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El mal-leyente

No creo que estas polémicas entre gente que en el fondo está de acuerdo sean demasiado útiles en un país en el que la gente se mata tanto

Antonio Caballero
2 de julio de 2001

Me burle un poquito hace unas cuantas semanas de los economistas colombianos, porque… porque hay que ver el daño que nos han hecho. Ni que fueran políticos. Se me vino entonces encima Abdón, y tuve que disculparme con él por haberlo metido en el mismo saco con Salomón. Pero ahora se me viene encima también Salomón. No creo que estas polémicas entre gente que en el fondo está de acuerdo sean demasiado útiles en un país en el cual la gente se mata tanto, pero en fin: voy a contestar.

Escribe Salomón Kalmanovitz en El Malpensante un apasionado artículo sobre las ciencias y yo (sí, yo mismo, quien esto firma), en el que ganan las ciencias, representadas por Kalmanovitz. Yo quedo hecho un trapo. Ignorante, superficial, injusto, intolerante, totalitario, populista, nepotista, narcisista, enemigo de la ciencia, difamador de los economistas y “romántico cínico”. La sesuda reflexión concluye con un llamado urgente a mi “relevo generacional”. No sé qué signifique eso exactamente en este país de desempleados y de asesinados, pero quiero señalar que mi generación es la de Kalmanovitz.

No voy a discutir su terminología científica: su taxonomía. A lo mejor tiene razón, y soy todo lo que él dice. Pero me parece que no ha entendido bien lo que yo digo. O, mejor, que ha querido interpretar lo que digo exactamente al revés. Lo cual, de pasada, arroja una inquietante luz sobre el desarrollo de las ciencias económicas en Colombia.

Así, por ejemplo, afirma Kalmanovitz que yo “ridiculizo” el análisis de Consuelo Ahumada sobre la crisis colombiana, cuando mi opinión fue precisamente la contraria: escribí que me parecía admirable —y estremecedor, por acertado y descarnado— su texto Una década en reversa. Asegura a continuación que “no fui capaz” de decirle a Abdón Espinosa “hombre, lo siento”, cuando fue justamente eso lo que le dije. Sostiene luego que “Caballero (o sea, yo) dirá siempre de los norteamericanos: son ricos porque nos oprimen”; cuando lo que siempre he dicho es lo que inmediatamente después dice el propio Kalmanovitz, o sea, lo contrario: “Que nos oprimen porque son ricos”. Etcétera.

Pero esos son puntos de detalle. El meollo del artículo de Kalmanovitz es la afirmación de que yo soy absolutamente igual a mi decimonónico pariente don Miguel Antonio Caro. Que comparto su talante, sus convicciones, sus amores y sus odios. Lo cual me deja estupefacto. O bien Kalmanovitz no ha leído a Caro (o bueno: como él lee al revés…), o bien no me ha leído a mí (o bueno…).

Así, explica que don Miguel Antonio Caro, filólogo, político y poeta del siglo XIX, “también pensaba que el hispanismo era superior moralmente al protestantismo anglosajón”. Y concluye (o más bien, de ahí arranca) diciendo que yo opino que “tan solo el hispanismo nos salvará de la opresión anglosajona. Por ello su (mi) única actividad constructiva es comentar el salvaje deporte de los toros”.

Y no es así. Nada de eso es así. Para empezar, los toros no son un deporte, sino un arte; y no son salvajes, sino lo contrario: el colmo del refinamiento. Pero, sobre todo, si yo escribo sobre toros no es por “hispanismo”, sino (otra vez) por todo lo contrario. Admiro a España y a los españoles por muchas razones: la poesía, la pintura, la cocina, las corridas de toros. Y todas ellas son ajenas y en mi opinión contradictorias con lo que se entiende por “hispanismo”, que es la cosa institucional de la “superioridad” de lo hispánico. O sea, la cosa de los gobiernos, y de la Iglesia, que son, en mi opinión (muchas veces escrita: jamás leída por Salomón Kalmanovitz). Lo peor que ha tenido España en su historia. Y también lo peor que hemos heredado en Colombia, y en toda la vieja América española, de nuestra tradición hispánica.

Les pido una vez más a estos muchachos (de mi generación) que por favor aprendan a leer.

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