Pablo Federico Przychodny JARAMILO Columna Semana

Opinión

A veces llegan cartas... desde Venezuela

Con verdadera fe, estamos esperando que estas próximas elecciones salgamos de este karma y que esta terrible narcodictadura caiga, porque si no es así, prepárense, países vecinos, porque la emigración va a ser muy grande, más de lo que ha sido hasta ahora.

Brigadier general (r) Pablo Federico Przychodny Jaramillo
5 de junio de 2024

A mediados del año de 1972, en las emisoras, comenzaba a sonar una canción compuesta por Manuel Alejandro y que se hizo muy popular en la voz de Raphael. Entre una de sus estrofas, el autor decía: “… A veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas. A veces llegan cartas con olor a espinas, que no son románticas. Son cartas que te dicen que al estar tan lejos todo es diferente, son cartas que te hablan de que en la distancia el amor se muere”.

Con tanta tecnología empujando las relaciones y abriendo canales de comunicación de manera digital y en tiempo real, se pensaría que la carta, como forma de expresión, estaba extinta, pero no… A veces llegan cartas, y para sorpresa mía, he recibido una enviada desde Venezuela por un antiguo amigo del colegio. Qué enorme alegría tener noticias de alguien a quien se aprecia en el alma, pero qué enorme tristeza cuando esas letras expresan dolor y frustración, por lo que a la estrofa que he citado sólo le podría agregar que a veces llegan cartas que también traen sabor a desesperanza.

Mi amigo, Omar, lleva más de tres décadas viviendo en la hermana República de Venezuela; se fue muy joven, aún sin terminar el bachillerato. Cuando dejó de asistir al salón de clases, sentimos mucho la ausencia de ese joven soñador, con guitarra a la espalda, la cual no tocaba muy bien, pero que igual nos deleitaba con su música que, para nosotros, adolescentes de los setenta, era como escuchar una de las más estridentes de las canciones de Led Zeppelin.

Omar dejó su patria persiguiendo un sueño, se llevó su alegría, sus dichos y su música, y volverlo a encontrar, gracias a las no muchas bondades de Facebook, ciertamente fue motivo de felicidad, pese a la virtualidad del contacto. Allá, en ese otro país, construyó su hogar, materializó sus sueños, no sé si los mismos que perseguía el día que se marchó sin contemplar fecha de regreso a su patria.

El contenido de su carta me llenó de preocupación por él, por los venezolanos y por lo que podría pasar en nuestro país de seguir en este barco sin timonel, en un mar de improvisaciones y con una tripulación mal preparada, mientras nosotros, los pasajeros, vemos cómo las olas son cada vez más altas. Su carta refleja la angustia no solo de él, sino la de un pueblo que ve cómo su voz es apagada a fuerza de represión y de persecución política, por un gobierno que se resiste a mantener viva la democracia, suplantándola por una dictadura a la que por generaciones los jóvenes latinoamericanos se enfrentaron con tesón. Le pedí, con vehemencia y mucho respeto, me permitiera dar a conocer su contenido, lo que aceptó sin reparo alguno.

“En los finales del siglo XX, yo ya tenía 15 años de estar en Venezuela. Me adapté a sus costumbres, a su idiosincrasia, a tal punto que ante un juez, un 12 de octubre, juré fidelidad a la Constitución venezolana. Recuerdo que para esa época ganaba cinco salarios mínimos como supervisor en una compañía de refrigeración, en la cual todavía me desempeño. ¡Qué sueldo!, me alcanzaba para todo. Por esos días un personaje irrumpió en la política de la patria de Bolívar, ese Chávez. Lo demás es historia.

Si algo ese malnacido dijo y cumplió fue que iba a acabar con la pobreza, mas nunca pensé que era su pobreza y la de sus amigos comunistas. Que íbamos a ser todos iguales, y repartió equitativamente la miseria. Al empresario lo vistió de delincuente y al país más justo de América lo volvió el más injusto. Recuerdo que hice filas de ocho horas para comprar un papel higiénico, el que hubiese, no importaba la calidad; doce horas para comprar café y azúcar, y hasta veinticuatro horas para surtir gasolina al carro, el día cuando el terminal de mi cédula lo permitía.

El calendario me cayó encima y los años me vinieron en tropel. Comí y dormí mal por muchos años; vi cómo masacraban a nuestros mejores jóvenes por el solo hecho de pensar distinto. Todo lo anterior no ha cambiado mucho; todos los días tenemos corte de luz, tenemos racionamiento de agua, el internet es muy malo, la salud no existe y la educación es pésima, los niños sólo tienen clase dos veces por semana, y en cuanto a mí, pasé de ganar cinco salarios mínimos a ganar doscientos salarios mínimos y no me alcanza. En otras palabras, antes ganaba 1.500 dólares y veinte años más tarde gano 600, y la canasta básica está en 500 dólares. En un país que se ha dolarizado solito, nadie quiere el devaluado Bolívar del que tanto nos sentimos orgullosos. Yo me pensioné hace años, pero los seis dólares de la pensión no alcanzan para nada y sospecho que terminaré mis días trabajando, si no aparece alguien que enderece el rumbo de este país.

Odio al comunismo por varias razones. Estoy muy acostumbrado a los vicios del capitalismo y te los menciono: me gusta comer tres veces al día, me agrada tener luz y agua todo el tiempo, los perros los veo como mascotas, no como comida; me agrada comprarme ropa nueva, me gusta la televisión por cable, me agrada tener carro; no soy ateo, pero los comunistas venezolanos no soportan que les digan, te ganarás el pan con el sudor de tu frente. Otro vicio del capitalismo es que no me gusta quitarle nada a nadie para dárselo a otro que ni siquiera se lo merece.

Con verdadera fe, estamos esperando que estas próximas elecciones salgamos de este karma y que esta terrible narcodictadura caiga, porque si no es así, prepárense, países vecinos, porque la emigración va a ser muy grande, más de lo que ha sido hasta ahora. Pablo, amigo mío, no me imagino para dónde tendrán que salir los colombianos huyendo porque, en honor a la verdad, pareciera que Colombia va por el mismo camino. Por lo pronto, yo no he pensado en regresar a mi país, pues no tengo nada allá y con mis años no sé cómo podría comenzar de nuevo.

Te mando con esta carta un abrazo, mi amigo. Dios quiera que el tiempo nos permita encontrarnos de nuevo para que recordemos cuando éramos felices y no nos dábamos cuenta”.

Apreciados compatriotas, los que tenemos a Colombia en el corazón, verdaderamente hay muchas razones para estar preocupados. A aquellos que dicen sin vergüenza alguna, “¿si ven que no nos hemos vuelto como Venezuela?”, debo decirles que al vecino país le tomó más de dos años llegar al lamentable estado en el que está. El régimen en Venezuela lleva 25 años en el poder y allá, como en Colombia, todo comenzó con un gobierno cargado de buenas intenciones que fueron aplaudidas por los ciudadanos. Allá, como aquí, apareció el salvador, el mesías del cambio, que prometió elecciones libres, no quedarse en el poder, no cambiar la Constitución.

Los ruidos de una constituyente promovida desde el Gobierno Petro y la convocatoria de la denominada Asamblea Nacional por las Reformas Sociales, el próximo mes de julio (18, 19 y 20), en las instalaciones de la Universidad Nacional –tal como lo hizo Chávez en la Universidad Central de Venezuela, con la instalación de una asamblea nacional, la misma que luego sustituiría al Congreso de ese país–, nos debe llevar a pensar que existe el riesgo de que suceda lo mismo aquí, en nuestra Colombia. Dios quiera que no, seré el primero en celebrarlo. Mi amigo Omar, con su carta, nos alerta: ”Pareciera que van por el mismo camino”. Él tiene razón, existe un libreto, un modelo y se está siguiendo con pocas variaciones. Los colombianos no podemos pasar por alto que a Gustavo Petro le gusta el poder, sabe que lo tiene, lo ha saboreado y le gusta tanto, que se está volviendo adicto a él.

Lo único que nos queda para evitar un destino como el de los venezolanos es la participación de todos en las urnas. En los muchos años que estuve al servicio de los colombianos, observé cómo desde la ilegalidad se atacaba al Estado, y hoy con tristeza –por primera vez– veo cómo él es atacado desde el mismo Estado, desde las más altas posiciones de sus representantes.

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