
Opinión
El lejano Oeste en Colombia
Durante cerca de 600 días de ceses al fuego, la llamada paz total no trajo paz.
Colombia es hoy un país en guerra. No la guerra ficticia contra una armada extranjera ni contra la dictadura vecina que tanto daño nos ha causado. La verdadera guerra —la que desangra silenciosamente al país— es una guerra civil de facto. Y no enfrenta ideologías ni partidos, enfrenta dos naciones incompatibles. La Colombia del Estado y la Colombia del lejano Oeste.
En esta última, que abarca cerca de 700 municipios, no rigen la Constitución ni la ley. No hay jueces, ni autoridades legítimas, ni impuestos regulados. Lo que impera es la justicia del fusil. Grupos armados, que el discurso oficial suaviza como disidencias o autodefensas, legislan, cobran, sancionan y gobiernan sin haber recibido un solo voto. Son miniestados ilegales donde el reclutamiento infantil, las violaciones sistemáticas y la extorsión convierten la propiedad privada y la dignidad humana en ficciones.
Allí, los colombianos no viven, sobreviven. Huyen cuando pueden. Como Germán, un joven de Purificación, Tolima, que terminó manejando Uber en Bogotá porque su pequeño negocio de fruver ya no producía lo suficiente ni para cubrir la extorsión mensual de los criminales que dominaban su municipio. Historias así se repiten por miles, aunque al Gobierno parezca no importarle.
Esta Colombia abandonada necesita, justamente, lo que más se le ha negado: democracia, presencia estatal y seguridad. No habrá prosperidad mientras se profundice la desigualdad más brutal de todas: la de quienes viven protegidos por la ley y quienes viven sometidos al yugo del fusil.
Pero el panorama no solo no mejora, se deteriora a un ritmo alarmante. Y todos sabemos por qué. Desde la llegada del actual Gobierno, estos grupos criminales han crecido como no ocurría desde los peores años del conflicto.
Las cifras en número de combatientes son contundentes:
- Disidencias de las Farc: de 3.275 a 9.634.
- ELN: de 5.885 a 6.999.
- Clan del Golfo: de 4.061 a 8.945.
Durante cerca de 600 días de ceses al fuego, la llamada paz total no trajo paz. Les dio tiempo, aire y libertad a estas organizaciones para reorganizarse, reclutar y expandir sus economías ilegales. Mientras tanto, los ataques contra las Fuerzas Militares han aumentado más del 80 %, ahora con drones cargados de explosivos.
El abandono de amplias zonas del país por parte del Gobierno tiene un paralelo histórico inevitable: el virrey Juan Sámano, quien prefirió proteger al régimen opresor antes que a su pueblo. Hoy, tristemente, vivimos algo similar. Mientras las comunidades claman por seguridad, el Gobierno mira hacia otro lado.
Recuperar estas regiones implica derrotar las economías criminales de la coca, la extorsión y la minería ilegal. Esta es una verdadera tarea de liberación nacional. Y requiere decisiones claras: no jets supersónicos —inútiles frente a estructuras criminales que operan en selvas y montañas—, sino un estatuto de seguridad moderno que permita el actuar de las Fuerzas Armadas, más inteligencia, cooperación internacional y el armamento adecuado para enfrentar a grupos que funcionan como ejércitos irregulares.
Nada de eso ha ocurrido. Todo ha sido negado o saboteado desde la Casa de Nariño.
Pero Colombia no puede resignarse. Los habitantes del lejano Oeste colombiano merecen algo más que discursos y treguas que solo fortalecen a los criminales. Merecen vivir bajo la ley, no bajo la amenaza. Y es hora de que el país —todo el país, independientemente de su filiación política— entienda que la recuperación del territorio perdido no da espera.
