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La reforma de la Constitución, a propósito de la cadena perpetua para violadores

Aunque el tema de la violencia contra niños, niñas y adolescentes es grave y merece toda la prioridad, un aumento de penas en medio de la crisis carcelaria, aunada a la que ha desatado la pandemia, no parece coherente con la necesidad de excarcelar sindicados.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
22 de mayo de 2020

Uno de los asuntos “intangibles” en los estados de excepción, de acuerdo con la Constitución Política y la Ley Estatutaria de los Estados de Excepción (Ley 137 de 1994), es el funcionamiento ordinario de las ramas del poder público. Desde marzo 15, sin embargo, el sistema de justicia está prácticamente paralizado por orden del Consejo Superior de la Judicatura y la decisión del Congreso de la República de no sesionar presencialmente, a pesar de la disposición clara de la Constitución. Ambas medidas invocaron la emergencia sanitaria decretada por el Ministerio de Salud en marzo 10 e indicaron la necesidad de proteger la integridad de los funcionarios. Así, pues, la decisión de interrumpir el normal funcionamiento de las ramas Judicial y Legislativa no fue decretada por el presidente, pero sí respondió a una emergencia. Una emergencia que aparentemente era “tan grave” que no había soluciones alternativas a la de parar completamente. El Congreso retomó actividades en sesiones virtuales “autorizado” por el presidente, aunque no hay decreto legislativo sobre el tema y, de haberlo, sospecho que sería inconstitucional. En medio de toda esta irregularidad se ha retomado el debate de la reforma constitucional para introducir la cadena perpetua para “asesinos y violadores de niños”. Me parece que este caso nos plantea precisamente la pregunta de si da lo mismo que las sesiones sean presenciales o virtuales. También pone a prueba la lealtad del Gobierno con la emergencia y sus necesidades. 

Según pude ver en la base de datos de Congreso Visible (congresovisible.uniandes.edu.co), en los últimos quince años este proyecto de reforma constitucional se ha presentado doce veces a consideración del Congreso de la República. En tres de estas (doce) ocasiones, el proyecto fue retirado por su autor. En las otras siete se hundió porque se cumplió el plazo que la Constitución concede para la discusión de los proyectos de reforma constitucional. Estos fracasos son interesantes porque muestran la relación ambivalente de los congresistas con el tema: aunque los autores del proyecto son numerosos (siempre han sido más de cinco y de diferentes partidos), no parecen tener la convicción suficiente para lograr su aprobación siquiera en los primeros debates. Este caso, sin embargo, fue distinto: el debate empezó en julio de 2019 y se ha venido realizando juiciosamente desde entonces. Con seguridad ha influido el que el presidente Duque manifestó estar completamente de acuerdo con la iniciativa y que las ministras de Interior y de Justicia se hayan pronunciado a su favor. Este respaldo precedió ampliamente la excepcionalidad que ha traído consigo la pandemia. Algunos, incluso, dirían que el aislamiento ha obstaculizado el proyecto más de lo que lo ha facilitado. 

Es difícil separar la emergencia en la que estamos de la diligencia con la que se ha tramitado el proyecto en la última fase, a pesar de las advertencias de la Procuraduría General de la República y la misma Fiscalía General de la Nación. La reforma de un derecho fundamental, como lo es el derecho a no ser condenado a tratos o penas crueles, inhumanas y degradantes, no es un asunto menor en una democracia. Si bien Colombia es ahora uno de los países que más reforma su Constitución, con 52 reformas en sus primeros 28 años, solamente una de ellas involucró la Carta de Derechos y ni siquiera se refirió a uno de los derechos fundamentales: el acto legislativo 02 de 2009 introdujo en el artículo 49 sobre el derecho a la salud un parágrafo sobre la regulación de la dosis personal. La presencia física, de otra parte, no es un aspecto menor de la regulación que hace la Ley 5 de 1992 del funcionamiento del Congreso. La Ley, que es de las que no puede reformar el presidente ni siquiera en situación de emergencia, indica cuál es la sede del Congreso, se refiere a la participación de viva voz, determina la necesidad de la presencia del presidente de la República para instalar las sesiones del Congresos y regula cuidadosamente las causas por las que pueden ausentarse los congresistas. Tan preocupados estamos con la presencia física, que la ausencia sin justificación puede llevar a la pérdida de la investidura del congresista. 

No creo, honestamente, que la situación de la pandemia impida definitivamente que los congresistas se reúnan para adelantar las sesiones de acuerdo con el reglamento. En lugar de aplazar las sesiones del Congreso, como lo hizo su presidente el 16 de marzo, tendrían que haber empezado por detectar los riesgos que presentaba cada congresista para los demás y a los que se enfrentaba. No resulta claro que la medida adoptada sea justificada con el riesgo general de la población, cuando la función legislativa en los periodos constitucionales es una de las que se consideran “intangibles”, incluso en situaciones de máxima emergencia como las que llevan a declarar un estado de excepción. Es clave recordar que aquí la decisión de no sesionar fue del presidente de la corporación y no se declaró en relación con un estado de conmoción o de guerra. Ni siquiera se mencionó el decreto de emergencia social y económica que solamente se aprobó después. Aunque el personal del Congreso es abundante, no es indispensable para la realización de las sesiones, como si lo es, en mi opinión, que los congresistas asistan a las sesiones en el Capitolio. Habría varias formas en las que podría garantizarse la norma de distanciamiento social para que se garantice la presencialidad de la que habla la Ley 5 de 1992. 

De otro lado, me parece obvio que este no es un proyecto urgente ni relacionado con la emergencia en la que estamos y que justificaría hacer grandes esfuerzos para garantizar que se debata en las condiciones que merece la reforma de un derecho fundamental. Aunque el tema de la violencia contra niños, niñas y adolescentes es grave y merece toda la prioridad, un aumento de penas en medio de una crisis carcelaria, aunada a la de las dimensiones que ha desatado la pandemia, no parece coherente con la necesidad de excarcelar sindicados y presos que han cometido delitos también muy graves. Tampoco es una reforma que vaya a contribuir a aliviar la situación de niños y niñas en los meses o años que vienen. La eficacia de una reforma de este tipo es de largo plazo: solamente cuando se haya recuperado la confianza en la capacidad de las instituciones por imponer castigos tan severos, de manera neutral, podrán estos castigos tener algún impacto sobre la población general. La aplicación de la pena, de otro lado, no solo necesitará desarrollo legislativo, sino que se limitará a casos que ocurran después de su entrada en vigencia, y será el resultado de procesos penales de duración de varios años. Uno podría pensar que la reforma tiene efectos tan retrasados, que lo mejor es empezar lo más pronto posible. La pregunta es si lo más pronto posible puede ser en la situación de estrés y alarma, que invita al populismo y a la desconfianza en la que estamos. Creo que un gobierno que apenas recupera algo de credibilidad frente a la opinión por el temor generalizado que ha suscitado la pandemia no debería “gastar” esa confianza con agendas simbólicas y autoritarias. Es simplemente desleal con la ciudadanía y desleal con la situación. 

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