Tu belleza me intimida. Me daría miedo.

-Los hombres se me tiran encima.

-No me extraña.

-Esteban se separó por mi culpa.

Esteban era un jugador de básquet con el que nunca había intercambiado una palabra, pero al cual tenía individualizado. Lo veía entrar a menudo en el restaurante del club, acompañado por sus dos hermosos hijos, una niña y un niño, de cinco años el varón y tres la nena. Comía con los chicos mientras su esposa ejercitaba el cuerpo en los aparatos del gimnasio techado. Un día vi entrar a la esposa furibunda, gritarle y obligar a los chicos a levantarse de la mesa. La escena duró unos segundos y la mayoría de los comensales alcanzó a fingir tranquilidad, indiferencia. Pero yo eché un último vistazo a Esteban, solo en la mesa, introduciendo la cucharita en la ensalada de fruta con la mirada clavada en una uva.

-.Juan también se separó por mí -agregó Ofelia.

-Sos una femme fatale -dije.

-Me estoy vengando -dijo Ofelia.

-¿De quién?

-De los hombres. Vos que escribís, ¿no sabés que el sultán de Las Mil y Una Noches se vengó de todas las mujeres por una que lo engañó?

-Eso es un cuento -dije.

-Éste es otro -me aseguró Ofelia sin piedad-. Se me tiran encima, y después las mujeres se enteran.

-¿Tan imprudentes son?

-Yo hago que se enteren.

Ahora tragué saliva de verdad.

-No me tendría que haber engañado -dijo Ofelia.

-Me doy cuenta-dije-. Pero quizás ahora, con este nuevo hijo, puedas reconciliarte...

Ofelia negó con la cabeza.

-También de Federico tenía que vengarme.

Tomé mi último sorbo de agua.

-Aquella noche -dije-, la de la cena, ¿ya sabías que Federico te había engañado?

Ofelia asintió. Vi a Vinker salir del vestuario.

-Ahí viene Vinker -dije, poniéndome de pie.

-¿Es casado? -me preguntó.

-Separado.

-Andá tranquilo -me dijo Ofelia.

La saludé con una reverencia de la cabeza y me acerqué a mi amigo.

-Estamos a tiempo de recuperar el drama-dije.

-¿Cómo? -preguntó Vinker.

-Primero me tenés que prometer que no la vas a producir.

-¿Por qué?

-Porque es una idea mía y si la producís voy a sentir que te estoy pidiendo trabajo.

-No la voy a producir.

-Te digo el título -dije-. Es el recomienzo del drama matrimonial. Es la comprobación de que nada ha cambiado. El mundo, mal hecho, sigue andando.

-Decime -pidió Vinker con ansiedad.

-Se va a llamar "Ofelia o la venganza de Sherezade".