
Opinión
Vengo del futuro II
No es casualidad que las reformas se desmoronen entre vetos internos y desconfianza. Los ministros duran menos que los escándalos.
‘Vengo del futuro’ fue una columna que escribí hace un tiempo, inspirada en el relato de un opositor venezolano que describía —sin dramatismos, pero con precisión— cómo su país se derrumbó sin necesidad de un golpe: por fases y, al final, por cansancio.
Primero, llegó el líder que prometió justicia social y redención. Luego, el poder que cooptó las instituciones empezó a perseguir a la prensa, a los jueces, a la disidencia. Después, la economía se desangró entre controles y subsidios, y la ciudadanía aprendió a sobrevivir con menos libertad y más miedo. Al final, el país se aisló del mundo, y ahora que quiere reaccionar, se estrella con la tiranía como estructura macabra.
Hoy redacto esta segunda parte, ‘Vengo del futuro II’, porque Colombia avanza por ese mismo camino. Tal vez no en el mismo orden, pero sí con la misma lógica: el control del relato, la desconfianza como herramienta política y el desgaste institucional como estrategia.
Lo que él opositor me contó parecía una película de terror que nunca pensé que viviríamos. Sin embargo, al releer aquella columna y mirar el país a menos de un año de las elecciones, no puedo evitar pensar que las palabras que alguna vez fueron advertencia hoy suenan a diagnóstico.
Las democracias raramente caen de golpe. Su infraestructura se va corroyendo poco a poco, celebrada por quienes creen estar haciendo historia. Por eso, el lenguaje ya cambió: la crítica se tilda de traición y los matices se vuelven sospechosos. La cultura también se transformó: el talento sucumbe ante la lealtad, y el aplauso pesa más que el resultado. Al final, cuando el poder deja de rendir cuentas, se convierte en dogma: ya no se discute, solo se acepta.
Eso es lo que vivimos hoy. Gustavo Petro no gobierna un Estado; administra una narrativa. Al parecer, su verdadero gabinete está en X, el espacio desde el que señala culpables, despacha traidores e impone relatos como si fueran realidades. Cada crisis es una escena; cada reforma, un discurso; cada cifra adversa, una conspiración. El poder dejó de ser una institución y se convirtió en un personaje.
Mientras tanto, la realidad no solo se desmorona en cifras macroeconómicas: también se desmorona en la percepción ciudadana. Apenas un 32 % de los colombianos dice tener confianza alta o moderadamente alta en el Gobierno nacional, según datos de la OCDE.
Ese mismo estudio señala que los partidos políticos y el parlamento están entre las instituciones con menor respaldo ciudadano: 18 y 23 %, respectivamente.
Mientras el Gobierno habla de legalidad y orden, los grupos armados aprovechan territorios con débil presencia estatal. En junio de 2025, el Clan del Golfo operaba en 392 municipios; el ELN, en 232, y grupos disidentes, en 299 —cifras que representan aumentos frente a 2022—, según HRW. Ese contraste entre discurso y terreno es el espacio donde crece el poder informal.
El mercado laboral ofrece un panorama mixto. En julio de 2025, la tasa de desocupación nacional fue de 8,8 %, la más baja para ese mes en décadas. En agosto de 2025, los datos oficiales mostraron un nivel de 8,6 %, el más bajo para ese mes desde 2001. Sin embargo, la informalidad sigue siendo una dolencia estructural: según el mismo reporte que informa el 8,8 %, cerca del 54,8 % del empleo es informal, mientras que desde el frente fiscal, varias voces advierten riesgos crecientes ante déficits persistentes y presión sobre las finanzas públicas.
No es casualidad que las reformas se desmoronen entre vetos internos y desconfianza. Los ministros duran menos que los escándalos. La inflación sigue siendo una presión real para los hogares, especialmente con el alza en alimentos, arriendos y servicios básicos. Sin embargo, nada de esto es accidental. Es una estrategia: mantener al país en un estado de exaltación permanente para que nadie repare en la ausencia de gestión.
Aunque suene inverosímil, el deterioro más grave no está en la economía, sino en la forma en que pensamos la política. Hemos naturalizado la vulgaridad, la confrontación y la incompetencia. El populismo no nos gobierna porque seduzca, sino porque anestesia.
‘Vengo del futuro’ significa eso: reconocer que ya cruzamos la frontera invisible donde el debate se volvió espectáculo. Donde la protesta se mide por reproducciones, no por razones. Donde los ciudadanos entregaron el poder a un caudillo digital que promete justicia, pero siembra resentimiento.
Lo inquietante es que, en el fondo, muchos saben que esto no funciona. Que el país se fractura, que las instituciones ceden, que la retórica del ‘pueblo’ ya no convence ni al pueblo, pero la seguimos escuchando porque el cinismo también da likes.
Colombia aún tiene márgenes de resistencia: una justicia que incomoda, una prensa que no se rinde, una sociedad civil que todavía reacciona. Pero ese margen se reduce con cada silencio. Las democracias no mueren por dictadores, sino por indiferentes. Se desmoronan cuando dejamos de discutir el presupuesto, la educación pública, los medios libres, la justicia independiente, el respeto por los acuerdos, la veracidad de los datos, la ética en lo cotidiano. Porque al final, lo grande se sostiene en eso: en las cosas pequeñas que dejamos pasar.
‘Vengo del futuro’ no es una frase trágica. Es una invitación. Si seguimos normalizando el espectáculo y confundiendo liderazgo con histrionismo, pronto miraremos atrás y diremos lo mismo que aquel venezolano: todo estaba anunciado, pero nadie quiso escucharlo.
Por eso, en 2026 Colombia no necesita más caudillos ni discursos vacíos: necesita carácter. Un liderazgo que entienda que el poder no es un botín, que respete la Constitución, que hable con la verdad y no con eufemismos, que no se arrodille ante la corrupción ni negocie con la mentira. Un perfil que trabaje sin descanso, que no tema incomodar al poder y que inspire a los ciudadanos a defender su libertad con dignidad. No hay democracia sin ciudadanos valientes. Al país no lo salvará un mesías, sino un liderazgo decente, valiente, transparente y firme, capaz de unir sin dividir y de gobernar con convicción, no con cálculo.