
Opinión
Crisis moral
El deterioro de la decencia y el respeto por el Derecho Internacional que observamos en los Estados Unidos nos llenan de congoja y preocupación.
Las acciones que adelantan los Estados Unidos en aguas internacionales cercanas a Colombia, que se han traducido en la ejecución extrajudicial de cerca de cien personas, constituyen una afrenta absoluta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al Derecho Internacional Humanitario y a su propio sistema jurídico. El repudio es generalizado en la comunidad internacional, que ha dejado solos a los Estados Unidos en donde, por ahora, triunfa la barbarie.
Con los mismos argumentos que podría justificarse una intervención militar en Venezuela —“la guerra contra las drogas”— sería factible realizar en nuestro territorio operaciones contra sitios de producción o acopio de narcóticos; y, por supuesto, sin contar con nuestras autoridades. Que seamos una democracia, no una dictadura, es, desde esta óptica, marginal.
Este clima de desdén por las reglas se ilustra de manera dramática por las palabras de un funcionario de alto rango que labora en la terrible policía migratoria, cuyo parecido con la Gestapo, el instrumento usado por los nazis para perseguir a los judíos, es evidente. Considera que la distinción entre acciones legales e ilegales es irrelevante para definir a quienes se deporta. Por encima de la ley —ya convertida en cuestión trivial— la fuente de inspiración es “el sentido común”. Ese es justamente el principio rector de los sistemas totalitarios. En El cuento de la criada, Margaret Atwood, la gran escritora canadiense, escribió una distopía —un mundo de opresión y esclavitud gobernado por fanáticos— que está cerca de convertirse en una mera crónica periodística.
Trump, y una porción significativa de la población, le están dando la espalda a una tradición cuyo símbolo maravilloso, la Estatua de la Libertad, se encuentra en la bahía de acceso a New York. En la realidad, la estatua mira hacia la ciudad; en un plano simbólico, ahora dirige sus ojos hacia el mar. Lo digo con tristeza. Ese país es cuna de la democracia moderna y jugó un papel de liderazgo en causas cívicas tan importantes como el diseño y puesta en marcha de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En el tratado de libre comercio e inversión entre los Estados Unidos y Colombia se definieron los cronogramas de liberación de los diferentes productos (que fueron asimétricos en favor nuestro), los mecanismos de excepción para evitar disturbios graves a sectores específicos y para prevenir actos de competencia desleal. Con no pocas dificultades, este texto fue aprobado por los congresos de ambos países.
Al margen de si lo hicimos bien o mal, lo cierto es que de allí derivan para nuestro país derechos incuestionables que no pueden ser menoscabados para compensar los perjuicios que supuestamente causan las exportaciones de algunos países a los Estados Unidos.
La teoría económica subyacente para imponer esos gravámenes carece de respetabilidad académica, pero en ningún caso puede ser aplicada a Colombia, por la llana razón de que, mediante un pacto internacional vinculante, ambos gobiernos definieron un conjunto de derechos y obligaciones que creyeron satisfactorios. Si en la opinión de cualquiera de las partes ese balance se altera, los caminos correctos son: invitar a la contraparte a renegociar los asuntos que causan la discrepancia o denunciar el tratado, un curso de acción que habría que pensar con singular cuidado. No sea que vayamos por lana y salgamos trasquilados.
No me sorprende la débil defensa de los intereses económicos de nuestro país por un gobierno contrario al libre comercio y, de modo más general, a la economía de mercado. Tampoco las tímidas reacciones de los empresarios y, con algunas excepciones, de sus gremios. Todos actúan con temor ante el terrible garrote que se blande sobre nuestras cabezas. El mismo que desplegó Teddy Roosevelt para arrebatarnos Panamá en 1903.
Estos episodios, y otros que se vislumbran para el futuro próximo, (nuevas “invitaciones” a integrar la lista Clinton, por ejemplo), son singularmente idóneos para crear en la opinión pública un sentimiento antinorteamericano, que puede ser utilizado como arma electoral por el candidato del petrismo. Ni tonto que fuera. El rechazo a actuaciones imperialistas genera respaldo para quienes las denuncian.
Sin duda, los desplantes de Petro en su reciente visita a Estados Unidos tuvieron el propósito de buscar las retaliaciones posteriores que obtuvo. Ahora le queda fácil afirmar que es una víctima del imperialismo; en adelante, los malos resultados de su gobierno no le son imputables. “¡No me dejaron gobernar!”. Sabemos que su popularidad ha aumentado recientemente, y aunque todavía las encuestas no lo demuestran, ese resultado debe provenir de sus ataques a Trump. David siempre será más popular que Goliat.
Sería lamentable error que algunos sectores de la oposición guardaran silencio sobre los abusos que se cometen contra nosotros y otros en el vecindario. Equivaldría a dejarle el espacio al petrismo y a su candidato para que, a su modo, defiendan el interés nacional.
Digo algunos sectores, no todos. De la Espriella, que al parecer encabeza las preferencias de los potenciales votantes, simpatiza con Trump y tiene propuestas que muchos no compartimos en lo relativo a los derechos humanos, la Jurisdicción Especial de Paz (que ya no vale la pena, ni es factible, abolir) y la presencia de Colombia en ciertas instituciones multilaterales. Decir, por ejemplo, que debemos retirarnos de Naciones Unidas, que es una organización llena de defectos, pero que debe reformarse, no suprimirse, sería una equivocación monumental.
Hoy parece imposible una convergencia tal que sirva para derrotar a Cepeda en primera vuelta. El panorama es incierto. Toca trabajar; y trabajar consiste en asumir posiciones que muestren a la gente el desastre que el gobierno actual dejará, al igual que exponer propuestas concretas que infundan nuevas esperanzas. Las cuestiones mecánicas, las expresiones vacuas, la mutua descalificación del rival poco aportan. Vislumbro una posibilidad trágica: que, como en 2022, nos veamos forzados a escoger entre las posiciones extremistas.
Epígrafe. Dijo Kofi Annan, ex secretario general de la ONU: “El Derecho Internacional no es un ideal, es una necesidad”. Y Gustav Radbruch, gran jurista alemán perseguido por los nazis: “Donde cesa el Derecho, comienza la barbarie”.
