
Opinión
La patria primero, los egos después
Por eso, el mensaje final no puede ser otro.
Sé que a muchos puede sorprenderles el título de esta columna, pero refleja con absoluta precisión el momento que atraviesa Colombia. Vivimos una situación inédita: más de cien personas han manifestado su intención de aspirar a la Presidencia de la República. La mayoría proviene de sectores opositores al actual gobierno, y esta proliferación de precandidatos marca un hecho sin precedentes no solo en nuestra historia reciente, sino incluso en comparación con muchas democracias del mundo.
Este fenómeno, aunque confuso, tiene dos lecturas fundamentales. La primera es positiva: evidencia que en Colombia sigue existiendo un espíritu democrático en el que cualquier ciudadano, sin importar su origen o trayectoria, puede intentar llegar a la primera magistratura.
Esa apertura es, en sí misma, un reflejo de libertad. Pero la segunda lectura es profundamente inquietante: esta avalancha de precandidaturas también es un síntoma del temor compartido por millones de colombianos sobre el rumbo que ha tomado el país. La incertidumbre ha crecido al punto de que muchos sienten que la democracia está en riesgo, debilitada por la forma en que el actual presidente ha gobernado.
Hoy vemos a un mandatario que parece dispuesto a preservar a toda costa un legado poco democrático, incluso si eso implica alianzas con organizaciones criminales que por décadas han causado dolor a millones de familias. Su política de Paz Total, en lugar de fortalecer la seguridad, ha servido para blindar y dar protagonismo político a grupos narcoterroristas, que siguen ejerciendo control territorial y social en vastas regiones.
Y a esto se suma su insistencia en presentarse como un libertador moderno, repitiendo patrones que ya vivimos con Chávez y que terminaron hundiendo a Venezuela. Ese comportamiento, sumado a su defensa abierta del dictador Maduro, responde más a compromisos pendientes que a convicciones democráticas, como lo demuestran las investigaciones sobre presuntos apoyos económicos y logísticos a su campaña.
A menos de seis meses de las próximas elecciones presidenciales y legislativas, Colombia se prepara para lo que sin duda será una de las decisiones más trascendentales de las últimas décadas. No solo elegiremos a un nuevo presidente, sino que tendremos la oportunidad —o el riesgo— de mantener un proyecto político con claras tendencias autoritarias. Del lado del oficialismo, los nombres son pocos, pero profundamente preocupantes por sus vínculos con estructuras ilegales, con redes de corrupción y con maquinarias políticas que viven de perpetuar la pobreza y la dependencia estatal.
En contraste, en el bloque democrático y opositor ocurre algo muy distinto: una dispersión extrema. Decenas de precandidatos, muchos sin avales, sin estructura, sin equipos técnicos y, sobre todo, sin posibilidades reales de competir.
Algunos ni siquiera han comenzado a recolectar firmas; otros no alcanzarán los requisitos mínimos. Y mientras la realidad electoral exige decisión, madurez y estrategia, abundan quienes creen que una aspiración personal es suficiente para justificar una candidatura presidencial.
Es aquí donde debe prevalecer la responsabilidad con la patria. No podemos permitir que los egos personales comprometan el futuro democrático del país. La mayoría de esos aspirantes no tiene opciones reales, y ni siquiera cuentan con una base electoral que les permita ser elegidos concejales en municipios pequeños. Persistir, aun sabiendo que dividen y debilitan, es una irresponsabilidad política que favorece exclusivamente al actual gobierno.
Por eso, quienes defendemos la democracia debemos hacer un llamado firme pero respetuoso a todos esos precandidatos. Este no es un momento para aventuras personales ni para cálculos individualistas; es un momento para pensar en Colombia. Es el instante en el que los líderes deben demostrar que su compromiso no es con su propia biografía, sino con un país que necesita unidad, coherencia y visión de futuro.
Lo que corresponde es construir una gran plataforma común donde se integren las mejores propuestas de todos ellos. No se trata de excluir, sino de articular, de aprovechar las ideas valiosas —que sí existen— para fortalecer el programa del candidato o de los pocos candidatos que realmente tienen opción de competir y ganar. Ese acuerdo no debe ser una negociación burocrática, sino un pacto patriótico para enfrentar un proyecto político que ha debilitado la seguridad, deteriorado la economía y polarizado al país.
Lamentablemente, en los últimos días hemos sido testigos de maniobras internas, rupturas de acuerdos, estrategias cuestionables y decisiones calculadas para torpedear la posibilidad de llegar unidos a las consultas de marzo.
Esto solo profundiza la división y le entrega en bandeja al gobierno la posibilidad de enfrentar una oposición fragmentada y débil. Lo contrario —una coalición cohesiva, con un candidato único en mayo— nos daría la oportunidad real de lograr una victoria contundente que recupere el equilibrio institucional.
La democracia colombiana está herida, pero no derrotada. Y una forma concreta de fortalecerla sería que los partidos de oposición abran generosamente sus listas al Congreso para incluir a esos precandidatos que, aunque no tengan opciones de llegar a la Presidencia, sí pueden aportar desde el legislativo.
Allí también se transforma el país. Allí se construyen los consensos, se producen los controles y se aprueban las reformas que impactan directamente la vida de los ciudadanos. Un Congreso renovado, amplio y representativo enviaría un mensaje de esperanza al país.
Colombia necesita líderes que entiendan el momento histórico. Líderes capaces de dejar atrás la vanidad personal para trabajar unidos por la defensa de las instituciones. Solo así podremos cambiar el rumbo, recuperar el equilibrio democrático y trazar un camino que devuelva a los ciudadanos la confianza en su país.
Por eso, el mensaje final no puede ser otro:
La patria primero. Los egos después.
