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Me temo que ya nada volverá a ser igual, y tengo incrustado en el pecho un miedo profundo.

Vicky Dávila, Vicky Dávila
21 de marzo de 2020

Escribo esta columna mientras vivimos el simulacro de aislamiento de millones de colombianos, y cuando nos acaban de dar el reporte de 145 casos confirmados de coronavirus en Colombia. Pero cuando ustedes la lean, sin duda serán muchos más. No puedo evitar este sentimiento de impotencia frente a la fragilidad de la especie humana. Todos estamos en riesgo. No es un chiste ni una exageración. Vivimos la peor pesadilla que jamás imaginamos en muchas generaciones.

La vida nos cambió. Vivimos una dolorosa realidad que parece más una película de terror. De repente perdimos los besos, los abrazos, las caricias y empezamos a pensar solo en no contagiarnos, y en lo vital: el agua, los alimentos y las medicinas. Es como si el mundo se estuviera reseteando. Creíamos que teníamos todo en un mundo cada vez más dependiente de la riqueza y del dinero: los mercados de las potencias mundiales produciendo más y más, el petróleo disparado, la tecnología a toda marcha, inventos impensables como el carro volador, los viajes al espacio cada vez más atrevidos, el mundo de la ciencia creando seres vivos clonados y quién sabe cuántas cosas más, la farmacéutica enfocada en los más sofisticados medicamentos... y de pronto llega el coronavirus y nos pone en jaque. Los presidentes más poderosos comparan la crisis humanitaria con la vivida en las guerras. ¿Por qué nos está pasando todo esto? No sé cuánto tiempo durará esta emergencia, pero tengo la esperanza de que al final habrá mejores seres humanos. 

En el planeta tenemos un enemigo común y necesitamos mucho valor, solidaridad, conciencia y amor para vencerlo. Pienso con dolor en quienes han muerto por covid-19 en cualquier lugar de la Tierra. Los fallecidos superan los 10.000. ¿Cuántas vidas más se llevará esta pandemia? También me conmueven los que luchan contra la enfermedad aislados en alguna cama de hospital. Hay centros con todos sus pisos llenos de enfermos, como ocurre en España, donde no dan abasto los respiradores ni las pruebas diagnósticas. Las imágenes que llegan desde Italia son estremecedoras: mientras el país está cerrado, en cuarentena, la televisión transmite las imágenes de las filas de camiones militares recogiendo cadáveres para cremar en las afueras de las ciudades. En un solo día fueron más de 600 muertos. Esta es una amenaza real y nos va a costar a todos. 

En Colombia avanzan los contagios aceleradamente y la incertidumbre es la regla general. No sabemos con certeza cuáles serán las consecuencias definitivas del coronavirus en nuestro país. Lo cierto es que el virus tomó velocidad y ya está prácticamente en todo el territorio nacional. Independientemente de las medidas que tomen nuestros gobernantes y de si lo hacen bien o mal, es evidente que nosotros tenemos en las manos la posibilidad de aislarnos voluntariamente. Esa es hasta ahora la medida más efectiva para prevenir el contagio. La clave es que sea a tiempo. Los adultos mayores, los niños y los pacientes con enfermedades preexistentes tienen el mayor riesgo, pero todos tenemos que cuidarnos. La vida debe ser la prioridad. Por lo demás, algunos ya perdieron sus empleos, otros tuvieron que cerrar sus negocios enfrentándose a la posibilidad de una quiebra y ni qué decir de aquellos que no tienen manera de sobrevivir sin trabajar. Este es el gran reto, en especial para los líderes de la sociedad. Ojalá todos hiciéramos algo por ayudar a alguien que lo necesite. Como periodista tengo la obligación de no sembrar pánico, pero también de decir la verdad, y, por lo que dicen muchos expertos, en Colombia lo peor estaría por venir. Espero que esas predicciones no se cumplan y podamos combatir la pandemia con efectividad.

Mientras tanto, qué hacemos con esta maldita paranoia que nos atormenta, pero que nos obliga y nos impulsa a cuidarnos y a cuidar a los demás. Es como si el virus nos persiguiera en forma de monstruo invisible: aquí y allá, en la madera, en el metal, en la oficina, en el transporte público, en la calle, en todas partes. Pensar que cada una de las personas con las que nos cruzamos puede estar contagiada o que podemos tener el virus adentro es devastador. Subirse en un ascensor se convirtió en una tortura. Es fácil percibir en los demás el franco desespero por bajarse; todas las miradas se clavan en el registro que anuncia el piso de llegada. Allí no hay cómo conservar la distancia, y menos si está lleno. Definitivamente es mejor tomar la escalera. Ir a un cajero electrónico te hace pensar en la vida cada vez que pones el dedo en el tablero por donde han pasado tantas manos; así como cuando te apoyas en el pasamanos de la escalera eléctrica en el centro comercial, pagas en el supermercado o intentas ir al banco. Todo cambió. Solo nos sentimos seguros en casa, ese es el clamor mundial. 

Me temo que ya nada volverá a ser igual, y tengo incrustado en el pecho un miedo profundo.

Sé que millones de personas sienten lo mismo que yo. Pienso en nuestros hijos, en la marca que dejará el coronavirus en todos los sobrevivientes a la pandemia, en especial en los más jóvenes, que tendrán que quedarse en casa obligatoriamente, como nunca antes. Lo que vivimos nos obliga a sacar lo mejor de cada uno de nosotros para lograrlo. Hoy dependemos del autocuidado, del internet, de las buenas decisiones de los gobernantes, del descubrimiento de la vacuna. Que Dios nos bendiga, y a los médicos, enfermeras, camilleros y a todos los que atienden la emergencia, un aplauso de pie, son nuestros héroes.

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