
Opinión
El eco político del terrorismo
El discurso que emana desde la Casa de Nariño, replicado por sus afines ideológicos, busca consolidar una narrativa que, bajo el rótulo de reconciliación e inclusión, termina siendo un mecanismo de impunidad.
La política colombiana ha sido frecuentemente distorsionada por actores que, con falsos argumentos, invierten el relato de la violencia y la victimización. Se pretende confundir a la opinión pública al sostener que es el Estado el responsable principal de los crímenes perpetrados por grupos ilegales, un argumento que, además de insostenible, desconoce la sistemática violencia ejercida por los actores armados contra la sociedad y el Estado de derecho.
El senador Iván Cepeda ha adquirido reciente notoriedad nacional por su insistente persecución contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez a través de distintos procesos judiciales que ha promovido, amparándose en la figura de la víctima del proceso penal. Esto ha derivado en la instrumentalización del aparato judicial con fines políticos, configurando lo que se ha denominado lawfare, en contra de quien lideró con firmeza la defensa del país frente a los grupos ilegales.
Cepeda es un actor marginal dentro de la política nacional; su figura solo es reconocida entre los adeptos de causas de izquierda radical. No se le conoce un proyecto de ley de impacto nacional y su trabajo legislativo ha sido, por decir lo menos, limitado: su único tema ha sido Uribe. Esto último no parece casual, pues fue precisamente el presidente Uribe quien llevó a los grupos armados al borde de la derrota militar.
En este contexto, su escasa trayectoria política refleja afinidades ideológicas con figuras como Jesús Santrich e Iván Márquez, exintegrantes de las FARC-EP, reincidentes en la actividad armada tras la firma del Acuerdo de Paz. Incluso, en agosto de 2021, Cepeda recibió elogios públicos de Rodrigo Londoño, alias Timochenko, excomandante de las FARC.
Estas coincidencias, más que simbólicas, proyectan la agenda que inspira su actual ambición política. Su propuesta es un oxímoron: enarbola la bandera de los derechos humanos, pero se ha mostrado cercano a posturas vinculadas con un grupo responsable de reclutamiento forzado de menores, violaciones, abortos en niñas y adolescentes, masacres, secuestros, desplazamientos forzados y múltiples crímenes de lesa humanidad, que durante décadas se “justificaron” bajo el pretexto de la lucha insurgente.
La defensa de Cepeda bajo el pretexto de garantizar derechos humanos ha derivado en una asimetría: las víctimas directas de los delitos cometidos por los grupos ilegales quedan relegadas, mientras se gestionan garantías políticas y jurídicas para los responsables. Esto implica una revictimización, pues quienes padecieron la violencia observan cómo desde el Congreso se tramitan beneficios para sus agresores, sin verdad, justicia ni reparación integral.
El discurso que emana desde la Casa de Nariño, replicado por sus afines ideológicos, busca consolidar una narrativa que, bajo el rótulo de reconciliación e inclusión, termina siendo un mecanismo de impunidad. Así, se otorga legitimidad política a quienes destruyeron el tejido social y económico del país, y se desdibujan las fronteras entre víctimas y victimarios, en detrimento de los principios de justicia y verdad que sustentan al Estado social de derecho.
La llamada política de “paz total” ha terminado siendo un esquema de concesiones a los grupos subversivos, privilegiando a quienes han sostenido su proyecto de vida en la confrontación armada contra el Estado.
Cepeda sabe que su aspiración política no tiene como meta real la presidencia en 2026. Carece de trayectoria, experiencia de Estado y del talante necesario para liderar a Colombia. Su apuesta parece ser otra: reeditar la estrategia de Petro entre 2018 y 2022, disputando el liderazgo de la oposición al próximo gobierno. Desde allí buscaría bloquear los avances democráticos y sembrar el caos político y social, preparando el terreno para una aspiración presidencial más seria en 2030.
Pero lo verdaderamente alarmante es el trasfondo: lo que antes fue la toma guerrillera con fusiles, hoy pretende ser la toma política de Colombia con discursos de paz total que esconden impunidad. Cepeda, en lugar de encarnar la reconciliación, se convierte en el eco político del terrorismo: un eco que amenaza con perpetuar la violencia disfrazada de política.
Atentos, Colombia: no podemos permitir que ese eco defina nuestro futuro.
