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Weber y Goyeneche

Jorge Enrique Robledo es un político serio: debería guiarlo la ética “de la responsabilidad”. Y no desperdiciar su influencia y su talento en una campaña presidencial inútil, de antemano perdida.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
12 de agosto de 2017

El senador Jorge Enrique Robledo es el político más serio de este país. Pero por lo que estamos viendo ahora comparte con todos sus colegas un ramalazo de insensatez: quiere ser presidente de la república. Y que en pos de la libélula vaga de esa ilusión haya lanzado su candidatura presidencial por el Polo Democrático me parece una grave equivocación. Ni él ni nadie gana nada con eso, y todos pierden bastante: él mismo, el Polo, la izquierda y el país.

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En primer lugar, porque Robledo es un pésimo candidato de unión: divide, en vez de sumar. Carlos Gaviria, hace 11 años, pudo ser un excelente abanderado de la izquierda unida (el entonces vigoroso Polo Democrático Alternativo), porque fue capaz de sumar sus votos de hermanos cainitas, desde las extremas izquierdas moirista y comunista hasta la izquierda del Partido Liberal, pasando por el populismo de la antigua Anapo rojista y del socialista M-19. Pero Robledo no tiene la personalidad amplia y abierta de Carlos Gaviria. Es un político ideológico y sectario que despierta con más facilidad la hostilidad que la adhesión. No solo la hostilidad de la derecha, por ser de izquierda, sino la de buena parte de la izquierda, por creerse él la única izquierda que tiene la razón. Que es lo que les pasa a todas las facciones de la izquierda. Y como la izquierda se basa en la pretensión de tener razón, que no es cosa medible y en consecuencia transable (a diferencia de la derecha, que se basa en el medible y transable interés), la izquierda nunca consigue unirse. Salvo, claro está, por la fuerza, como lo supo mostrar Lenin primero, y a continuación, con rotundidad aún mayor, Stalin. No son ejemplos útiles para Jorge Robledo, que carece de esa fuerza.

En segundo lugar, porque al lanzarse a la Presidencia Robledo se queda automáticamente sin su curul en el Senado. Y sin ella perderá la función de opositor al gobierno y al régimen que hoy cumple con más autoridad y capacidad que nadie. En mi opinión, la función natural de la izquierda democrática entre los poderes públicos no está en ocupar el Poder Ejecutivo, sino en tener la más decisiva presencia de oposición en el Legislativo y en el Judicial: en el Parlamento que expide leyes y redacta Constituciones y ejerce control político, y en las Altas Cortes que dictan sentencias. Y también en el “cuarto poder”: el de la prensa, cuya obligación primera, con la información, debe ser la crítica. La izquierda en el Poder Ejecutivo tiende a extralimitarse, tanto por la inclinación propia del Poder Ejecutivo a extralimitarse como por la ya mencionada convicción de la izquierda de tener la razón; y tiende en consecuencia a exacerbar las contradicciones sociales para hacer la revolución mediante la violencia. Y al menos en Colombia, y al menos por ahora, estamos, me parece a mí, hastiados de violencia.

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En tercer lugar es además muy probable que al retirar del juego su votación personal, que es la más alta de todos los congresistas, Robledo arrastre consigo la de su partido, impidiéndole al Polo alcanzar el umbral y haciéndole así un tremendo daño a la representación parlamentaria de la izquierda. Los votantes de Robledo son la locomotora que le garantiza al Polo su personería jurídica: la que le permite ejercer a escala nacional como partido político. Y con ello pierde además Jorge Robledo el eco de su voz: el insuficiente pero necesario eco que tiene en los medios masivos de comunicación, que solo se lo dan por el hecho de que se trata de un senador de la república. Eco necesario porque la suya es una voz que, por lo general, tiene razón en lo que dice: porque es cierto –o a mí me lo parece– que entre las razones discordantes de la izquierda colombiana la de Robledo es la que tiene más razón. Pero que solo tiene la posibilidad de ser oída cuando la reproducen el canal de televisión del Congreso o las radios y los periódicos nacionales o locales. Piense el lector en la resonancia que han tenido en las últimas semanas las denuncias del senador Robledo sobre el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, y los sobornos de Odebrecht: ¿hubiera sido la misma si el senador Robledo no hubiera sido senador, sino un simple ciudadano particular?

Puede ser que en los meses de la campaña presidencial los grandes medios le ofrezcan a Robledo sus micrófonos. Aunque no mucho, dado el muy escaso puntaje que logra su nombre en las encuestas. Y en cuanto caiga la guillotina de la primera vuelta su participación en el debate caerá a cero. ¿O es que de verdad cree Robledo que van a seguir prestándole la misma atención cuando en vez de hablar en la plenaria del Senado salga a desgañitarse en una esquina, como peroraba en sus tiempos el loquito inofensivo del doctor Goyeneche?

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El doctor Goyeneche podía contentarse con su propia perorata de eterno candidato presidencial, porque no era un político serio: él mismo se sabía loquito inofensivo. Lo guiaba la que Max Weber llama “la ética de la convicción”. Jorge Enrique Robledo es un político serio: debería guiarlo la ética “de la responsabilidad”. Y no desperdiciar su influencia y su talento en una campaña presidencial inútil, de antemano perdida.

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