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Enrique Gómez Martínez Columna Semana

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Reformas políticas posibles

Frente a este panel de actores disímil, con intereses específicos y personales, empoderados y casi que universalmente centrados en la próxima elección o reelección, no se destaca una capacidad de convocatoria efectiva a la concertación.

30 de octubre de 2023

Las reformas políticas, como toda reforma estructural, derivan de un consenso amplio. Lo particular, en mi opinión, de una reforma política es que el consenso amplio no se debe lograr con los electores, sino con los elegidos.

Y tómese nota de que no me refiero a la necesidad de un consenso amplio con los partidos políticos. No, el consenso debe lograrse con quienes hoy ostentan curules en las corporaciones públicas nacionales, departamentales y locales, y con quienes ayer lograron el mandato en cargos unipersonales.

En efecto, poco o nada se puede consensuar con los partidos. Su relevancia en una democracia de aspiraciones es cada vez menor. Existen en la actualidad 35 partidos. De estos, solo 10 mantienen su personería por haber logrado el umbral previsto en la Constitución. Ocho partidos tienen su personería en virtud del reconocimiento de afectación por la violencia política en el marco de la Sentencia SU 257 de 2021 de la Corte Constitucional promovida por la familia Galán y los fundadores del Nuevo Liberalismo. Tres partidos existen como movimientos significativos que detentan curules de oposición. Dos son fruto de escisiones. Seis partidos nacen en el marco de circunscripciones especiales, aunque hoy en día operan y entregan avales por fuera de las mismas. Tres tienen umbral en coalición. Un partido deriva de los acuerdos de paz. Finalmente, un partido existe por haber hecho, como movimiento significativo, adhesiones a listas al Congreso.

En los 10 partidos principales, que pasaron el umbral, dominan las camarillas parlamentarias en su mayoría, aunque ostenten jefaturas únicas que representan por lo general tres tipos de liderazgo: o son vocerías de ocasión encargadas de la gestión burocrática con el gobierno de turno, o son de caudillismos activos o, finalmente, implican el control legal de la personería, sin necesariamente reflejar una relevancia política significativa. En la mayoría de los restantes partidos imperan liderazgos personales cuya relevancia varía, en esencia, de acuerdo con el origen del partido o los resultados electorales que sustentan su existencia, como Salvación Nacional que lidero.

Como se ve, la dispersión de orígenes, capacidades, intereses es tan amplia que inhabilitan la búsqueda de un consenso en la dimensión institucional.

Por eso hay que convocar el interés y motivar el deseo de cambio de los elegidos. Allí encontramos, tanto en el Congreso como en el resto del escenario territorial, tres tipos de elegidos: los que bajo banderas independientes y movimientos significativos han logrado curules y cargos unipersonales, los que pertenecen a estructuras políticas clientelares lideradas por senadores o gobernadores y, los menos, quienes tienen curules de opinión dentro de partidos políticos tradicionales. Hilando delgado, algunos dirán que hay una cuarta categoría que son los senadores electos por cuenta de intereses empresariales, gremiales o religiosos específicos.

Frente a este panel de actores disímil, con intereses específicos y personales, empoderados y casi que universalmente centrados en la próxima elección o reelección, no se destaca una capacidad de convocatoria efectiva a la concertación. En un universo ideal, la indispensable convocatoria la debería liderar el presidente de la República y su ministro del Interior.

Hoy, después del fracaso del Pacto Histórico, el autismo presidencial se concentrará posiblemente en sus reformas en curso, en particular aquellas –qué ironía– que vea como más aptas para apalancar su propia reelección y la de su bancada.

Sin embargo, a pesar de que no hay foro de discusión ni quien lo lidere, parece relevante postular algunas ideas de base que regulen el proceso político nacional, sin incurrir en lo que me parece es un error de separar los debates de reforma política y reforma electoral.

A la manera del Acto Legislativo N.° 1 de 2005, debe volverse a cerrar el espectro de partidos políticos bajo la regla de umbral, pero ahora limitando las múltiples posibilidades de darle el esquinazo a la misma (coaliciones, adhesiones y circunscripciones especiales) y limitando la capacidad de la Corte Constitucional de reabrirlas a su parecer.

Los movimientos significativos de ciudadanos deben eliminarse. Impiden la consolidación partidista, promueven el manipuleo del cronograma electoral y mayoritariamente no reflejan ni renovación ni independencia, sino que son cuna de la política de las aspiraciones y los personalismos irresponsables y semilla de nuevos partidos de ocasión.

Deben fraccionarse las circunscripciones territoriales para las corporaciones públicas. Volver a los senados departamentales, cámaras y diputaciones subregionales, concejos por localidades y comunas, dejando que cada partido postule hasta un 10 % de sus candidatos para curules de opinión en lo nacional o departamental. Con ello gana la representatividad, aumenta el control político, se reducen los costos de la elección y muchos departamentos volverían a tener representación en el Senado. Además, se romperían las macroempresas electorales de los senadores nacionales que propician la corrupción.

La ley de garantías es un fracaso. Debe haber un nuevo consenso para impedir la interferencia ya descarada vía puestos, obras, contratos y publicidad de los gobernantes territoriales en la elección. En esta no solo se propicia el mal gasto y la coerción electoral, sino que se destruye la vocación de oposición y acaba el control político.

Muchas ideas más serían relevantes, pero se agota el espacio. Cosas sencillas como el transporte público gratuito en elecciones o las de vallas públicas compartidas entre partidos en condiciones de igualdad (evitando la contaminación y saturación visual y auditiva) son medidas prácticas que promoverían la igualdad y la transparencia electoral.

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