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Fernando González Ochoa, filósofo y escritor colombiano.

Crónica

Un cráneo, un robo y un misterio resuelto

José Monsalve revela el misterioso episodio del cráneo robado del escritor y filósofo Fernando González. Historia inédita de uno de los personajes más importantes del pensamiento nacional.

José Monsalve
27 de diciembre de 2006

Ahora que han pasado los años, no importa mucho lo censurable de las acciones que acá se narrarán. Los jóvenes decadentes de otrora ya son viejos hechos y derechos, e incluso algunos ya están muertos. ¡Y qué más da! Al fin de cuentas los delitos, ya de unos como de otros, hace marras que también prescribieron. En fin, de todo esto sólo queda una historia inédita por contar. Y por determinación de la Providencia, que me acusó con una curiosidad terca, me ha correspondido a mí el placer de contar la historia. La historia del robo de la cabeza mejor puesta de Colombia.

Pero ese placer venía precedido de la exigencia de buscar y encontrar las piezas desperdigadas en los años, organizarlas y juntarlas para lograr así contar esta historia que empezó para mí hace algo más de un año, cuando escuché por primera vez sobre el misterioso robo del cráneo de Fernando González, el filósofo de Envigado, el mismo que “cuando iba por algún camino y se encontraba una hormiga, se quedaba mirándola por horas y horas, y la confundía con Dios”, como recordó uno de sus hijos durante los días de duelo por la pérdida del maestro.

El 24 de abril de 1895 nació en Envigado Fernando González Ochoa. Durante sus 69 años de existencia anduvo entre libros. Es conocida la anécdota de que de joven Fernando se rapó cabeza y barba por la mitad para obligarse al encierro. Fue intelectual, místico, escritor y maestro de la palabra y burlón impenitente: a los 20 años escribió -brotó, dice él- su primer libro titulado Pensamientos de un viejo. La obra de Fernando González es como una flama imposible de asir. Su Viaje a Pie llevó a Manuel José Caycedo, arzobispo de Medellín, a declarar en 1929 que la lectura del libro quedaba prohibida “bajo pecado mortal”. Más de 30 años después de la muerte de Fernando González, el escritor William Ospina consignó estas palabras en referencia a él: “Apasionado, impulsivo, vehemente, aunque siempre lúcido, no se limitó a recomendar esa urgente tarea de definir el contorno de nuestro ser, de afirmarnos en lo mejor de nuestra tradición y exaltarlo. Él mismo asumió con gran audacia y con firme convicción la tarea de desarrollar un pensamiento que se pareciera a nosotros”. Cuentan que en 1955, cuando Jean Paul Sartre y el escritor norteamericano Thornton Wilder lo propusieron para el Premio Nobel de Literatura y las élites literarias y políticas colombianas se opusieron, prefiriendo a Ramón Menéndez Pidal, González lloró desconsolado, pero, según dicen sus biógrafos, su amargura era por la condición humana de sus coterráneos, no por la negativa de la postulación.

Aunque Fernando fue fundamentalmente un autodidacta, contaba con el título de abogado, graduado de la Universidad de Antioquia. Sin mayor abolengo, González, joven y humilde deslumbró con su carisma e inteligencia a la hija menor del presidente Carlos E. Restrepo, Margarita Restrepo con quien se casó. Su título y proximidad con el Presidente le permitieron recorrer el mundo como diplomático, generando controversia y admiración por donde quiera que anduvo. Pero el filósofo de Envigado nunca dejó de serlo. Y a su terruño siempre regresó y fue exactamente allí donde fundó Otraparte.

‘Irse yendo’

En 1937 Fernando González compró en Envigado un terreno llano con una pequeña vivienda que en la época fue conocido como La Huerta del Alermán. Y si uno va y pregunta, los viejos de Envigado cuentan que Walterio fue el nombre del tal alemán dueño de la propiedad. Y dicen las mismas lenguas, tan resabiadas como certeras, que éste era un ario grandullón que murió absurdamente despuntando aquel siglo en un accidente de tránsito ocurrido una tarde en el sector de lo que ahora se conoce como La Guacatala.

El asunto, en fin, es que González sucedió en la propiedad a aquel finado y emplazó allí su morada. Fernando y su esposa Margarita vivieron en esa casa hasta que la muerte los separó. Allí Fernando González vio brotar buena parte de su obra así como a sus cinco hijos. Lentamente la casa se fue haciendo famosa por las singularidades con las que la fueron caracterizando. En el portal, a yerro forjado, González puso el siguiente anuncio en latín: Lave canes seu Domus Dominum! La advertencia a los visitantes traducía: “Cuidado con el perro, o sea, con el dueño de la casa”. Pronto un comentarista dijo en la prensa nacional que “la casa nueva de Fernando González en Envigado encierra más gusto que todo Chapinero”. Otraparte fue el nombre que el filósofo reservó para su preciado domicilio, y ello denota, según el propio Fernando, “irse yendo”.

No puedo establecer con precisión en dónde leí o escuché por primera vez sobre la usurpación de la cripta donde reposaba el cuerpo de Fernando González, muerto a causa de una suerte de trombosis la noche del domingo 16 de febrero de 1964. Pero la revelación me quedó dando vueltas (y sobre todo por lo vaga e inconclusa). Con una indagación preliminar pude concretar que la historia era tan desconocida como cierta: luego de nueve años de sepultura el cráneo de Fernando González desapareció al ser profanada la tumba donde reposaban sus restos.

Intentando profundizar más sobre el hecho pude establecer que éste sucedió la noche del sábado 13 de enero de 1973. Y dirán ustedes si es mera coincidencia, pero los periódicos registraron que aquella noche un fenómeno lumínico se vio en el cielo. Un universitario afirmó que desde la Plazuela Zea de Medellín vio “la extraña figura celeste que cruzó velozmente con dirección de sur a norte”, en la noche de aquel sábado. En el sur, de donde brotó el misterioso fenómeno destellante, esa misma noche un grupo de jóvenes abrió la tumba del llamado “mago de Otraparte” y robó su cráneo.

El escándalo dio para todo. Y las reacciones también están en los periódicos del momento. El entonces alcalde de Envigado, Jorge Mesa Ramírez, dijo que “no se puede atribuir (el robo del cráneo) a nada distinto que a un deseo sensacionalista. Tal vez pudo haber sido un hippie de esos que recorren los cementerios. Yo creo que pudo haber sido algún filósofo medio loco que quiso causar sensación”. Uno de los hijos de González, luego de insinuar que no se llamara ladrón a quien se apoderó de la calavera (“que encerró tantas inquietudes metafísicas”), expresó: “yo interpreto la desaparición del cráneo como un homenaje de la juventud a Fernando González”. “Es una cosa que teniendo importancia puede mirarse con estupor, con resignación, pero que sólo ayudará a hacer conocer un poco más al mago de Otraparte”, sostuvo Aparicio Restrepo, un profesor de primaria. Por su parte, Gonzalo Tejada Correa, un estudiante universitario, afirmó: “En vez de decapitar a Fernando González Pacheco, el animador de televisión, por todas las brutalidades que ha cometido, se nos han robado la cabeza del maestro”.

Días después de la profanación el alcalde Mesa admitió que las pesquisas de la Policía no arrojaban ningún resultado. Los descendientes directos de Fernando González le restaron importancia al incidente y ni siquiera adelantaron una demanda. Y así, conforme fueron pasando los días y los meses, el capítulo se fue instalando en el suave y reposado regazo del olvido. Qué importaba, si al fin de cuentas el propio Fernando había dicho en su obra Tragicomedia del Padre Elías y Martina la Velere (1962): “cuando yo me muera no me vayan a ver al cementerio, que allí no estoy”.

Otraparte continúa en el mismo lugar donde la fundó Fernando González: a la entrada de Envigado, a mano derecha por la vía que viene de Medellín. Allí se conserva aún con los muebles y la biblioteca original del filósofo. El inmueble, patrimonio cultural del municipio, es actualmente sede de la Casa Museo Otraparte, un espacio cultural abierto en donde se desarrollan actividades lúdicas y por medio del cual se procura que la comunidad envigadeña preserve en la memoria a su ilustre personaje.

Por varias semanas estuve recorriendo Envigado y visitando la Casa Museo en busca de información sobre el episodio del robo de la calavera. Jalando aquí y allá encontré anécdotas de viejos vecinos que conocieron a González. Uno de estos me contó que cierto día observó al filósofo atendiendo misa desde el atrio de la iglesia, curioso se acercó y le preguntó: “Don Fernando, ¿por qué no entra usted a la iglesia?” Y este le respondió: “Porque Dios y yo no cabemos allí”. La versión inconfesa de lo que ocurrió la noche del robo la encontré en Envigado en voz de uno de los protagonistas quien accedió a narrarme el episodio luego de que yo, apoyado en mis fuentes, le planteara que tenía la certeza íntima de su participación. Su nombre es Rodrigo Hurtado, de 48 años y abogado de profesión, aunque retirado de los bemoles jurídicos. Acordamos una cita a la cual también concurrió un grupo de amigos suyos. Todos como dispuestos para apreciar una gran matiné llegamos mucho antes que el protagonista. En el centro de Envigado, en la oficina del también abogado Leonel Díaz, quien fue mi puente hacia Hurtado, aguardamos.
Los usurpadores

En los años 70 muchos de los jóvenes de Envigado exploraban nuevas experiencias, que influenciadas por expresiones venidas de otras latitudes y avivadas por el movimiento hippie, las drogas, el alcohol y la irreverencia se fueron consolidando como modos de vida que los clanes juveniles adoptaban para sí. El rock, que tuvo su primer gran escenario nacional en el evento Ancón 71 realizado en Envigado, fue ganando espacios y constituyéndose en el quiebre entre lo añejo y lo juvenil. La gallada que más radicalmente expresaba en Envigado esos nuevos vientos se llamaba la ‘Barra de los Quinientos’, denominada así por lo nutrido del grupo de jóvenes que la conformaban. A la Barra de los Quinientos pertenecieron, entre otros, Rodrigo Hurtado, Leonel Díaz y los tres cuarentones que concurrieron para escuchar un capítulo inédito de aquellos años.

Tan pronto Rodrigo llegó, luego de un saludo formal, tomó asiento y empezó la narración que yo venía buscando desde varios días atrás:

«Si recuerdo bien, esa noche era viernes o sábado, y como todos los fines de semana de esa época los amigos nos emborrachamos. Solíamos ir al bar Las nubes. Luego del licor uno le metía marihuana o la droga que hubiera. Eso era normal. Y esa noche no fue la excepción.

“Estábamos un combo grande que a medida que se hizo tarde se fue reduciendo. Ya al final quedamos Adalberto Castro, que era abogado y que en paz descanse; Roberto Restrepo, que estudiaba medicina, ahora es médico y vive en España o en las Islas Canarias, no estoy seguro dónde; un sobrino de Fernando González llamado Juan Emiliano González; y yo. De un momento a otro decidimos ir a las afueras de Envigado, por allá a un sector llamado el pinal, para consumir unos hongos que teníamos, ya estábamos muy borrachos. Efectivamente fuimos en dos carros, nos metimos todo eso y estando allá a Juan Emiliano, que era tremendo, le dio por ir a visitar la tumba de su papá enterrado en el cementerio municipal. Entonces arrancamos para el cementerio. Tuvimos que saltar un muro para ingresar a esa hora, que me imagino era como media noche.

“Una vez estuvimos frente a la bóveda, a Juan le dio dizque por sacar el cuerpo, y ya nos íbamos a poner a romper la placa cuando se nos ocurrió que era mejor abrir la tumba de Fernando González que era mucho más importante. ¡Estábamos muy trabados, no joda! No hubo una premeditación, ni un plan, fue un simple capricho de muchachos locos. Rompimos con piedras la placa y abrimos la bóveda de Fernando, y sacamos el cuerpo que estaba íntegro apenas con unos jirones de tela y por ahí algún mechón de pelo. Juan tomó el cráneo y un par de huesos que eran largos, como de la pierna me imagino yo. Volvimos a los carros y nos fuimos a amanecer en la finca donde vivía Juan Emiliano.

“Al día siguiente el escándalo en el pueblo era una vaina tremenda. Cuando nos despertamos unas primas de Juan Emiliano, que estaban de visita en su finca, se escandalizaron al ver la calavera, pero no alcanzaron a regar el chisme porque esa misma mañana se fueron. Creo que eran como de Bogotá. En el pueblo se rumoraba que seguramente la Barra de los Quinientos sería la responsable y la familia de Fernando González, que me imagino yo sospechaban de Juan Emiliano, pues tampoco hizo mucha bulla con el asunto. Eso es todo lo que yo sé”, puntualizó Rodrigo.

Juan Emiliano González es hermano del escritor Tomás González, a quien la crítica literaria lo ha calificado como “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana”. Juan Emiliano y Tomas son sobrinos de Fernando González. Maquillada con giros imaginativos, la versión de Rodrigo Hurtado, discurre en un pasaje del libro Los Caballitos del Mar de Tomas, obra en la cual Juan Emiliano es ‘J’. Juan Emiliano, muerto trágicamente en Urabá, ha sido una de las fuentes fundamentales de la obra literaria de su hermano Tomás, quien estremecido por la desaparición de éste se ha dado a inmortalizarlo en novelas como Primero esta el mar.

A Tomás lo contacté en las afueras de Bogotá y le pregunté sobre la motivación del robo. “Un grupo de personas jóvenes, con mucha admiración por Fernando González, decide en una borrachera que sería bueno abrir su tumba y sacar la calavera. La motivación es, pues, la borrachera, a mi modo de ver, y en menor medida la admiración. Cierta ingenuidad hizo parte también del asunto” fue su respuesta, un tanto diplomática. Sobre la participación de su hermano Juan Emiliano, Tomás me respondió: “Lo que creo es que estaba demasiado borracho y se dejó arrastrar por el camino que tomó la borrachera”.

Pero qué ocurrió con la calavera de Fernando González. No mayor cosa. Por años fue un simple adorno anónimo sobre un armario en la casa de sus sobrinos en Envigado. Quienes la pudieron apreciar afirman que no hay duda sobre su autenticidad. “Se notaba a lenguas que era Fernando González, era verlo a él”, recuerda la curadora de arte Martha Lucia Villafañe, quien siendo nuera de Juan Emiliano y Tomás habitó la casa donde la calavera permaneció. Con la misma discreción que la familia guardó el secreto por años, el 7 de junio de 1979, cuando murió doña Margarita Restrepo de González, la esposa del filósofo, el cráneo fue puesto en sigilo dentro del ataúd de ésta. Y fue de esta forma, en su segundo entierro, y desprevenidamente, que se cumplió el deseo de Fernando González para su funeral: “Será un entierro elemental, solo tú y los hijos; el autor suplica que no vayan allí automóviles llenos de hombres gordos que hablan de la brevedad de la vida”. Desde entonces, sin duda una de las más inquietas cabezas del país, reposa en una cripta del cementerio San Marcos de Envigado.