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Maltrato laboral en la Defensoría del Pueblo

En la agencia estatal que tutela los derechos de los ciudadanos el clima de trabajo se ha deteriorado. El autoritarismo y la veleidad mediática opacan la labor misional.

Juan Diego Restrepo E., Juan Diego Restrepo E.
17 de septiembre de 2015

A los gritos, repartiendo insultos con palabras soeces a diestra y siniestra, sin miramientos de quién recibe sus groserías y apabullando a sus subalternos. Así se comporta el Defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, el funcionario de más alto rango en el Estado que debe promover, proteger y defender los derechos humanos de todos los colombianos.

Entre los profesionales de diversas disciplinas que allí laboran, muchos de ellos de altas calidades académicas, que han puesto su conocimiento y voluntad de servicio social a la misión de la Defensoría del Pueblo, hay una creciente indignación por el trato que les da Otálora y por la manera como su autoritarismo y veleidad mediática afecta la labor de esta agencia del Ministerio Público.

El tema podría quedarse en el ámbito interno, pero una vez escuché a varios funcionarios y leí algunos documentos, consideré que era importante escribir sobre ello, pues se trata de la agencia estatal que vela por los derechos fundamentales de la ciudadanía. Es inadmisible que se vulnere la honra de sus servidores, se irrespeten sus funciones, muchas de ellas de alto riesgo en terreno, y se opaquen los procesos con las comunidades, sobre todo con las más pobres y vulnerables.

Las alertas están prendidas desde hace varios meses y pocos se atreven a hacer públicas sus inquietudes porque le temen a las retaliaciones. A quienes consulté coincidieron en resaltar el deterioro del clima laboral en la entidad, resultado de un régimen autoritario que comenzó el 1 de septiembre de 2012, cuando llegó Otálora al cargo por designación del Congreso de la República. Su autoritarismo impide el diálogo constructivo y el debate abierto no solo sobre lo que ocurre, sino sobre la magistratura moral que debe cumplir la Defensoría en un país donde la violación de derechos fundamentales sigue siendo pan da cada día.

Uno de los hechos más sonados internamente fue la renuncia de Juan Manuel Osorio, Defensor Delegado para la Orientación y Asesoría a las Víctimas del Conflicto Armado, presentada el pasado 11 de agosto. En una primera carta de dimisión al cargo, que no le fue aceptada y tuvo cambiar el tono, según me aclararon mis fuentes, escribió: “Es inconcebible que sea el dignatario con semejantes responsabilidades quien maltrate, como usted lo hace, en público y privado, de manera frecuente y reiterada, a los directivos y colaboradores de la institución”. Al parecer, no ha sido la primera renuncia por tales motivos. (Ver carta)

En su estructura, la Defensoría del Pueblo tiene cuatro direcciones nacionales y once defensorías delegadas, así como su dependencia administrativa, cuyos responsables conforman el cuerpo directivo de la entidad, son el círculo más inmediato de Otálora y quienes tienen que soportar los constantes agravios, tal como lo reseñó Osorio en su primera versión de la renuncia.

El modelo autoritario que impuso Otálora va más allá de los insultos y ha contaminado a sus subalternos más inmediatos, quienes, como bola de nieve, no dudan en actuar siguiendo el carácter de su jefe. Por ello se han afectado derechos fundamentales como el de las mujeres cabeza de familia, permisos de algunos funcionarios para estudiar y dar cátedra en centros de educación superior, y la asociación sindical, por destacar algunos.

Lo paradójico es que quienes buscan hablar de esos temas internamente para buscarles solución han recibido algún tipo de presión para obstruir su objetivo de debatir la situación. Una manera ha sido parar vinculaciones de planta de profesionales que han trabajado cuando menos cinco años como contratistas. Su pecado fue ser cercanos a círculos internos críticos de la actual administración de la Defensoría del Pueblo.

La Asociación Nacional de Empleados de la Defensoría del Pueblo (ASEMDEP) también ha padecido la arbitrariedad de Otálora. Esta organización surgió en marzo de 2013 y su constitución fue demandada por la misma Defensoría, que pretendió en los estrados judiciales que se disolviera, liquidara y se cancelara la inscripción en el registro sindical. El proceso final favoreció a ASEMDEP, según consta en la decisión de la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia del 26 de marzo de 2014.

Hay quienes celebran la reestructuración que lideró Otálora, apalancada en el Decreto 1025 de 2014, que llevó a la entidad a incrementar su planta de personal, que pasó de unos 600 funcionarios a por lo menos 4 mil. Quienes conocen el entramado interno me explicaron que hay que mirar con detenimiento el tema porque lo construido es más un fortín del Partido Liberal, cuyo respaldo a Otálora es total. ¿Y dónde hay que poner la lupa? Primero, en los honorarios. Bajo la administración de Otálora se asignaron sueldos de 18 millones de pesos para los directivos, con viáticos de 800 mil pesos diarios para quienes viajen a terreno.

También hay que observar detenidamente la falta de experiencia de algunos de los que llegaron a esos altos cargos y a parecer su notable falta de formación en derechos humanos, como resultado de la burocratización de la entidad, desdibujan la misión de la Defensoría; además, su trabajo a distancia, desde las oficinas en Bogotá, ocasionan que procesos que se adelantaban con comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas se estén afectando.

Un tercer detalle para mirar con detenimiento es el comportamiento mediático de Otálora, a quien le gusta figurar en prensa. “El Defensor tiene un enfoque centrado en el protagonismo” de sí mismo, me cuenta un funcionario de la entidad. Esa obsesión mediática tiene dos consecuencias; de un lado, afecta la labor misional porque en razón de querer salir todo el tiempo en los medios pone a los funcionarios a atender la coyuntura, desatendiendo tareas estructurales como la emisión de informes de riesgo, por ejemplo.

De otro lado, impacta la calidad de la información, pues muchos informes se tienen que hacer con urgencia y en muchos casos no se tienen procesados los datos o si se tienen no hay tiempo de procesarlos y no se incluyen. Es un ritmo obsesivo que también desdibuja la misión de la entidad, pues en el afán de mostrarse, se modifican conceptos técnicos en relación con la guerra para presentarla como mejor se venda ante los medios.

Y un cuarto detalle es la falta de acciones contundentes como organismo de control contra agentes del Estado vulneradores de derechos humanos. No quiere incomodar a nadie en el poder es uno de los cuestionamientos que le hacen. Incluso, hay quienes me dicen que se han bloqueado misiones a comunidades en riesgo por instancias de poder que tienen injerencia en el despacho del Defensor.

Con quienes hablé no dudan en advertir que este ejercicio de poder autoritario, politiquero y mediático que padecen en la Defensoría del Pueblo va en contravía del espíritu de la Constitución de 1991, que creó esta agencia con el ánimo de que la ciudadanía tuviera un respaldo estatal neutral y al margen de todo compromiso particular. Sería importante que Otálora aclarara tanto cuestionamiento, pues aún le faltan 348 días para acabar su mandato y sería torpe hacerlo bajo un clima laboral tan enrarecido.

En Twitter: jdrestrepoe
(*) Periodista y docente universitario